El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

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El latido que nos hizo eternos - Mita Marco HQÑ

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mañana no podía seguir en la cama.

      Como sabía que Inma continuaba dormida, bajó a la planta baja y desayunó sola. Alberto acababa de salir para verse con un contacto, y en la casa solo estaba ella y los empleados.

      Esquivó las miradas venenosas de Dolores, dispuesta a ignorar a la mujer, y dio buena cuenta de su café.

      Al acabar, pensó en ir a la piscina, como era costumbre desde que vivía allí, pero no lo hizo. En su lugar salió a pasear por la plantación.

      Por el calor que hacía a esas horas de la mañana, sabía que iba a ser un día fuerte. Aun así, siguió caminando entre las plataneras.

      Cada pocos metros se cruzaba con algún jornalero, que educadamente la saludaba al verla. Cuando se cansó, dio la vuelta dispuesta a regresar al caserío. Sin embargo, al hacerlo, vio a un hombre sin camiseta, que cortaba racimos de plátanos con mucha rapidez y maestría.

      Al fijarse mejor, reconoció al hombre de la barba.

      Lo observó con detenimiento.

      Tenía buen cuerpo. Algo delgado para su gusto, pero aun así le agradaba. Su piel brillaba bañada por el sudor.

      Sonrió mientras sus ojos lo recorrían de arriba abajo. Era atractivo, y había algo que la llamaba. Se pasó un dedo por los labios y su sonrisa se hizo todavía más grande. Recordó los anteriores encuentros con él y su mal carácter. ¿Sería verdad que ella no le gustaba? No podía sacarse de la cabeza sus palabras. Jamás, ningún hombre le había dicho algo semejante. Estaba segura de que, si se lo proponía, podía tenerlo comiendo de su mano en menos que cantaba un gallo. ¡Y lo iba a demostrar!

      Con decisión, se acercó a su lado. Amanda carraspeó para llamar su atención y él apartó la mirada de la platanera.

      —Buenos días, jornalero —lo saludó con gracia.

      Oliver la observó como si nada, y volvió a lo que estaba haciendo, sin hacerle el mínimo caso.

      Algo molesta por su falta de cortesía, cruzó los brazos sobre el pecho.

      —¿No te enseñaron de pequeño a saludar? Es de mala educación no hacerlo, ¿sabes?

      —Yo solo tengo educación con quien se la merece —respondió con sequedad.

      —¡Vaya! —Amanda frunció el ceño. Abrió la boca para contestar algo mordaz, pero recordó su propósito. Expulsó el aire de sus pulmones y la sonrisa regresó a sus labios—. No soy tan mala persona como para que ni siquiera me saludes.

      —Eso es lo que crees tú —soltó, sin mirarla.

      Ella hizo una mueca con los labios y asintió.

      —Todavía no sé cómo te llamas, porque tienes nombre, aparte de toda esa barba, ¿no?

      Oliver paró de trabajar y la miró con ojos fríos.

      —Tengo. Pero a ti no te importa. Puedes seguir llamándome jornalero, obrerucho o estúpido. Se te da muy bien hacerlo, si mal no recuerdo.

      Amanda alzó la cabeza y curvó los labios.

      —Prefiero saber tu nombre.

      —Y yo prefiero que te vayas y me dejes hacer mi trabajo.

      Ella abrió la boca para contestar la primera barbaridad que se le ocurriese. No obstante, en vez de hacerlo, se humedeció los labios y asintió.

      —Oye, ya sé que no hemos empezado con muy buen pie, pero me gustaría que al menos tuviésemos un trato más cordial. Después de todo, eres un trabajador de la plantación de mi hermano.

      Oliver maldijo en silencio y colocó los brazos en jarra. ¿Es que acaso esa mujer no entendía el castellano? No quería tener nada que ver con ella, ni con nadie. Solo quería hacer su trabajo, meter entre rejas a Alberto Robles y volver a su vida de mierda. Punto.

      —Escucha atentamente, porque no voy a volver a repetirlo. —La miró a los ojos con fijeza—. No me gustas, no quiero tener ninguna clase de trato contigo y lo único que quiero es que desaparezcas de mi vista. ¿Te queda claro, o tengo que hacerte un croquis con las instrucciones?

      Aquello dejó a Amanda helada. Apretó los puños hasta que sus nudillos tomaron una tonalidad blanquecina. ¿Quién cojones pensaba que era ese tío para tratarla así? ¡Ella era Amanda Robles! Era una persona importante, con poder. Su hermano era respetado y temido por muchísima gente. No iba a permitir que la rebajasen de ese modo.

      —¿Sabes lo que te digo, obrerucho barriobajero? ¡Que te puedes pudrir! —Lo señaló con el dedo índice, con actitud altiva—. Lo último que quiero es mezclarme con gentuza como tú.

      —¿No me digas? ¿Qué haces ahí, entonces?

      —¡Quería ser amable con la servidumbre! —soltó de forma peyorativa—. Aunque, está visto que no tenéis la suficiente clase como para continuar con una conversación decente.

      —¿Y por qué no te largas ya?

      —¡Tú no eres nadie para decirme lo que tengo que hacer! —exclamó fuera de sus casillas—. ¡Limítate a trabajar, que para eso se te paga!

      —Eso estaba haciendo hasta que llegaste a dar el coñazo —bufó cansado de aquella estúpida situación y de la insoportable hermana de Robles.

      Amanda abrió los ojos por lo que acababa de decir aquel desgraciado. Apretó los labios y lo miró en silencio, como si quisiese deshacerlo. Dio media vuelta y caminó hacia el pinar. Por nada del mundo iba a quedarse con ese imbécil. Prefería encerrarse en la casita del árbol y pasar el día alejada de gente tan impresentable como él. ¡Y eso es lo que haría! Se sentaría en la mecedora, cogería el diario y olvidaría que alguna vez se cruzó con ese jornalero.

      25 de octubre de 1903

      Querido diario:

      La pasada noche conocí a mi futuro esposo. Tal y como prometió madre, Pedro Rivera es un hombre apuesto y de buena familia. Apenas crucé un par de palabras con él, sin embargo, fueron suficientes como para darme cuenta de que ese caballero no es el que hubiese elegido para compartir mi vida. Si bien es cierto que tiene porte de galán y muy buena apostura, su comportamiento déspota con los sirvientes y su abultado ego no me permitirá verlo como alguien a quien pudiese amar.

      No obstante, padre está encantado por la unión. Dice que pronto se celebrarán las nupcias y que mi soltería terminará. Deberé ejercer como dueña y señora de su casa y ocuparme de todas esas cosas para las que nos instruyen a las mujeres.

      Rosa y madre están felices. Piensan que es el hombre ideal, que cualquier mujer desearía estar en mi lugar, pero yo no lo creo. Cuando eso ocurra, mi vida será vacía, encerrada en aquella otra plantación donde no conozco a nadie. Me sentiré sola y mi familia no estará para animarme. Sé que es mi deber hacerlo, y también que ninguna buena señorita osaría a oponerse a semejante unión, así que, continuaré guardando silencio y reservando todo mi amor para el momento en que Dios me bendiga con un hijo.

      Desde que llegué a La Gomera, he estado afligida y melancólica. Si bien es verdad que es una bella plantación, la soledad

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