Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie Ferrarella
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—Bueno —les dijo a los perros—, ahora viene lo difícil. En momentos como éste, un trineo sería muy útil.
Winchester ladró animoso y la miró con adoración. Al fin y al cabo, ella era su salvadora.
—Es fácil para ti darme ánimos. Allá vamos —rezongó. Agarró las esquinas de la lona y, tirando de ellas, emprendió el lento y pesado viaje. Rezó porque el hombre, boca arriba, no se ahogara por el camino.
Lo primero que notó Alain cuando abrió los ojos fue el peso de un yunque sobre la frente. Parecía pesar miles de kilos y una banda de diablillos bailaba encima de él, dando martillazos sin cesar.
Lo segundo que notó fue el roce de las sábanas en la piel. En casi toda su piel. Estaba desnudo bajo el edredón de plumas azul y blanco. O cerca de estarlo. Sin duda, sentía una sábana bajo la espalda.
Parpadeando, se esforzó por enfocar los ojos.
¿Dónde diablos estaba?
No tenía ni idea de cómo había llegado allí, ni por qué. Tampoco sabía quién era la mujer de las bonitas caderas.
Alain parpadeó otra vez. No eran imaginaciones suyas. Había una mujer de espaldas a él, una mujer con caderas suntuosas, inclinada sobre una chimenea. El resplandor del fuego y un puñado de velas repartidas por la gran habitación de aspecto rústico eran la única luz.
«¿Por qué no hay electricidad? ¿Estaré viajando en un túnel del tiempo?».
Nada tenía sentido. Alain intentó levantar la cabeza y se arrepintió de inmediato. El golpeteo que sentía se multiplicó por dos.
Automáticamente, se llevó la mano a la frente y tocó un montón de gasa. La recorrió con los dedos, preguntándose qué había ocurrido.
Curioso, alzó el edredón y la sábana y vio que aún llevaba puestos los calzoncillos. Había más vendajes rodeando su pecho. Empezaba a sentirse como un personaje de tebeo.
Abrió la boca para llamar la atención de la mujer, pero no pudo decir nada. Carraspeó antes de volver a intentarlo y la mujer oyó el sonido.
Se dio la vuelta, al igual que los perros que la rodeaban. Alain comprendió que había estado poniendo comida en varios cuencos.
Al menos no iban a comérselo a él. «Aún», se corrigió con ironía.
—Estás despierto —dijo la mujer complacida, yendo hacia él.
La luz del fuego iluminaba las ondas pelirrojas que enmarcaban su rostro. Se movía con fluidez y gracia. Como alguien que se sentía cómoda dentro de su piel. Y no tenía por qué no ser así. La mujer era una belleza.
Volvió a preguntarse si estaría soñando.
—Y desnudo —añadió él.
Los labios de ella se curvaron con una sonrisa traviesa. Él no supo si se había sonrojado o si el tono rosado de sus mejillas se debía al fuego. En cualquier caso, era cautivadora.
—Te pido disculpas por eso.
—¿Por qué? ¿Te has aprovechado de mí? —preguntó él, divertido, aunque aún confuso.
—No estás desnudo —señaló ella—. Y prefiero a los hombres conscientes —después se puso seria—. Tu ropa estaba húmeda y embarrada. Conseguí lavarla antes de que se fuera la luz —señaló las velas—. Ahora mismo está colgada en el garaje, pero no se secará hasta mañana. Si acaso.
Él estaba acostumbrado a los apagones eléctricos, solían durar unos minutos.
—A no ser que vuelva la electricidad.
La pelirroja movió la cabeza y su pelo flotó alrededor de su rostro como una nube al viento.
—Lo dudo mucho. Por aquí, cuando se va la luz no es a corto plazo. Con suerte, la electricidad volverá mañana a mediodía.
Alain miró el edredón que lo cubría. Incluso ese leve movimiento le causó dolor.
—Bueno, aunque sea una opción intrigante, no puedo estar desnudo tanto tiempo. ¿Podrías prestarme ropa de tu marido hasta que la mía se seque?
—Eso no va a ser nada fácil —contestó ella, con un brillo divertido en los ojos.
—¿Por qué?
—Porque no tengo marido.
Él tenía la sensación de haber visto a alguien con impermeable y capucha antes.
—¿Compañero? —sugirió. Al no recibir contestación, insistió—: ¿Hermano? ¿Padre?
—No, ninguna de esas cosas.
—¿Estás sola? —preguntó él, incrédulo.
—Ahora mismo tengo siete perros —le dijo, con una sonrisa traviesa—. Nunca, en ningún momento del día o de la noche, estoy sola.
Él no entendía. Si no había nadie más en la casa…
—Entonces, ¿cómo me has traído? No pareces lo bastante fuerte para haberlo hecho sola.
Ella señaló la lona que había extendido ante la chimenea para que se secara.
—Te tumbé en eso y te arrastré hasta aquí.
Él tuvo que admitir que estaba impresionado. Ninguna de las mujeres que conocía habría intentado siquiera hacer algo así. Lo habrían dejado bajo la lluvia hasta que pudiera moverse por sí solo. O hasta que se ahogara.
—Una mujer con recursos.
—Me gusta creer que lo soy.
Y como tenía recursos, su mente no paraba nunca. Se centró en el problema de tener a un hombre casi desnudo en el salón.
—Creo que hay un viejo peto vaquero de mi padre en el ático —dijo Kayla. Empezó a ir hacia la escalera, pero se detuvo. Miró al hombre que había en el sofá con una expresión escéptica en los ojos verdes.
Alain se preguntó qué estaría pensando. Y por qué lo miraba dubitativa.
—¿Qué?
—Bueno… —Kayla titubeó, buscando una forma delicada de decirlo, a pesar de que su padre había fallecido unos cinco años antes—. Mi padre era un hombre bastante grande.
—Yo mido un metro ochenta y cinco —apuntó Alain, que seguía sin ver el problema.
Ella sonrió y, a pesar de la situación, él sintió una atracción magnética, como si alguien le hubiera echado un lazo y tirara de él.
—No,