Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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De repente se le ocurrió que estaba conversando con una mujer cuyo nombre no conocía y que no sabía el suyo. Aunque no era algo tan inusual en su vida, había llegado la hora de las presentaciones.
—Por cierto, soy Alain Dulac.
La sonrisa de ella, a juicio de Alain, iluminaba la habitación mucho mejor que las velas.
—Kayla —dijo ella—. Kayla MacKenna —le vio hacer una mueca de dolor al intentar incorporarse para darle la mano. Con gentileza, apoyó las palmas de las manos en sus hombros y lo obligó a tumbarse de nuevo—. Creo que deberías seguir ahí un rato. Te hiciste una brecha en la cabeza y fisuras en un par de costillas. Te he dado puntos en la frente y vendado el pecho —añadió—. No parece que haya más daños. Hice un reconocimiento con mi escáner portátil.
—¿He de suponer que eres médico? —preguntó él. O eso, o estaba ante un personaje de Star Trek. Kayla negó con la cabeza.
—Veterinaria —corrigió.
—Oh —Alain tocó el vendaje de la cabeza, como si no supiera qué pensar—. ¿Significa eso que de pronto voy a empezar a ladrar o a sentir el impulso de beber agua del inodoro?
Ella se echó a reír. A Alain le pareció una risa de lo más sexy.
—Sólo si quieres. Las reglas básicas de la medicina son las mismas, ya se trate de animales o humanos —le aseguró—. Hoy en día ya ni siquiera matan a los caballos cuando se rompen una pata.
Él hizo intención de moverse, pero se detuvo cuando ella lo miró con dureza.
—¿Por qué no descansas mientras voy a ver si encuentro algo de mi padre en el ático?
Sin que él lo notara, la jauría de perros se había cerrado a su alrededor. Daban la impresión de mirarlo con suspicacia, o eso le parecía a él. Eran siete en total, siete pastores alemanes de distintos tamaños y colores: dos blancos, uno negro y el resto negros y dorados. Ninguno de ellos, excepto el más pequeño, que tenía una pata escayolada, tenía aspecto amigable.
—¿Crees que es seguro dejarme solo con estos perros? —le preguntó Alain a Kayla.
—No les harás daño. Confío en ti —sonrió ella.
—Sin ánimo de ofender, no pensaba hacerles daño. Me preocupa que decidan que no han cenado suficiente —dijo, sólo medio en broma—. La supervivencia del más fuerte y todo eso.
—No te preocupes —le dio una palmadita en el hombro, que era lo mismo que hacía con los perros para tranquilizarlos—. No te han confundido con un macho alfa invasor —los miró y comprendió que para un extraño podían resultar intimidantes—. Si hace que te sientas mejor, me llevaré a algunos conmigo.
—¿Qué te parece llevártelos todos? —sugirió él.
—No te gustan los perros —afirmó, más que preguntó, ella. Se sentía un poco decepcionada por eso, aunque no sabía por qué.
—Los perros me gustan —contradijo él—. Pero preferiría estar de pie, no tumbado como si fuera el último plato del menú.
—Vale, entonces vendrán conmigo —aceptó ella, suponiendo que era comprensible que estuviera nervioso—. Sólo te dejaré a Winchester —dijo, señalando al perro más pequeño.
Ése parecía bastante amistoso. Pero Alain sintió curiosidad por la elección.
—¿Por qué? ¿Es porque se ha roto una pata?
—No se rompió la pata —corrigió ella—. Alguien le dio un tiro. Pero he pensado que podríais crear un vínculo, Winchester fue quien te encontró —aclaró. Salió de la habitación con los perros pisándole los talones.
Un minuto después de que Kayla saliera de la habitación, él comprendió que ella se equivocaba. Winchester no lo había encontrado; había sido el responsable de su súbita e inesperada fusión con el roble.
Pero ya era tarde para decírselo.
Capítulo 3
La puerta del ático crujió al abrirla. Kayla se detuvo en el umbral un momento, observando las sombras que creaba el candil en la habitación.
Ariel le golpeó el muslo con la cabeza, como animándola. Kayla tomó aire y entró.
Hacía mucho tiempo que no subía allí. No porque la asustaran las arañas, grillos y todo tipo de insectos que se refugiaban allí. No tenía problemas con ninguna de las criaturas de Dios, por desagradables que algunas pudieran parecerles al resto del mundo. Lo que le impedía subir era el dolor de los recuerdos agridulces.
El ático estaba lleno de muebles, cajas de ropa, trastos y tesoros personales de gente que hacía mucho que había dejado ese mundo. Sin embargo, era incapaz de tirarlas o donarlas. Limpiar la habitación y librarse de todo le parecía una especie de violación. Pero aunque era incapaz de separarse de las pertenencias de sus padres y abuelos, subir allí y recordar a personas que ya no formaban parte de su vida diaria le resultaba extremadamente difícil.
Kayla atesoraba las huellas que habían dejado en su vida, pero odiaba recordar que ya no estaban. Que esa gente que había llenado su infancia y adolescencia de felicidad ya no pudiera compartir su vida.
Tal vez, si siguieran vivos, no habría pasado por ese terrible periodo en San Francisco…
Los seis perros, como si percibieran sus sentimientos, se habían quedado inmóviles en las sombras, esperando a que hiciera lo que fuera que tenía que hacer.
Kayla inspiró profundamente y sintió el cosquilleo del polvo en la nariz.
Una antigua máquina de coser Singer, que había pertenecido a su bisabuela, ocupaba un rincón como una gran dama, presidiendo sobre todo lo demás. La caña de pescar de su abuelo estaba en otro rincón, cerca del juego de palos de golf de su padre, perfectamente conservados bajo las fundas de punto que había tejido su madre.
Junto a los palos de golf había un aparato de musculación que había sido de su madre. La madre de Kayla se había enorgullecido mucho de mantener en forma su cuerpo perfecto. Utilizaba la máquina a diario. Kayla apretó los labios para contener las lágrimas que llenaron sus ojos. Al cáncer le había dado igual el aspecto exterior y la había devorado por dentro, dejando a Kayla sin madre a los dieciséis años.
A los veintidós se había quedado huérfana.
En la actualidad, su familia eran los perros.
«Estás poniéndote sensiblera. Déjalo ya», se ordenó.
Inspiró de nuevo, soltó el aire lentamente y fue hacia un gran baúl que había en el rincón opuesto al que ocupaba la máquina de coser. El baúl tenía su propia historia. Su abuelo había viajado de Irlanda con todas sus posesiones en ese baúl. Cuando desembarcó en Nueva York, descubrió que alguien había saltado los cierres y sacado todo su contenido. Seamus MacKenna se había quedado con el baúl, jurándose que un día lo