El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El latido que nos hizo eternos - Mita Marco страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
El latido que nos hizo eternos - Mita Marco HQÑ

Скачать книгу

lo hizo como si allí no hubiese nadie, como si aquella joven fuese invisible.

      —No tengo tiempo para tonterías, señorita.

      La chica asintió con rapidez, algo molesta por aquel rechazo.

      —Que tenga un buen día. —Y tras esa leve despedida, caminó con orgullo, moviendo las caderas de forma exagerada, hacia el interior del establecimiento.

      Él resopló y centró su mirada de nuevo en la parroquia.

      ¡Cómo había cambiado su vida!

      Años atrás, no habría dejado pasar la ocasión de conocer a una chica guapa. Incluso hubiese sido él quien le hubiera pedido su número de teléfono. No obstante, ya no buscaba nada de nadie, no necesitaba acercamientos, ni cariño por parte de las féminas. Lo único que quería era que lo dejasen en paz.

      —¿Oliver Berenguer?

      Al alzar por segunda vez la cabeza, se encontró con un hombre joven. Castaño, fornido, aunque demasiado bajito para poder soportar tanto músculo él solo. Lo miraba con seriedad, casi con exasperación.

      —Soy yo.

      —Genial. —Sin más preguntas, le hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera y empezó a hablarle sin asegurarse de que lo hacía—. Soy tu contacto en La Gomera, el inspector Marín. Tengo el coche aparcado en aquella esquina.

      —¿Coche? Pensaba que mi trabajo iba a ser aquí.

      El hombre negó con la cabeza.

      —Ya me avisaron de que los agentes de tu departamento eran unos inútiles. Espero que tú no seas como ellos. Todavía no entiendo el por qué han tenido que daros el caso a vosotros y no a la policía de aquí.

      Oliver se lo quedó mirando fijamente. Aquel agente era un payaso.

      —Lleva cuidado con tus palabras —le advirtió—. Puedes decir lo que quieras de mis superiores, pero conmigo… respeto.

      El inspector Marín dejó de andar y giró para poder mirarlo a los ojos. Tras unos segundos de aguantarse la mirada, su boca se curvó.

      —Perfecto, un chulito de la península.

      Oliver se acercó un poco más a él, en actitud altiva.

      —Escúchame bien, imbécil isleño, deja de mear para marcar tu territorio y dime dónde voy a tener que hacer mi trabajo, que es por lo que estoy aquí.

      El agente rio por su contestación y asintió.

      Sin decir ni una palabra más, lo guio hasta su vehículo, un Tata ranchera de color blanco. Era viejo, estaba bastante sucio y al sentarse en él comprobó que también era incómodo, los muelles del asiento se clavaban por todas partes.

      Cuando arrancó, el inspector Marín comenzó a hablar.

      —Supongo que los inútiles de tu departamento te habrán puesto al corriente sobre nuestro objetivo.

      Oliver asintió y se aclaró la voz:

      —Alberto Robles, cincuenta y cinco años, natural de Madrid. Desde que tiene uso de razón se ha dedicado a negocios turbios y nada claros. En la actualidad se le investiga por tráfico de cocaína.

      Marín apartó la vista de la carretera y observó a Oliver unos segundos.

      —No solo por ser un simple camello. Si se demuestra toda la información que se tiene sobre él, nos encontraremos con el mayor traficante de drogas que ha habido en España. Ese hijo de perra se ha forrado con el negocio, y cuenta en su haber, supuestamente, con tres muertes por ajuste de cuentas.

      Oliver asintió, pues ya conocía toda esa información.

      —Deja de contarme historias y dime hacia dónde vamos —lo apremió sin paciencia—. Mis superiores recibieron información vuestra para que yo llegase a San Sebastián de La Gomera.

      Marín rio.

      —¿Pensabas que íbamos a daros su dirección? Entonces eres más memo de lo que imaginaba.

      —Cuidado con tus palabras —le advirtió.

      —Ya, ya… —rio. Cuadró los hombros y se aclaró la voz—. Creo que no hubiese sido muy inteligente daros la dirección correcta. Y no es porque seáis estúpidos, sino porque ese tío tiene espías por todos lados. ¿Qué pasaría si alguno de ellos se entera de que vas hacia donde vive Robles? Serías hombre muerto al segundo de pisar su propiedad, guapito de capital. ¿Qué me dices a esto?

      Oliver asintió.

      —Que tiene lógica.

      —¡Joder! En algo estamos de acuerdo —rio.

      —¿Y a dónde vamos?

      —Alberto Robles compró una vieja plantación llamada El árbol en las afueras del municipio de Vallehermoso, la reformó y tiene un negocio rentable con el cultivo de plátanos. Negocio que, por supuesto, es una tapadera para lo que de verdad le interesa: la droga. —Se removió en el asiento y continuó—: Tenemos a un agente dentro de la plantación, trabajando como jornalero. Consiguió que Robles te contratase a ti también.

      —Espera. —Oliver lo miró extrañado—. ¿Contratado?

      —Claro, ¿qué esperabas? ¿Que te metiéramos a vivir en su casa, con él? —se carcajeó—. No sé si en la capital sabéis algo del cultivo de plátanos, pero vas a tener que ensuciarte las manos, guapín. Trabajarás como cualquier jornalero, vivirás allí, pero en la casa destinada a los trabajadores, e intentarás descubrir cuándo y dónde va a producirse el envío de la cocaína. De hoy en adelante, dejarás de llamarte Oliver Berenguer y pasarás a ser Oliver Pérez, nacido en Guadalajara y viviendo en La Gomera desde hace ocho años.

      —Entendido. —Cogió el falso carnet y se lo guardó en el bolsillo—. No sabía que todavía, en la actualidad, existiesen las casas para los jornaleros. Pensaba que era algo que había desaparecido.

      —Las hay, pero prácticamente no se usan. Todo el mundo tiene casa propia y prefiere desplazarse cada día a su trabajo. —Despegó unos segundos la vista de la carretera para mirarlo—. El árbol cuenta con una casa para los trabajadores enorme. Tiene casi sesenta habitaciones.

      —¿Están todas ocupadas?

      —No, según nos dijo nuestro hombre, que también se queda allí, viven en ella seis trabajadores. Todos inmigrantes sin casa.

      Oliver asintió. No le hacía gracia tener que quedarse en ese lugar, con gente a la que no conocía, pero era su trabajo y lo haría.

      Pasaron el resto del camino en silencio. Ninguno de los dos hombres quiso sacar un tema de conversación.

      Marín detuvo el vehículo cinco kilómetros antes de llegar a Vallehermoso. Aparcó en una pequeña explanada de un camino rural. Allí les esperaba otro coche. Salieron del vehículo y se encontraron, a medio camino, con el ocupante.

      Era un hombre de mediana edad, orondo y prácticamente

Скачать книгу