El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

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seguir caminando, atravesó el vestíbulo y salió al porche. Allí estaba Dolores, la señora que la recibió el primer día, limpiando los ventanales. Al escuchar sus pasos, fijó sus arrugados ojos en ella.

      —Deje de mirarme, señora, se le van a salir los ojos —soltó con orgullo.

      Pasó por su lado con actitud altiva y continuó andando por un sendero que llevaba hacia la piscina. Al llegar allí resopló. No le apetecía pasar el resto de la tarde tumbada en la hamaca, ni bañándose.

      Se colocó la mano sobre los ojos, a modo de visera, para poder ver sin que le molestase el sol y, a lo lejos, en la parte oeste de las tierras de la plantación, vio un pinar.

      Nunca había prestado atención a aquella zona, de hecho, jamás le había interesado la naturaleza. Quizá fue el aburrimiento o el necesitar estirar las piernas, pero se descubrió andando hacia allí, por un sendero cubierto por matorrales silvestres. Se notaba que hacía mucho tiempo que nadie cruzaba por él. Tenía que ir bordeando las plantas y apartar alguna de ellas para poder pasar.

      Llegó al pinar muerta de calor, pero la sombra que proporcionaba le encantó. Incluso corría cierta brisa.

      Aquel lugar era más grande de lo que se veía a lo lejos. De hecho, parecía un pequeño bosque, el bosque privado de El árbol.

      Se adentró en él, maravillada por el trino de los pájaros y la paz que se respiraba. Tenía que reconocer que era un lugar bello. Los pinos eran viejos, altos y robustos. Acarició uno y lo rodeó. Parecía el más grande de todos, su grosor era impresionante.

      Algo la hizo mirar hacia arriba y lo que descubrió la dejó con la boca abierta. En aquel pino había una casita, de madera y algo descuidada. Tenía una ventana a punto de caer y la puerta medio abierta.

      Sonrió. Le encantaba. En su infancia siempre soñó con tener una, pero en Madrid era imposible, al vivir en el centro de la ciudad.

      Buscó la forma de poder subir, pero descubrió la escalera enredada en una rama.

      —No está muy alta —se dijo para sí misma.

      Si trepaba por el tronco unos dos metros, podría llegar a ella y soltarla.

      Cayó al suelo varias veces, pues no conseguía apoyar bien los pies en el tronco. Las manos se le magullaron casi por completo, pero al final lo logró.

      De un tirón soltó la escalera y subió por ella. Al pisar la madera del suelo de la casita, esta crujió. Debía llevar cuidado. No sabía si algún tablón estaba podrido. Lo último que quería era caerse desde allí y romperse el cuello.

      Empujó un poco la puerta y esta se abrió emitiendo un chirrido. Dentro había poca luz, y la que había era culpa de la ventana rota. Casi a tientas y caminando muy despacio, abrió todas las ventanas. Al mirar alrededor no pudo menos que sonreír y taparse la boca. Era una casita preciosa. Algo vieja y maltratada por el tiempo, no obstante, aquello no hacía más que darle un encanto especial.

      Si sus cálculos no fallaban, contaría con unos veinte metros cuadrados repartidos en una sola estancia. Un salón muy bonito, con muebles de madera, mecedora y un diván. En una esquina, había una improvisada cama hecha con sábanas y cojines, y, a su lado, un precioso escritorio tallado.

      Las cortinas, al igual que las ventanas, estaban rotas por el paso del tiempo, pero se distinguía un estampado floral en ellas, a juego con el tapete de la mecedora.

      Era todo muy femenino. Decorado con gusto, sin demasiados adornos. Amanda estaba segura de que esa casa también había pertenecido a la hija del antiguo terrateniente. Sonrió al pensar en que ellas habían sido las dos únicas personas en pisar aquella casa. Separadas por el tiempo, pero en el mismo lugar.

      Relajada y sin dejar de sonreír, se acercó al escritorio. Acarició su fina madera y apreció el tallado tan elaborado que había en ella. Le hacía falta un lijado y una mano de pintura, pues su color blanco original había desaparecido casi por completo.

      Con curiosidad, abrió el primero de los cajones. En él había dos lapiceros antiguos y una pluma estilográfica perfectamente metida en su caja. Y grabada en ella dos letras, la i y la m. El nombre de su dueña, supuso.

      Al abrir el segundo cajón encontró un libro. Lo sacó y limpió un poco la portada, pues estaba llena de polvo. Era un diario. Tragó saliva y abrió la primera página. En ella, había escrito, con letras perfectas y muy elaboradas, el nombre de su dueña: Propiedad de Inés Machado.

      Inés. Así se llamaba el ama de aquella casita, y la de la habitación en la que actualmente dormía. La hija del antiguo terrateniente de El árbol.

      Pasó a la siguiente página y lo primero que vio fue una fecha: doce de octubre de mil novecientos tres.

      —Joder —farfulló asombrada.

      Sin embargo, antes de que pudiese leer nada más, el sonido de unos matojos al ser pisados la distrajo. Metió el diario en el cajón y se asomó por la ventana rota. Allí, muy cerca del pequeño bosque, había un hombre escondiéndose entre los matorrales.

      Entrecerró los ojos para intentar enfocar mejor. ¿Quién era?

      En una de las veces, él giró la cabeza y Amanda consiguió reconocerle.

      —¡El imbécil de la barba! —exclamó—. ¿Qué está haciendo aquí?

      Apretó los labios, enfadada. ¿Acaso quería espiarla?

      Sin pensárselo dos veces, salió de la casita y bajó por las escaleras, que colgaban a un lado del pino. Si ese tiparraco pensaba que se iba a salir con la suya, la llevaba clara.

      Capítulo 7

      Oliver observaba a Alberto Robles a través de un matorral.

      Se había escabullido de su trabajo al verlo pasear con un hombre que jamás había visto por allí. Iba trajeado y tenía pinta de ser otro pez gordo del mundo del narcotráfico.

      Les separaba mucha distancia, así que no podía escuchar nada de lo que hablaban, pero acababan de darse la mano, como sellando un trato.

      Tenía que acercarse más a ellos, era la única forma de poder cazarlos haciendo negocios. Dio un paso hacia delante, intentando que no le descubriesen. Con cada sonido que hacían los matojos al ser pisados, contenía el aliento.

      —¡Eh, jornalero!

      Al escuchar aquella voz femenina, se sobresaltó. Su corazón comenzó a latir a un ritmo frenético. En cuestión de milésimas de segundos pudo levantar la vista para ver si Alberto Robles lo había visto, pero él y su socio habían cambiado de dirección y le daban la espalda, ajenos a lo que ocurría a su alrededor.

      Sin embargo, su tranquilidad duró poco, pues reconoció la voz que casi lo delata. Con la mandíbula apretada, dio la vuelta y se encontró con la hermana de Robles. Esa estúpida mujer, había estado a punto de descubrirlo. ¡Maldita loca!

      Al mirarla a la cara, comprobó que su semblante seguía siendo el mismo que el del día que la vio por primera vez. Cara de vinagre.

      —¿Qué estás

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