El latido que nos hizo eternos. Mita Marco
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Mauro, que así se llamaba, apenas le habló durante el trayecto, y eso fue algo que agradeció. Estaba cansado del viaje, lo que de verdad le apetecía era dormir.
Cuando llegaron a El árbol ya era de noche, así que Oliver apenas pudo ver nada de aquel lugar.
Caminaron por un sendero empedrado, por la parte de atrás de la casa, y entraron en una enorme edificación de piedra. Dentro se notaba frescor, y era de agradecer pues había hecho un día de lo más caluroso.
En aquel lugar no se escuchaba ni el más mínimo ruido.
Mauro le mostró, de forma escueta, la vieja cocina, la sala donde se reunían a comer y el baño.
Lo acompañó, escaleras arriba, por un pasillo kilométrico, lleno de puertas a su derecha, y le mostró su habitación.
Oliver la miró sin mucho interés, pues no había nada que valiese la pena admirar. En aquel lugar solo había una cama, una mesilla de noche con una pata rota, un armario viejo y una pequeña ventana por la que apenas se podía ver nada.
—Mañana vendré a las seis a por ti. —Mauro bostezó por el sueño—. Hoy es tarde para hablar del caso, pero cuando venga te pondré al día sobre lo que tienes que hacer aquí. No salgas de la habitación hasta entonces, ¿de acuerdo?
—Sí —contestó sin ganas.
Al quedarse a solas, se sentó sobre el lecho. Era incómodo, duro y lleno de bultos. Genial.
No sacó la ropa de su mochila. Estaba tan cansado que decidió dejarlo para el siguiente día.
A pesar de todo, del viaje desde la península, del comportamiento de Marín y de aquella cama tan incómoda, tenía ganas de ver lo que le deparaba aquella misión. Sabía que era peligrosa, sabía que si lo descubrían sería hombre muerto, pero había algo que lo hacía seguir hacia delante. Quizás, en su círculo de amigos y familiares, lo llamasen loco, pero no tenía nada que perder, pues ya lo perdió todo. El árbol era una forma de escapar de su vida, una manera de no tener que recordar todos los días al hombre que una vez fue. Una forma de olvidar que una vez fue feliz.
Capítulo 4
Amanda odiaba a la gente chismosa. No podía evitarlo, era algo que le sobrepasaba. Cada vez que se encontraba con alguien así, la miraba con desprecio y daba media vuelta.
No obstante, ¿qué podía hacer cuando tenía que convivir con ese tipo de personas?
Llevaba dos días en El árbol y, desde el minuto uno, tuvo que hacer frente a miradas envenenadas y cuchicheos a su espalda.
Había hablado con su hermano sobre el tema, pero Alberto se reía y le quitaba importancia.
—Es una mujer mayor, se divierte de esa forma —le decía—. No se lo tomes en cuenta.
—¿Que no lo tome en cuenta? —resopló ella—. Cada vez que me cruzo con ella por el pasillo noto como si me traspasase con la mirada.
—Mira, Amanda, Dolores lleva muchos años conmigo. Incluso desde antes de venir a La Gomera. Puede parecer seria y estirada, pero hace muy bien su trabajo y jamás he tenido una queja sobre ella.
Recordó el gesto severo de la mujer y apretó los labios. La tal Dolores fue desagradable incluso cuando la recibió el día de su llegada.
—Me hace sentir mal, Alberto. No puedo caminar tranquila por la casa.
—¡No seas exagerada! —rio él.
—¡No lo soy! —exclamó enfadada—. ¡Esa mujer es el demonio! Esta mañana la he escuchado murmurar sobre mí. Decía que soy una mantenida, que lo he sido toda mi vida, y que pobre del hombre que acabe conmigo. ¡A eso no hay derecho!
Alberto comenzó a carcajearse.
—Vamos, no le hagas caso. Tiene mucho tiempo libre y lo ocupa en lo que sea.
—Y ahora ha decidido ocuparlo en despellejarme, ¿no?
Su hermano negó con la cabeza y suspiró.
—Mira, tú haz oídos sordos a lo que dice, ya se cansará.
—Claro, pero mientras tanto tengo que estar soportando todo esto.
—Ya verás qué pronto se olvida de ti. Eres la novedad. Cuando pasen unos días, ni se acordará de que vives aquí. —Caminaron por el salón de la casa y salieron al porche, donde corría una ligera brisa—. Le tengo mucho cariño a esa señora, es buena y me quiere como a un hijo. Estoy seguro de que a ti también lo hará.
—No sé yo qué decirte —contestó poniendo los ojos en blanco.
Alberto se miró el reloj de muñeca y chasqueó la lengua.
—Tengo que irme, Amanda. Me esperan en veinte minutos para una reunión.
Ella asintió, acostumbrada a las obligaciones de su hermano.
—¿Cómo va el negocio?
—Muy bien —asintió—. Los plátanos están dando más beneficios de lo que me imaginaba.
—¿Es mejor que tu trabajo anterior?
—Bueno… hay que ir poco a poco. Una finca tiene mucho trabajo —añadió sin querer entrar demasiado en el tema.
—Nunca me dijiste en qué trabajabas antes de mudarte a La Gomera.
—En nada importante, por eso lo dejé —dijo zanjando el tema con rapidez. Le dio un beso en la frente, a modo de despedida, y se marchó a su despacho.
Al quedarse sola, miró a su alrededor y pensó en qué hacer. Necesitaba que le diese un poco el aire. Llevaba dos días encerrada en El árbol y sentía que le faltaba incluso la respiración. No estaba acostumbrada a esa vida apartada de la civilización. Necesitaba movimiento, gente, ir de compras, gastar dinero…
Decidida, cogió las llaves del coche de su hermano y montó en él. Aunque fuese por un par de horas, tenía que salir de la plantación y perder de vista a aquella gente que la miraba como si fuese un parásito.
Oliver escuchaba al capataz con atención.
Aquel hombre era un experto en el cultivo de plataneras. A sus sesenta y dos años, había trabajado en las mejores fincas de las islas, consiguiendo una producción nada desdeñable de plátanos en cada cosecha.
Cuando, esa madrugada, Mauro había ido a por él a su habitación, esperaba que la jornada de trabajo fuese dura, por ser la primera y estar desentrenado en esa labor, pero jamás se hubiese imaginado que aquel oficio lo dejaría hecho polvo.
Antonio, que así se llamaba el capataz, se había apiadado de él y lo había sacado de su puesto inicial en el desmane de las plantas.
—Recuerdo mi primer día de trabajo, fue en una finca de Gran Canaria. Tenía solo doce años —dijo el hombre, mientras le daba unas palmaditas en la espalda, cosa que