Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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Alain Dulac estaba bastante seguro de que debía de ser una norma escrita, en algún sitio. Mientras intentaba controlar su coche deportivo, en absoluto ideado para esa clase de tiempo, comprobó que la visibilidad era equivalente a cero. Porque, como decía una vieja canción de los años sesenta, en California no llovía, sólo diluviaba.
Y eso estaba ocurriendo. Diluviaba. Como si todo el océano Pacífico hubiera sido absorbido por las nubes negras del cielo que estaban derramando su contenido sobre él. Veía tan poco que ni siquiera sabía dónde estaba. Hasta podría haber dado la vuelta y estar yendo de nuevo hacia Santa Bárbara.
El reloj decía que eran poco menos de las cuatro de la tarde, pero parecía el principio del Apocalipsis. Incluso se oían truenos, otra cosa inaudita en esa época del año.
Los limpiaparabrisas hacían lo que podían pero, indudablemente, estaban perdiendo la batalla. Sólo le daban segundos de visibilidad.
Alain se tragó una maldición cuando el coche rebotó en un charco. Pensó, con rabia, que habría estado bien que el hombre del tiempo hubiera avisado sobre la tormenta el día anterior, o incluso esa mañana. Agarró el volante con más fuerza, como si eso pudiera proporcionarle un mejor control del coche. Si hubiera sabido que el día amenazaba diluvio, habría pospuesto unos días el viaje a Santa Bárbara para conseguir el atestado.
El aspecto saludable de Archie Wallace indicaba que viviría sin problemas hasta el lunes. Con sus ochenta y cuatro años, el ex sirviente, estaba mejor que muchos hombres con la mitad de edad. Alain podría haber esperado para obtener la declaración sin arriesgar su vida y su BMW.
Los labios de Alain se curvaron por primera vez desde que había salido de la casa de Archie. Pensó que no tenía nada de malo aparecer ante las cámaras por un caso importante, le gustaba la idea de estar en el candelero. Hasta ese momento, su único derecho a la fama se debía a ser el hijo menor de Lily Moreau. Su madre, Dios la bendijera, era tan famosa por su estilo de vida como por sus coloridas obras de arte. A veces su vida social obtenía más atención que sus cuadros.
Alain no dudaba que los reporteros que habían asistido a su última exposición estaban tan interesados en el oscuro y guapo jovencito que la acompañaba como en los cuadros expuestos. Kyle Autumn era el protegido de su madre y, por lo que ella decía, el amor de su vida.
Al menos durante ese mes.
El hecho de que Alain y sus dos hermanastros, mayores que él, tuvieran tres padres distintos era testimonio de que Lily amaba con pasión, y de que no solían ser pasiones duraderas.
Era mejor madre que esposa y, por suerte para el mundo del arte, mejor pintora que cualquiera de las otras dos cosas.
Alain no tenía quejas en ese sentido. Había comprendido hacía muchos años que Lily era tan buena madre como podía ser, y Georges y él siempre habían tenido a Philippe. Era el mayor, siempre más padre que hermano, y Alain había aprendido la mayoría de sus valores de él.
En cierto modo, suponía que Philippe había sido el artífice de que se dedicara a la abogacía de familia. Philippe siempre había mantenido que la familia lo era todo.
Era una lástima que los Halliday no lo vieran de la misma manera. El caso al que se enfrentaba estaba a punto de convertirse en el drama familiar del año. Todos se lanzaban acusaciones a diestro y siniestro. Y la prensa amarilla hacía su agosto.
En realidad no era el tipo de caso que Dunstan, Jewison y McGuire solía aceptar. El venerable bufete de más de un siglo de antigüedad se enorgullecía de llevar todos sus asuntos con clase y decoro. Ése, sin embargo, tenía tanta clase como un reality show televisivo.
El problema era la obscena cantidad de dinero en lid. Sólo un santo podría haber rechazado la cantidad que recibiría la empresa si ganaba el caso para la voluptuosa y dolida viuda. El bufete llevaba años manteniéndose en pie por su reputación y poco más; por eso habían contratado a Alain. Era el abogado más joven. El siguiente, Morris Greenwood, tenía cincuenta y dos años. Habían buscado una inyección de sangre nueva, y de dinero, claro.
Alain había llevado el caso Halliday al bufete. Cuando lo ganaran, y lo ganarían, se generaría mucho negocio. Y eso no tenía nada de malo.
Igual que su madre, Alain estaba dispuesto a jugar si hacía falta. No tenía duda de que podía ganar. Ethan Halliday se había enamorado tanto de su joven esposa que, dos meses después de la boda, había roto el acuerdo prenupcial y cambiado su testamento. La joven y núbil modelo de lencería iba a heredar más del noventa y ocho por ciento de la cuantiosa fortuna de Halliday. Ese testamento había robado a los cuatro hijos de Halliday lo que consideraban suyo por derecho. Dos hombres y dos mujeres, todos mayores que la viuda de su padre, estuvieron de acuerdo por primera vez en años: se habían unido contra la malvada madrastra.
Era como un guión de película de serie B. En otros tiempos habría sido un triste cuento de los hermanos Grimm. Y, si estaba en su mano, sería su cliente, la viuda, quien tuviera el final feliz.
«Si vivo para entregar la declaración que he recibido», pensó Alain, cuando el coche volvió a patinar en la carretera.
El viento no ayudaba. Llegaban fuertes ráfagas de repente, que luchaban con él por el control de su vehículo. Volvió a aferrar el volante con todas sus fuerzas, para impedir que el coche saliera despedido de la carretera.
Tenía la sensación de que el viento se había partido en dos, y que cada lado lo empujaba primero en una dirección, luego en otra.
Alain pensó en cómo debería haber ido su día antes de que se iniciara el desastroso temporal. Había planeado ir a ver antigüedades con Rachel para después disfrutar de una cena íntima que llevaría a donde llevara.
Sonrió, a su pesar. Rachel Reed era una gata salvaje en la cama y agradablemente directa y sin complicaciones cuando estaba de pie. Justo como le gustaban las mujeres: diversión sin ataduras. En ese sentido, Alain se parecía mucho a su madre.
Volvió a forcejear con el volante para mantener el rumbo del coche. No tenía ni idea de dónde estaba.
Miró el GPS. Hacía lo que llevaba haciendo durante el último cuarto de hora: parpadear como un adolescente. Estaba fuera de control.
—¿Para qué sirves si no funcionas? —clamó, irritado. Como si respondiera, el GPS se oscureció—. Eh, no te pongas así, lo siento. Enciéndete, ¿vale?
Pero el GPS siguió a oscuras, como el resto del salpicadero. Tampoco la radio ofrecía más que un zumbido de estática.
Alain resopló. Se sentía como el último hombre sobre la faz de la tierra, luchando contra los elementos. Perdido y más que perdido.
Ni siquiera su teléfono móvil tenía cobertura, lo había probado varias veces. La madre naturaleza le había declarado la guerra, a él y a sus dispositivos electrónicos. Como si supiera que sin su ayuda era incapaz de orientarse e iría a la deriva, como una hoja en una galerna.
Llevaba un mapa en el bolsillo de la puerta del pasajero, pero no servía para nada porque sólo cubría Los Ángeles y Orange County. Él estaba por debajo de Santa Bárbara, de camino al país del mago de Oz, o al infierno, lo que llegara antes.
Circulaba a la velocidad mínima, buscando desesperadamente algún rastro de civilización. Había dejado la ciudad hacía un buen rato y sabía que había casas por allí, las había