América Latina en la larga historia de la desigualdad. José Antonio Ocampo
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Para Bértola et al. (2016), Bértola y Ocampo (2013), López-Calva et al. (2010), la elevada desigualdad no es un rasgo permanente de la historia de la región sino una característica distintiva principalmente de las últimas décadas; la elevación del PIB per cápita, sobre todo en los años cincuenta, sesenta y setenta, resulta menos relevante al compararla con otros países. En efecto, en su disertación, Prados de la Escosura (2015) propuso que, en virtud de que el ingreso de subsistencia básico es el 60% del máximo teórico posible y el PIB per cápita es mediano, el efecto sobre el bienestar es más grave que en los países de la OECD con PIB per cápita superior.
Solamente África Subsahariana enfrenta un peor impacto de la concentración del ingreso en el bienestar que América Latina. La meseta de desigualdad que persiste en la región explicaría por consiguiente la persistencia de la pobreza absoluta, si bien el crecimiento económico ha reducido la población que se encuentra por debajo de este umbral. Dada la concentración del ingreso, la mediocre expansión económica registrada desde los años ochenta ha resultado insuficiente para erradicar la pobreza extrema y, añade Prados de la Escosura, para eliminar el rezago relativo en varios factores que integran el desarrollo humano, como son la salud y la educación, por las restricciones del acceso a estos servicios. En estas condiciones, no es de extrañar que no haya convergencia entre los países latinoamericanos y los desarrollados.
Estas conclusiones ratifican, al menos para América Latina, las de Milanovic (2016), quien enfatiza la reducción de la “desigualdad existencial” pese a que las diferencias de riqueza al interior de las sociedades no han disminuido, al menos con la misma velocidad y en proporción.
Emergen así algunos consensos respecto de América Latina. En primer lugar, la existencia de “un patrón común a estos países: creciente desigualdad durante la primera globalización, una tendencia igualitaria desde los años 20 que es profundizada durante la ISI, y una nueva tendencia a la desigualdad en la segunda globalización” (Bértola, 2005: 1). La intensificación de la desigualdad desde el final del periodo de la sustitución de importaciones puede fecharse, según países y subregiones, entre los primeros años de la década de 1970 y la crisis de la deuda de 1982 hasta el abandono o el viraje de las políticas del Consenso de Washington acaecidos en los primeros años de este siglo.
En este panorama general, se puede sugerir que desde la época colonial hasta nuestros días, en la historia socioeconómica y política de América Latina, ha sido constante la profunda estratificación social con regímenes poco democráticos, incluso dictatoriales, y modelos económicos excluyentes (Furtado, 2006; Cardoso, 1977; Bértola y Williamson, 2016). Los avances logrados en las últimas décadas deben ser contemplados en este contexto. Los progresos, en muchos casos, solo han compensado parcialmente el fuerte incremento de la desigualdad ocurrida en las décadas anteriores (Gasparini et al., 2008). En efecto, en el último lustro se ha fortalecido la opinión de que, en los últimos diez o quince años, en la mayoría de las economías de la región, la desigualdad se ha reducido. El cuadro I.4 indica la trayectoria de la desigualdad en algunos países de América Latina entre 1960 y 2014. La trayectoria es mixta pero confirma la tendencia a la reducción de las brechas de ingreso, más pronunciada en unos países que en otros.
López-Calva y Lustig (2010) adjudican la reducción de la concentración del ingreso, en primer lugar, al aumento del número de miembros del hogar vinculados al mercado laboral y de la jornada laboral de cada uno de estos y, en segundo término, a la contracción del diferencial salarial entre trabajadores calificados y no calificados. La mayor abundancia de mano de obra calificada frente a su demanda habría deteriorado sus salarios relativos y el bono a la educación, fenómeno encontrado para México. Lustig (2009) destaca el rol de las políticas sociales redistributivas y observa una fuerte correlación entre la orientación política de los gobiernos (hacia la izquierda) y un mayor progreso en materia distributiva. Esta relación también ha sido estudiada por Cornia (2010) con más especificidad y en un mayor número de países, concluyendo que en la región se fortaleció un modelo económico socialdemócrata de redistribución prudente con crecimiento, con lo que coincide Puyana (2017). En este sentido, el crecimiento económico y las políticas focalizadas han sido señalados como responsables de la reducción de la pobreza en las últimas décadas e incluso de un ensanchamiento de la clase media por retroceso de la concentración del ingreso. Para Birsdall (2005), la extrema desigualdad latinoamericana tiene un efecto destructivo, dado que elimina todo aliciente a la emulación y a realizar inversiones indivisibles, por ejemplo, en educación. Acepta la relación inversa entre desigualdad y crecimiento, pues la primera alimenta pujas distributivas conducentes a populismos con gobiernos no plenamente legítimos. La pequeña clase media no puede incidir en un buen gobierno. Para Birdsdall (2010) serían mejores las políticas encaminadas a ampliar la clase media[5] que aquellas dirigidas a la población en extrema pobreza. Tanto la más alta capacidad de consumo y ahorro de la clase media como su mayor disposición a presionar por políticas en favor de mejores servicios y por mayor respeto a los derechos humanos justifican, según Birdsall, esta orientación de las políticas. Para economías liberales no inscritas en el Consenso de Washington, Birdsdall propone elevar el gasto en servicios públicos sociales, controlar la inflación y mantener la estabilidad macroeconómica.
Generalmente, los estudios de la desigualdad omitían el análisis de la concentración de la propiedad, tema que se ha emprendido a raíz del trabajo de Piketty (2014). Valga mencionar que abundan las referencias a este tema, en especial a la concentración de la propiedad de la tierra y a la necesidad de su distribución en diversas modalidades de reforma agraria y como una forma de activar el crecimiento económico y resolver problemas sociales (Berry, 2002). Nuevas aproximaciones enfatizan la necesidad de la distribución de la tierra como medio para hacer la “revolución agraria” de Kaldor: elevar la productividad sectorial y con ella el ingreso sectorial, su demanda de bienes industriales y su suministro de alimentos e insumos a bajos precios. Para Stiglitz y el Banco Mundial, la economía campesina es el más eficiente sistema de producción agraria capitalista.
¿Está presente la curva de Kuznets?
La evidencia internacional no es contundente para todos los países en cuanto a que a mayor crecimiento menor desigualdad, o viceversa. La existencia de una importante cantidad de trabajos que han intentado medir la existencia y robustez de la curva de Kuznets sigue orientando gran parte de la investigación económica sobre la relación entre crecimiento y desigualdad en la distribución personal del ingreso. La idea que subyace en esa búsqueda es que cuando aumenta el ingreso per cápita crece la desigualdad hasta un punto en que la correlación se invierte y comienza a disminuir la desigualdad ante el aumento en el ingreso.
El cuestionamiento de la existencia de la curva de Kuznets ha resurgido con vigor luego de la crisis de la deuda de 1982 y de la financiera de 2008.[6] Hoy Milanovic (2016) propone, para la desigualdad global y para varios países, la metamorfosis de la U invertida en un elefante, cuya trompa asciende luego de caer casi al suelo. Al constatar la creciente desigualdad entre países desarrollados, el tramo “igualitario” es cuestionado y las dudas se fortalecen aún más al comparar la trayectoria de la distribución entre varios países y controlando la relación desigualdad-crecimiento por el nivel de ingreso. Bértola (2005) propuso considerar otras variables que, además del crecimiento, generan la curva de Kuznets y, para Argentina, Chile