El latido que nos hizo eternos. Mita Marco
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Antes de marcharse, le dio un beso en la mejilla y la arropó un poco con una sábana, ya que de noche refrescaba y no quería que cogiese frío. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió a su propia habitación, pero al agarrar el pomo se arrepintió. Había algo que la llamaba.
Sin que nadie la viese, dejó la casa y tomó rumbo al pinar. No llevaba chaqueta y el airecillo era frío. Pero no le importó. Continuó andando por el sendero que llevaba hasta la casita del árbol.
Cuando estuvo arriba, lo primero que hizo fue abrir el cajón del escritorio donde se encontraba el diario. Se acomodó en la mecedora, quitando un poco el polvo que la cubría y observó por segunda vez aquel pequeño libro. Era de color verde pálido, pero los años lo habían vuelto blanquecino.
Lo abrió. El nombre de su dueña volvió a aparecer en la primera página: Inés.
Al pasar a la siguiente, se sintió nerviosa. Era la primera persona en muchos años que leía aquello. De hecho, estaba segura de que solo su dueña lo había hecho. Con un inexplicable nudo en el estómago, sus ojos se posaron en las primeras letras de aquel diario.
12 de octubre de 1903
Querido diario:
Esta mañana padre nos ordenó hacer el equipaje.
Todavía no soy capaz de dejar de llorar al pensar que, en unos días, abandonaré mi amada Ciudad Real para tomar rumbo a un lugar que ni siquiera sé situar en el mapa.
Ni las súplicas de madre, ni las mías, han logrado hacerlo cambiar de parecer. Siento tal tristeza y amargura en mi corazón, que apenas puedo respirar. ¿Acaso no entiende que mi vida está aquí?
En La Gomera perderé toda la vida social de la que gozo hoy en día. No volveré a saber de mis amistades, no podré asistir a los almuerzos en casa de doña Josefa, ni tampoco podré disfrutar de las veladas de la temporada.
Rosa, por el contrario, está ilusionada con la idea de cambiar de ciudad. No ceja en su griterío, canturrea por todos lados que va a vivir en una enorme y lujosa mansión. Pero, claro, mi hermana es solo una niña de diez años, no entiende lo horrible que va a ser para nosotras.
Padre repite, una y otra vez, que es su oportunidad de poder cumplir con la promesa que le hizo al abuelo en su lecho de muerte. Sin embargo, a mi parecer, lo único que lo mueve es su afán por el dinero. Está convencido de que la plantación de plátanos es un negocio de lo más rentable. Y yo no lo dudo, pero su ilusión de vivir siendo un gran terrateniente, va a ser nuestra muerte.
Hace unos días, cuando regresó de su último viaje, en el que se aseguró de que la casa estaba terminada, nos dijo que la había bautizado como El árbol. Cuando madre le preguntó el porqué de ese nombre, contestó que se le ocurrió cuando vio el hermoso laurel que crecía junto a la entrada de la propiedad. A mí me pareció un sinsentido, como nuestra marcha a ese lugar.
Quizá, lo mejor de todo esto, es que cuando llegue conoceré a mi prometido. Madre dice que es un joven muy apuesto, gallardo y educado, que posee una gran plantación al otro lado de la isla. Su nombre es Pedro Ribera, y tengo la esperanza de que me devuelva a mi amada Cuidad Real, cuando se celebre el enlace, y sepa que aquel lugar no es de mi agrado.
Amanda se sobresaltó al escuchar un ruido procedente del exterior. Cerró el diario y lo guardó donde lo había encontrado.
No le gustaba reconocerlo, pero se había asustado. ¿Quién sabía si se podía haber colado algún loco en la plantación? Aquel bosque estaba lejos de la casa, si gritaba nadie la escucharía. El diario tendría que esperar.
Recordó lo que había leído en él. Entendía a Inés al no querer abandonar su ciudad. Ella también echaba de menos Madrid.
Mirando hacia todos lados, bajó de la casita y recorrió el camino hasta la casa, corriendo todo lo rápido que sus piernas le permitieron.
Capítulo 8
Alberto observaba a Fayna mientras esta pasaba la escoba por el porche. Hacía más de quince días que la mujer trabajaba en su casa y no había cruzado con ella más de dos palabras seguidas.
Se la veía triste, taciturna. Comprendía que no estuviese pasando por su mejor momento, pues los golpes de la cara y los malos tratos por parte de su marido habían debido de causarle mucho dolor.
Dejó el teléfono a un lado, cuando terminó de hablar con un socio sobre un cargamento que debía salir en unas horas, y caminó hasta donde se encontraba ella.
Fayna, al verlo acercarse, abrió mucho los ojos y continuó barriendo con nerviosismo. No sabía por qué, pero el dueño de aquella plantación la ponía nerviosa.
—Buenos días —la saludó con simpatía.
—Hola —murmuró sin quitar la mirada del suelo.
—Parece que hoy va a hacer calor.
—Sí —asintió muy deprisa y sin dejar de mover la cabeza, consiguiendo que un par de mechones de su cabello escapasen de su coleta.
Alberto la observó con más atención. Era guapa, aunque los moratones cubrían casi la totalidad de su rostro se podía adivinar que poseía una gran belleza.
—No tienes por qué sentirte incómoda conmigo —comentó con amabilidad—. Aquí nadie va a hacerte daño.
Fayna alzó la cabeza y lo miró por primera vez a los ojos.
—Gracias, señor, le agradezco todo lo que ha hecho por mí.
—No me las des —le quitó importancia—. Trabajas muy bien y me alegro de tenerte entre mis empleados.
Ella asintió y sonrió de forma tímida. Sin saber qué más decir, continuó barriendo. Alberto se mesó el cabello y se humedeció los labios.
—¿Te duelen mucho los golpes?
—Un poco. Pero desaparecerán en unos días, no se preocupe.
—No tienes que llamarme de usted —rio él—. Me haces sentir viejo.
—Es lo correcto —replicó Fayna, sin mirarlo—. Es como se dirigen a usted los demás empleados. ¿Por qué iba a ser yo diferente?
Él se quedó callado, sin saber qué decir. Tenía razón. Todos los trabajadores se referían a él en ese término. Entonces, ¿por qué no le gustaba que ella lo hiciera? Algo molesto, asintió. Se pasó una mano por la frente y dio un paso hacia atrás.
—Bueno, pues te dejo que continúes, que pases un buen día.
—Gracias, señor —dijo Fayna sin volver a mirarlo.
Alberto caminó hacia el salón de la casa. No entendía por qué se sentía irritado. Ella no había dicho nada que fuese ilógico o descabellado. Sin querer pensar más en ello, volvió a coger su teléfono y marcó el número de otro contacto con el que