El latido que nos hizo eternos. Mita Marco
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—¿Cómo? —No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Sabes? La culpa es mía por haberte consentido tantas cosas. Tendría que haber sido más duro y recto contigo —dijo, más para sí que para ella—. Debería haberte cortado el grifo, no haberte dado dinero cada vez que llamabas.
—¡No! Tú hiciste lo que hubiese hecho cualquier buen hermano —lo aduló, para intentar que olvidase todo aquello.
—Sin embargo, de los errores se aprende.
Amanda alzó las cejas y lo miró con fijeza.
—¿Qué… qué quieres decir con eso?
—Que se acabó. Ya no voy a salvarte el culo cada vez que lo necesites. —La boca de ella se abrió por el asombro—. No voy a consentir que sigas por ese camino. Por tu bien. Tienes treinta y un años, ya va siendo hora de que tomes las riendas de tu vida.
—¡No jodas!
Alberto frunció el ceño por el vocabulario de su hermana.
—Se acabó el darte dinero y el sacarte de los líos en los que te metes. Se te ha acabado la vida ociosa —dijo con decisión—. Tienes que aprender a valerte por ti misma, buscar un trabajo, estudiar, salir tú sola adelante.
—¡Pero tú tienes dinero de sobra para los dos!
—El dinero se acaba, Amanda —resopló—. ¿Has pensado en eso? ¿Qué vas a hacer cuando yo no esté para ayudarte?
—Pues… —No supo qué contestar.
—Y no me digas que buscarías a algún ricachón con el que casarte, porque te desheredo ahora mismo —le advirtió—. Venga, contéstame, ¿qué harás cuando yo no esté? ¿Cómo te las vas a ingeniar ahora que no voy a darte más dinero?
Ella se levantó de la silla hecha una furia. Miró a su hermano con los labios apretados y dio un golpe en la mesa.
—¡No hace falta que montes todo este numerito! Ya me apañaré yo sola como buenamente pueda, aunque tenga que pedir limosna de puerta en puerta. ¡No quiero ser ninguna molestia para ti!
Alberto suspiró y se la quedó mirando con indiferencia.
—Yo no he dicho que no vaya a ayudarte.
—¡No! Solo me acabas de llamar niña mimada, me acabas de decir que soy una cría para ti —respondió dolida.
—Es que lo eres, para mí, siempre serás la niña pequeña a la que crie. —Rodeó la mesa para llegar a su lado y la cogió por los hombros, con cariño, intentando apaciguarla—. Quiero que te quedes aquí en El árbol. Esta casa es tanto mía como tuya.
—¡Pues deja de decir todas esas cosas sobre mí!
—Vale, lo siento —se disculpó, arrepentido. Le dio un beso en la mejilla y le sonrió. Amanda era su debilidad, siempre lo había sido desde que nació—. Me alegro de que estés aquí, de verdad.
—¿Seguro? —preguntó ella poniendo morritos.
—Sí. —La rodeó con los brazos y empezó a guiarla fuera del despacho, por el pasillo—. Mira, instálate y relájate unas semanas. Después hablaremos sobre tu futuro, ¿de acuerdo?
—Está bien. Pero no quiero que el tema del trabajo vuelva a hacernos discutir —dijo, poniendo carita de lástima.
—Cuando pase un tiempo ya decidiremos lo que hacer —indicó él zanjando el tema.
La hizo pasar a una enorme habitación blanca, con un espléndido ventanal por el que se veían todas las tierras de la plantación. En el centro de aquella estancia, había una hermosa cama con dosel. Era antigua, pero estaba en perfecto estado. Fue hasta ella y acarició la sábana bordada que la cubría, frunciendo el ceño por su inesperada aspereza. A su lado, una mesilla de noche bastante alta, delicada y majestuosa, en la que descansaba una cajita de música algo cuarteada, pero que seguía conservando su belleza. Frente a la cama, un gran armario ropero, tan antiguo como el resto de la habitación, con un espejo en una de las puertas que le devolvía su reflejo algo empañado y con un ligero abombamiento.
—Según me dijeron cuando compré la casa, esta era la habitación de la hija del terrateniente que la construyó. Una habitación digna de una princesa.
Amanda la recorrió con la mirada. Tenía que reconocer que era preciosa. Siempre había tenido predilección por las antigüedades.
—Me encanta.
—Pues es toda tuya. —Le sonrió—. Voy a mandar que te suban las maletas. —Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, pero de repente paró y volvió la vista hacia su hermana—. ¡Eh! Me alegro de que estés aquí, de verdad.
Al cerrar la puerta, dejándola sola en aquella habitación, Amanda rio contenta. Después de todo, las cosas no habían salido tan mal como pintaban en un principio. Viviría con su hermano en aquella propiedad, tendría tiempo libre para hacer lo que le viniera en gana y no tendría que aguantar más que le hablasen sobre futuro ni trabajo. Alberto había dicho que en un tiempo aclararían su situación, pero ella estaba segura de que, con sus mañas y sus artes para la interpretación, podría seguir dándose la buena vida como hasta entonces.
Capítulo 3
Oliver se encontraba sentado en una pequeña terraza, en un bar de San Sebastián de La Gomera. Tomaba un café, mientras esperaba a su contacto, y contemplaba sin mucho interés la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.
A pesar de que siempre le gustó viajar y ver mundo, aquello no le provocaba ninguna emoción. Todas sus ilusiones y sentimientos estaban muertos.
En el pasado, jamás hubiese dejado pasar la ocasión de recorrer aquel pueblo, adentrarse en sus calles y contemplar sus monumentos, pero ya no era el mismo hombre de antes. Lo único que tenía en mente era hacer su trabajo, y hacerlo lo mejor posible. Esa era la forma de poder olvidar, de borrar los recuerdos que lo atormentaban.
Al girar la cabeza, vio acercarse a la camarera del bar, una joven muy bonita, morena y delgada, con una sonrisa contagiosa.
La chica llegó hasta su mesa y dejó la cuenta en ella.
—Espero que le haya gustado nuestro café —comentó con simpatía.
—Estaba bien —dijo él mientras sacaba la cartera de su bolsillo.
—¿Es usted turista? Nunca lo he visto por aquí —se interesó la joven.
Oliver la miró con fijeza, sin percatarse de que tenía el ceño fruncido. No le gustaba que le hicieran preguntas. Y aunque aquella era una mujer preciosa y muy amable, no estaba por la labor de seguir con la conversación.
—Aquí tiene el dinero —farfulló.
Ella se lo quedó mirando, contrariada. Cogió las monedas y le sonrió. Pero antes de marcharse volvió a hablarle.
—Me…