Feminismo Patriarcal. Margarita Basi

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realmente, aceptando cualidades y defectos, así como atrevernos a relacionarnos con los demás desde la verdad, a veces incómoda o dolorosa, no hay más opción que cultivar nuestra identidad interna y expresarnos a través de ella siempre que podamos.

      Con la identidad externa, las apariencias, las máscaras, las ideologías, las creencias y la doble moral llegaremos lejos, sin duda, y más en esta sociedad binaria y heterocéntrica de cultura hipócrita. Sin embargo, nunca estaremos seguros de saber quiénes somos en realidad y hasta dónde podemos llegar. Ni tampoco estableceremos relaciones originales, estimulantes y sanas con los demás.

      A partir de esta idea, trato de hilvanar una correspondencia entre estas vías de conocimiento propio (externa e interna) y la idea o concepto de masculinidad y feminidad heterosexual.

      Es a este último colectivo a quien dedico especialmente mi estudio, aunque sé que debería encontrar otro vocablo que se ajustara mejor a la idea de identidad masculina y femenina heterosexual, por resultar estos ambiguos y pasados de moda al no considerarse ya como modelos representativos de identidad.

      Sin embargo, son los únicos que tenemos porque nadie ha inventado otros aún. De hecho, todas las demás formas de expresión de identidad fuera del alcance del binarismo masculino-femenino son representaciones aparentemente y en su superficie nuevas, pero que son nutridas de manera inevitable por los atributos masculino y femenino que siempre han existido.

      De ahí mi intención de no «erradicar» por ahora (como sí apuesta el feminismo radical o el colectivo de lesbianas) esos vocablos y darles un voto de confianza a la espera de, a partir de ellos y de sus mensajes sin duda impostados y politizados, descubrir si alguno sigue siendo beneficioso y a partir de él crear nuevos, más acordes con nuestras propias y genuinas creencias emocionales e internas.

      Es decir, revisando el origen y la idea que sustenta una conducta que se basa en el dominio, en la manipulación o en el sometimiento del otro y, si así es, despreciarla hasta ridiculizarla. Pero, en mi opinión, antes de eliminar cualquier vestigio de machismo patriarcal en nuestros aún vigentes modelos de identidad heterosexual, es imprescindible hacer este proceso consciente de análisis y limpieza. En caso contrario, podrían regresar con más virulencia.

      Vivimos en una cultura que, afortunadamente, ya da señales de querer deshacerse de conceptos demasiado encorsetados y binarios como lo son «lo femenino» y «lo masculino».

      Ahora bien, ¿sería lícito preguntarse si las identidades llamadas LGTBI y demás formas «de ser» no heterosexuales están exentas de representar algún tipo de cliché o prejuicio tan solo porque son relativamente nuevos modelos de identidad que transgreden otros más antiguos?

      ¿Qué es lo que lleva a unos atributos, cualidades, conductas y creencias varias a reunirse en un modelo de expresión personal dando forma a un estilo propio de identidad?

      Son muchas las causas, obviamente. Una de ellas podría ser consecuencia de la decadencia natural que sufre un modelo de identidad que, después de siglos de permanencia, requiere ser sustituido o reformado, llevado por la necesidad creativa y emocional de sustituirlo y transgredirlo.

      ¿Y no representan también las identidades no hetero distintos modelos, cada uno con sus idiosincrasias particulares, pero a la vez conjuntas?

      ¿Por qué entonces se hacen llamar por un término que las identifica como tales? Entonces, ¿los términos «feminidad» y «masculinidad» deberían significar algo también?

      ¿Por qué hay casos de conflictos entre transgéneros que no perciben de igual manera la forma en que cada uno expresa su identidad?

      Por no mencionar (daría para otro ensayo) la pugna existente entre colectivos trans y lesbianas por considerar, algunas de ellas, que un trans o una trans ha claudicado al modelo heterocéntrico machista al adaptar (y en muchos casos amputar) partes de su cuerpo para encajar en el modelo masculino o femenino que establece el patriarcado.

      El ser humano necesita poner etiquetas a sus emociones, ideas, sentimientos… Y eso está bien, pues así expresa su condición de animal pensante. Sin embargo, al hacerlo, olvida a veces su capacidad creativa y ambigua, aquella que lo impulsa a curiosear, a probar y a explorar la vida sin que estas actitudes lo obliguen a elegir una sola de las opciones y aferrarse a ella para siempre.

      Por esta razón, lo verdaderamente importante en estas cuestiones es ser conscientes de que, cada vez que etiquetamos un comportamiento o una ideología, estamos cerrando inconscientemente una parte de nuestra mente a la posibilidad no solo de integrar a cualquiera en ella, sino de que puedan coexistir al mismo tiempo y en una misma persona dos o tres o más tipos de modelos de ser.

      Espero que en un futuro no muy lejano las personas deambulen por las calles, se diviertan en los bares, paseen a sus perros y hagan su vida con normalidad sin fijarse en si los individuos con los que se cruzan por la calle son hombres o mujeres, ni siquiera si son transgénero o andrógenos… Entre otras razones, porque no habrá forma visible de saberlo. Y que lo que realmente importe de la relación con los demás sea la atracción hacia lo diferente, la bondad, los sentimientos, la empatía, la fraternidad, las pulsiones creativas y la avidez de aprender y conocer el interior de una persona.

      El futuro y el sentido común parecen indicarnos que hay que huir de los ideales sexuales y de género para así poder construir, cada uno, una identidad propia y original basada en nuestro sentir y emociones internos más que continuar condicionados a reproducir una identidad concreta tan solo por haber nacido con unos atributos sexuales masculinos o por verse influenciado a tener que expresar el ideal de macho o fémina que siguen tan latentes en nuestra sociedad, si uno no quiere verse aislado y menospreciado por no hacerlo.

      Pero ¿cómo vamos a poder elegir qué cualidades o valores se ajustan más a nuestro modo de sentir y a nuestra identidad si no tenemos referentes sanos y libres que nos guíen?

      Porque, como diría Sócrates o Platón, es difícil ser buena persona si previamente no hemos interiorizado la «idea», el «concepto» que la bondad suscita.

      ¿Cómo vamos a poder hacernos con un nuevo y óptimo modelo de identidad si los referentes que tenemos tanto de masculinidad como de feminidad están caducos, son retrógrados, rancios, repletos de prejuicios y, sobre todo, ficticios, fruto de una creencia que nada tiene de natural ni biológica?

      Todos nosotros pertenezcamos a cualquier tipo de colectivo (hetero, LGTBI, andrógenos…) o no, somos sensibles a esos referentes de algún modo.

      Así pues, es lógico pensar que un análisis de estos «ideales» con el que desentrañar los orígenes, la historia, los privilegios que aún los mantienen vivos, los inconvenientes que los provocan y los poderes que los sustentan… los identificaría para luego desechar aquellos principios tóxicos y perversos que los alimentan y dejar, si es que así sucede, aquellos que pueden ayudarnos a construir identidades responsables y libres. Sería fundamental.

      En primer lugar, en este trabajo he utilizado únicamente una muestra de población: la heterosexual, porque es precisamente en las relaciones de identidad aparentemente normalizadas y estandarizadas como estas

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