Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella страница 3
Estaba a punto de rendirse cuando algo se cruzó en su camino. Tal vez un animal. Con el corazón acelerado dio un volantazo hacia la izquierda para evitar a lo que quiera que fuese. Las ruedas rechinaron y oyó el chirrido de los frenos. Salió barro disparado por los aires.
De repente, de la nada, surgió un árbol a su izquierda. Alain sabía que no podía chocar contra él si quería salir de allí con vida.
Pero su coche, al que cuidaba como si fuera un bebé, parecía tener otros planes: unirse a ese árbol. Alain notó que el coche patinaba.
En el fondo de su mente recordó que en ciertos casos lo mejor era girar el volante hacia el lado del derrape, pero todo su cuerpo gritaba que se alejara del árbol para no chocar con él. Así que giró el volante tanto como pudo hacia la derecha.
El horrible ruido de las ruedas, el chirrido del metal y el aullido del viento se unieron en uno. Su compostura habitual lo abandonó y dio paso al pánico. Oyó un golpe.
Y después nada.
Tenía la impresión de que Winchester no había dejado de dar problemas desde el día en que lo encontró en el refugio de animales y decidió adoptarlo. Pero le tenía un cariño especial y le daba bastante manga ancha. De todos los perros que Kayla MacKenna había adoptado, era el que tenía una historia más triste.
Antes de que rescatara al pequeño pastor alemán, alguien lo había utilizado como diana, para práctica de tiro. Cuando llamó su atención, Winchester tenía una bala alojada en la pata delantera derecha y tenía fiebre porque la herida se había infectado. En vez de costear una operación para extraer la bala, el refugio de animales se había limitado a entablillarle la pata. Ella lo encontró cuando hacía su ronda bimensual, pocas horas antes de que lo sacrificaran.
En cuanto insistió en que abrieran su jaula, el perro había cojeado hacia ella y había apoyado la cabeza en su regazo. Kayla no pudo resistirse. Lo había llamado Winchester en honor al famoso rifle utilizado en la conquista del oeste.
Solía visitar los refugios de animales buscando a pastores alemanes que hubieran sido abandonados por alguna razón. Si hubiera podido, se los habría llevado a todos a casa para tratarlos, cuidarlos y prepararlos para que fueran adoptados en buenos hogares. Pero incluso ella, a pesar de su gran corazón, tenía que ponerse límites.
Así que elegía basándose en su infancia. Hailey había sido su primera mascota, una pastor alemán enorme, adorable y atípica. Como perra guardián era un fracaso, pero era tan cariñosa que a Kayla le había robado el corazón el primer día. Sus padres la habían esterilizado, así que nunca tuvo perritos. Pero en cierto modo Kayla consideraba a Hailey la madre de todos los perros que había rescatado desde que acabó la carrera.
Había perdido la cuenta de los perros que había llevado a casa y cuidado hasta encontrar a alguien que los adoptara. Era veterinaria, así que el coste de curar a los animales, con frecuencia maltratados, era nominal.
—Así nunca te harás rica —se había burlado Brett con condescendencia—. Y si esperas que me case contigo, tendrás que librarte de estos perros. Lo sabes, ¿verdad?
Ella, alzando el candil que había sacado para ver algo en la lluvia, pensó que sí lo había sabido, pero no había querido admitirlo. Había conocido a Brett en la facultad. Era guapísimo y se había enamorado locamente de él. Pero al final resultó que había cometido un error de juicio. Él no sería el hombre con quien pasaría el resto de su vida.
Así que se quedó con los perros y se libró de su prometido; sabía que había salido ganando.
El viento cambió de dirección, golpeándola de frente, en vez de desde atrás. Intentó sujetarse la capucha con la mano libre, pero el viento lo impidió. Segundos después tenía el cabello empapado.
—¡Winchester!
El viento le quitó el aire, impidiéndole volver a llamar al pastor alemán.
«Maldito perro, ¿por qué has tenido que escaparte hoy?», pensó. No era la primera vez que lo hacía. Winchester era muy nervioso, seguramente por haber sido maltratado, y cualquier ruido lo incitaba a esconderse.
—¡Winchester, vuelve, por favor! —el viento le devolvió la fútil súplica—. Taylor, tenemos que encontrarlo —le dijo al perro que iba a su izquierda.
Taylor era uno de los perros que había decidido quedarse. Tenía siete años y nadie quería un perro tan viejo. Implicaba un gasto mayor en cuidados sanitarios y más dolor de corazón porque le quedaban pocos años de vida. Pero Kayla pensaba que todas las criaturas de Dios merecían amor, con la posible excepción de Brett.
De repente, Taylor y Ariel, la perra que iba al otro lado, empezaron a ladrar.
—¿Qué? ¿Veis algo? —preguntó a los animales.
Se puso una mano haciendo de visera y alzó el candil con la otra. Entrecerró los ojos para intentar ver algo a través de la lluvia y comprendió la razón de los ladridos de Taylor y Ariel.
Los ladridos de tres perros, porque distinguió la silueta de Winchester. Estaba a un metro del coche color cereza que, desde donde estaba Kayla, parecía estar haciendo lo imposible: trepar a un roble. El morro y las ruedas delanteras estaban a casi medio metro del suelo, sobre el tronco del árbol centenario.
A pesar de la lluvia, Kayla habría jurado que captaba olor a humo. Tras un segundo de parálisis, corrió hacia el coche tan rápido como pudo. La lluvia golpeaba su piel como miles de agujas diminutas.
Casi resbaló cuando llegaba al vehículo. Iluminó el interior con el candil. Consiguió ver la parte posterior de la cabeza de un hombre. El rostro estaba enterrado en el airbag, que se había inflado, como debía, con el impacto.
Kayla oyó un gemido, pero se dio cuenta de que lo había emitido ella, no el hombre.
Winchester saltaba sobre las patas traseras como si quisiera dejar claro que él había encontrado al hombre antes que nadie. Debía de ser la interpretación canina de «Yo lo encontré, ¿puedo quedármelo?».
El hombre no se movía. Kayla se preguntó si estaría inconsciente o…
—Aquí es cuando yo os ordeno que vayáis a buscar ayuda —les murmuró a los perros, intentando pensar—. Si hubiera a quién pedírsela.
Pero no era el caso. Vivía sola y el vecino más próximo estaba a cuatro kilómetros de distancia. Incluso si pudiera enviar allí a los perros, nadie entendería por qué ladraban. Seguramente llamarían a la policía o los ignorarían.
Tenía que ocuparse ella. Dejó el candil en el suelo e intentó abrir la puerta del conductor. Al principio no se movió, pero tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que, milagrosamente, se abrió. Kayla se tambaleó y habría caído sobre el barro si el árbol no lo hubiera impedido. Chocó contra él y la vibración del golpe reverberó por su columna.
Se quedó quieta un momento, intentando recuperar el aliento. Inspirando, miró dentro del coche. El conductor seguía tirado sobre el airbag, sujeto por el cinturón de seguridad. La lluvia empezaba a entrar en el coche, empapando al conductor.
Y él seguía sin moverse.