Feminismo Patriarcal. Margarita Basi

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Feminismo Patriarcal - Margarita Basi

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y que, en un momento de nuestra existencia, ya no nos sirven.

      Sin embargo, es tal el miedo que enfrenta a unos y a otros, es tal la pugna por demostrar qué grupo es el más válido, competente, inteligente, justo… que en esta lucha sin fin ni sentido el ser humano pierde parte de su humanidad al vivir amedrentado y apegado a ciertos valores y atributos que le fueron asignados al nacer y que, en el mejor de los casos, ya nada tienen que ver con él, con la época en la que vive, con sus verdaderos anhelos y deseos. Y es tal el temor a que lo excluyan del grupo y el beneplácito ficticio con el que este le corresponde cuando individuos de otro colectivo atacan sus valores o intereses que vive atemorizado más que orgulloso de ser parte diferencial del grupo. Porque sabe, en el fondo de su conciencia, que es un esclavo de un poder que decide por él y que, en cuanto se le ocurra alzar la voz o discrepar de alguna de las conductas identitarias establecidas como «normativas», será lanzado al abismo de la solitud, le harán sentir un fracasado y será la comidilla del grupo, que lo mirará con vehemente prepotencia e incluso agresividad por considerarlo un despojo social. Y tan solo por haber elegido pensar por sí mismo.

      El problema reside en el marco y el entorno en el que la masculinidad hetero ha decidido, por sí misma y sin consultar a nadie más que a sus propios intereses, las reglas y la normativa en la que hay que expresar la identidad personal.

      Todo ello con una reglamentación y una base ideológica tan arraigada a nuestro ADN como esta. Después de más de 20 000 años de patriarcal dominación, seguimos creyendo en la «naturalidad» del binomio masculino y femenino con todos los atributos culturales y artificiales que estos conllevan y con los que el sistema nos ha convencido durante este periodo de que nacer con sexo de mujer implicaba automáticamente sentir unas pulsiones específicas con las que ya jamás nos liberaríamos. Pero además —y ahí la perversidad del engaño—, esas cualidades y rasgos femeninos adquiridos por nacimiento serían proclives a la dependencia, a la debilidad física, a la apatía existencial, al poder de sacrificio, a la frigidez, al cuidado y atención al prójimo… Y, sobre todo, a la incapacidad natural de la conquista y de la agresividad, atributos imprescindibles para la supervivencia de la especie.

      Así, la mujer ha ido moldeando su ser en la dualidad de la pasión sexual versus la devoción familiar, por poner un ejemplo de la dicotomía existencial con la que la fémina lleva soportando miles de años la manipulación masculina de su identidad. ¿Hasta cuándo aguantará? Los modelos a los que los intelectuales se refieren como binarios, universales, naturales y biologicistas (en los que se continúan perpetuando los roles y pensamientos masculinos y femeninos) son los principales causantes no solo de la decadencia en valores de identidad saludables para los heteros, sino para el resto de las personas de otros colectivos identitarios.

      Unos, los heteros, acatan, siguen, perpetúan… Otros, los LGTBI, se rebelan, rechazan y devienen en el reverso opuesto del modelo categórico. Sin embargo, pocos de ellos se dan cuenta de que no están del todo libres del adoctrinamiento hetero (como muchas lesbianas que se autodefinen «no mujeres»). No lo están en absoluto.

      Quien ha superado un trauma o una actitud violenta de opresión contra su voluntad, no actúa de la misma forma, alegando querer destruir todo lo que huela a heterosexualidad y censurando al tiempo cualquier otra forma de expresión que se aleje de sus creencias; simplemente porque está repitiendo el mismo patrón opresivo y violento de sus opresores.

      Es necesario revisar los patrones de identidad hetero y así poder desechar aquellos que ya no son necesarios ni sanos para la expresión de una identidad libre, ambigua y que fluya sin límites dentro y fuera de la masculinidad o feminidad impuesta. Porque, como expresión humana, la identidad tiende a ser creativa y, por tanto, mixta, alternando modos masculinos y femeninos (por llamarlos de alguna manera) dependiendo del estado de ánimo, la experiencia del momento, etc.

      Utilizo el término «revisar» y no «destruir» porque es vital analizar bien todos los atributos asignados a la masculinidad y a la feminidad con el fin de desentrañar, quizá, algún rasgo, cualidad o valor original y primigenio que pueda no estar manipulado y valga la pena apropiarse de él y utilizarlo a nuestro favor, a favor de todos.

      A veces, no se trata de si las conductas son problemáticas o censurables, sino del entorno y las creencias que imperan en ese ambiente que las vuelve nocivas. La agresividad en sí misma no es ni mala ni buena, dependerá del contexto en el que se exprese para calificarla de aceptable o no, porque actuar violentamente contra quien nos quiere atacar es supervivencia. Estos sentimientos me han llevado a explorar las creencias con las que nuestro sistema de valores hetero nos ha dirigido y domesticado, induciéndonos a la adquisición de modelos de identidad perlados de pseudoverdades y con las que el mismo sistema patriarcal ha conseguido influir en las personas con el fin de obtener un comportamiento óptimo de ellas para engrasar la maquinaria política y económica en su único beneficio. Y esto ha sido así desde el fin de la prehistoria.

      He sentido mucha rabia por haber colaborado durante muchos años de mi vida a alimentar la voraz maquinaria heteropatriarcal. Me resigné a seguir soportando desplantes e insinuaciones sobre mi capacidad y competencia femenina por ser borde (también soy simpática, pero solo cuando no me siento cuestionada por mi imagen de mujer), brusca y sin filtro a la hora de dar mis opiniones y, sobre todo, por ser promiscua (etiqueta que la heteromasculinidad te cuelga si no tienes pareja estable y mantienes relaciones sexuales con quien te apetece). En cambio, no establece ningún término peyorativo para la mujer que permite que su pareja la utilice para tener sexo, solo porque no quiere que él se canse y lo acabe perdiendo, o como pago por los obsequios y atenciones materiales que este tiene con ella.

      De ahí que no sea más benevolente o complaciente ni con los hombres ni con las mujeres. Ambos nos hemos devorado y dañado mutuamente. La heterofémina no es una víctima mientras tenga capacidad de defenderse de la violencia de su agresor a través de entrenar su cuerpo para la violenta defensa y protegerse junto a mujeres y hombres que secunden nuevos valores antimachistas.

      El heterohombre no es un animal con sed de poder y sexo a quien hemos de aniquilar si queremos solucionar nuestros problemas femeninos, a pesar de que muchas mujeres quieran colgarle esos atributos para seguir perpetuando su papel de frígidas, víctimas o vengativas.

      Pero, mientras nosotras no cambiemos nuestros hábitos de conducta y relación con los hombres, estos no se sentirán obligados a dejar atrás ese tipo de identidad.

      Sin embargo, nada de esto será nunca posible si antes las heteroféminas (y otros colectivos) no abandonan su dependencia y apego a la normativa y a la política heteropatriarcal a la que muchas siguen conscientemente ancladas.

      Revisar esas motivaciones, tanto heteromasculinas como heterofemeninas, es vital para denostar conductas nocivas, pero también para mantener aquellas originales y primigenias que yacen bajo muchas capas de manipulación y que quizá valdría la pena rescatar.

      Hace ya catorce años comencé a despertar del limbo heteromasculino en el que había permanecido abducida y, poco a poco, mi identidad fue evolucionando. Curiosamente, me encontré más próxima a la niña rebelde, curiosa y algo vehemente (reacción propia de quien se siente manipulado o sometido para ser alguien que no ha elegido libremente ser) que en un tiempo fui que a la mujer madura, complaciente y políticamente correcta con la que mi entorno se congratulaba.

      Acabo concluyendo este modesto ensayo con los tres arquetipos femeninos más repudiados y temidos en toda la historia de la humanidad, y que, precisamente por el rechazo que suscitan, son las únicas inspiraciones válidas que se me ocurren para el renacimiento femenino en general: la Bruja, la Amazona y la Promiscua.

      INTRODUCCIÓN

      Este no es un ensayo sobre las identidades, al menos el lector no va a encontrar en estas líneas un tratado completo y riguroso que reúna conocimientos biológicos, culturales,

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