El latido que nos hizo eternos. Mita Marco
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Le costó mucho decidirse cuando le propuso irse a vivir juntos. Y cuando lo hizo, fue a regañadientes. Él le aseguró que podría seguir como hasta entonces, que nada cambiaría. Pero no fue así. Desde el primer día que se instalaron, la mentalidad de Samuel mutó. No dejaba de hablar de madurez, de sus continuos gastos en tiendas de ropa, de sus innumerables viajes con sus amigas…
Y sí, sabía que la mayoría de las personas cambiaban al llegar a cierta edad, al independizarse. No obstante, ella se negaba. Ese no era el acuerdo al que había llegado con su, hasta entonces, novio.
Le gustaba el glamour, la vida ociosa, las charlas y risas con sus conocidos. Claro estaba que a todo el mundo le gustaba eso, pero la diferencia era que ella se lo podía permitir. Su hermano le daba dinero cada vez que se lo pedía.
Metida en sus pensamientos, apenas se dio cuenta cuando el coche paró. Reaccionó al escuchar al taxista toser. Le pagó con rapidez y se incorporó del vehículo, arrastrando las maletas tras de sí.
Al levantar la vista, no pudo menos que abrir la boca.
La casa de su hermano en realidad no era una pintoresca casita en medio del bosque. Ante ella se encontraba un enorme caserío blanco de dos plantas, rodeado por una parcela gigantesca repleta de plataneras. Tan grande que le era imposible ver el final.
Hablaba muy poco con Alberto. Así que, cuando le dijo que se iba a dedicar al cultivo de plátanos, y abandonar su principal fuente de ingresos, pensó que había perdido la cabeza.
Al acercarse a la valla, que delimitaba la propiedad, vio que en el muro había unas letras de cerámica.
Las leyó.
—«El árbol». —Puso los ojos en blanco—. Qué nombre más estúpido para una casa.
No tuvo ni que tocar al timbre. Las puertas se abrieron solas.
Al levantar la cabeza, observó las dos cámaras de vigilancia que salvaguardaban el terreno.
Caminó casi doscientos metros por un camino empedrado y bordeado por palmeras desde el que se veía la plantación y a los jornaleros afanándose en su trabajo, hasta que llegó a un gran porche en el que había un cómodo balancín de hierro y mimbre, con mullidos cojines de color blanco.
Se encaminó hacia el portón de madera, por el cual se accedía al interior de la vivienda y, al llegar, este se abrió.
Ante ella apareció una mujer mayor. Era bajita, de complexión delgada, con un moño muy apretado en la nuca y con el semblante serio. La miró de arriba abajo, casi con hostilidad, y se hizo a un lado para que pudiese pasar.
—El señor Alberto la está esperando en su despacho —dijo con sequedad.
Dio la vuelta y comenzó a caminar hacia otro habitáculo.
—No sé dónde está el despacho —respondió Amanda, con las cejas alzadas y extrañada por aquel recibimiento tan frío. ¿Quién era esa mujer y por qué no había ido su hermano a recibirla?
—Segunda planta, tercera puerta a la izquierda —indicó con cansancio. Continuó su camino hasta que desapareció del recibidor.
Amanda miró a su alrededor, antes de emprender el camino hasta el despacho de su hermano, y se fijó en aquel lugar.
Era un espacio enorme, bonito, aunque sobrio, decorado con modernidad, pero sin estropear la belleza de aquel caserón colonial. Era una mezcla extraña, pero agradable. Los muebles de madera oscura otorgaban calidez a aquel amplio recibidor que, junto a las cortinas blancas y a algunas pequeñas palmeras, colocadas estratégicamente, daban la sensación de haber viajado hasta el trópico.
Dejó las maletas allí mismo y subió las escaleras, logrando que el sonido de sus tacones resonase por toda la casa.
La planta superior era igual de impresionante que la inferior. El color de la madera primaba por encima de todo, y apenas había muebles ni adornos en ella.
Encontró el despacho sin problemas. Abrió la puerta, sin tocar antes, y entró en aquella habitación con decisión. La opulencia de aquella estancia la impresionó tanto o más que el resto de la casa. El escritorio era de caoba, antiguo, de patas torneadas y bellos grabados, que admiró nada más poner sus ojos en él. Las paredes, forradas de madera oscura, estaban repletas de estanterías rebosantes de libros, los cuales parecían tan viejos como la misma edificación.
Su hermano se encontraba hablando por teléfono.
Al verla, la saludó con un movimiento de cabeza y le indicó que se sentase en una silla situada frente a él.
Casi no había cambiado nada en los años que había pasado sin verlo. Simplemente, su cabello moreno estaba salpicado por algunas canas, que lo hacían todavía más interesante.
Era un hombre guapo. Las personas que lo conocían siempre comentaban que tenía el porte de su padre. Sus ojos marrones y rasgados, su altura y su forma de fruncir el ceño.
Amanda no podía contradecir aquello, pues casi no se acordaba de su padre. Había muerto cuando ella tenía cuatro años, dejándola a cargo de su único hermano, del que la separaba una diferencia de edad de casi veinte años.
Cuando este colgó el aparato, se quedó mirándola unos segundos y le sonrió.
—¿Qué tal el viaje?
—Largo —se quejó ella—. Podrías haberte ido a vivir a China, ya de paso.
Alberto rio por la contestación de su hermana.
—Qué exagerada eres, son menos de tres horas desde la península.
—¿Y te parece poco?
Se frotó la mandíbula y la miró con interés.
—¿Qué ha pasado para que hayas decidido romper con él de esa forma?
—Lo que pasa es que Samuel me asfixiaba —se quejó, poniéndole morritos a su hermano—. No me dejaba ser yo, quería que me pudriese dentro de nuestra casa.
—¿Seguro? —preguntó sin llegar a creérselo, pues la conocía a la perfección—. Samuel siempre me ha parecido un buen hombre, y lo conozco desde hace más tiempo que tú.
—Ay, Alberto —lloriqueó como la mejor actriz—. No te puedes imaginar el infierno de vida que tenía. Era horrible.
Su hermano se echó hacia atrás en su silla y apoyó la espalda en el respaldo.
—Ya —asintió, mirándola fijamente—. ¿Y no será que eres una inmadura?
Amanda lo miró con los ojos muy abiertos.
—Pero ¿qué…?
—Hablé con él ayer. De hecho, fue Samuel el que