Feminismo Patriarcal. Margarita Basi
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Hay que destruir todas las categorías de sexo en todas las ciencias que las utilizan.
El lenguaje ha sido una poderosa herramienta opresora y manipuladora del heteropatriarcado con la que servirse el psicoanálisis, la intelectualidad filosófica ilustrada y el pensamiento hetero en general para categorizar de natural, diferente, de ideal femenino, etc., a la mujer como producto de la supremacía del hombre, sin el cual no existiría como tal. En eso coinciden los heteropatriarcales y las lesbianas.
El opresor oprime a todos los individuos y grupos identitarios. Cuanto más pretendemos conceptualizar, abstraer e idealizar (en el sentido de condensar y reducir en un símbolo) una conducta con el fin de desentrañar toda su potencialidad y trascendencia, más la distorsionamos en muchas ocasiones. La emborrachamos y la perdemos en algún lugar recóndito de nuestra privilegiada mente intelectual y luego, ya cansados por el tremendo esfuerzo de síntesis conceptual que hemos llevado a cabo, olvidamos lo más importante: darle forma y transformarla en acción. Y, lo más peligroso en ese tamizado cognitivo: despojamos la idea de su carga emocional y sentimental.
Claro que si lo hiciéramos así, ya no podríamos seguir escondiéndonos detrás de los insondables vericuetos de nuestra mente improductiva, aquella que nos protege del daño que podría causar a nuestro inflado ego (por tantas horas dedicadas al ininterrumpido estudio del saber) llevar a la práctica los conceptos abstractos que tan bien se nos dan.
Porque nos daríamos cuenta de que, probablemente, al materializar nuestras ideas, estas ya no serían tan perfectas como cuando permanecían impecables y claras en nuestra mente, siendo plausible que, al tratar de hacerlas realidad, estas se desmoronaran como una torre de naipes. Y es que, hasta que no damos forma física a nuestras brillantes ideas, no descubrimos el verdadero conocimiento y potencial que estas encierran. Ni conocemos nuestra verdadera identidad.
Por esta razón, son pocos quienes se definen por sus obras más que por sus ideas. Y lo gracioso del caso es que nos atraen más los conceptos simbólicos que representan un comportamiento virtuoso y excelso, porque creemos que, simplemente integrándolos en nuestra escala de valores, ya nos convertimos en lo que representan, más aún que las acciones de quienes surgieron esas ideas.
Pretendemos arreglar el mundo y sus injusticias a golpe de intelecto, acción imprescindible y muy loable como paso previo, olvidándonos de experimentar diferentes comportamientos y conductas hasta dar con alguna que nos haga sentir identificados con la idea original.
Aunque habrá que tener previamente asumido que, al dar forma y sustancia a nuestra idea, esta perderá irremediablemente parte de su encanto, misterio y virginidad inicial. Quizá por ello nos gusta más elucubrar que actuar. Precisamente porque mientras nos identificamos solo con las ideas nos sentimos dioses, pero al materializarlas nos sentimos solo humanos.
CAPÍTULO 2
¿EXISTEN DIFERENCIAS GENÉTICAS ENTRE EL CEREBRO MASCULINO Y FEMENINO?
Parece que la ciencia empieza a cuestionar, e incluso a rechazar, la creencia de que las pequeñas diferencias morfológicas entre los cerebros masculinos y femeninos sean las responsables de las distintas formas de conducta y percepción que tienen hombres y mujeres sobre las mismas experiencias.
Muchos de los estudios científicos que confirmaban que ellos tenían más materia gris y ellas más materia blanca en el cerebro, o que la mayor cantidad de testosterona hacía que los hombres fuesen más propensos a la agresividad, o que el cerebro femenino tuviera más actividad en el área responsable de la gestión de las emociones, del estado de ánimo y de las habilidades sociales, no eran más que simples anécdotas sacadas de contexto debido a haber utilizado para esa investigación muestras pequeñas de población y, en algún caso, haberlo hecho con personas psíquicamente enfermas; incluso, alterando los resultados por haber mostrado solo los casos que hacían coincidir esas diferencias con un sexo determinado.
El caso más polémico fue el del genetista británico Angus Badel, quien en 1948 constató que las diferencias entre los cerebros masculinos y femeninos hacían que ellos estuviesen predeterminados biológicamente a ser más promiscuos y ellas a buscar la estabilidad en el hogar y cuidado de los hijos. Esa teoría nació a partir de un experimento realizado con moscas. Años más tarde, al revisar los datos y las conclusiones de esa investigación, se descubrió que Badel había desechado los resultados que contrariaban su preconcebida teoría y mostrado únicamente los que la avalaban.
Actualmente, la comunidad científica coincide en que, a pesar de las obvias diferencias morfológicas (incluso las que determinan que ciertas zonas cerebrales en hombres y mujeres sean más o menos proclives a una actividad neuronal), estas son mínimas y ni mucho menos causantes de los comportamientos estereotipados con los que seguimos identificando el rol femenino y masculino como formas identitarias y no como meras conductas adquiridas a través de una educación sexista que atribuye unos hábitos femeninos a ellas y otros masculinos a ellos.
Así lo aseguran Gina Rippon, neurocientífica de la Universidad Aston (Birmingham) en su libro The Gendered Brain; Mara Dierssen, neurocientífica de la Universidad Pompeu Fabra; o Cordelia Fine, de la Universidad de Melbourne, que en su libro Testosterona Rex utiliza el término «neurosexismo» para desenmascarar las ideas sexistas que se esconden bajo teorías que pretenden demostrar que las desigualdades cerebrales entre féminas y varones son las causantes de las distintas inclinaciones conductuales en ellos.
Como ejemplo de esta tendencia, hay que recordar un estudio reciente basado en esos sesgos sexistas y no en una rigurosa investigación científica, que aseguraba que la razón de que ellas tuvieran sueldos más bajos no era otra que la de poseer un cerebro poco activo en zonas que estimulan la competitividad, la capacidad de asumir riesgos y la de negociación. Este absurdo estudio fue, curiosamente, avalado por la CEOE que, de este modo, se quitaba un marrón de encima. «No lo decimos nosotros, sino la ciencia».
Creo que las mujeres, por la educación recibida y por no tener tanta testosterona, quizá somos mejores mediadoras en conflictos gracias a ser más empáticas y mejores en habilidades sociales, cualidades imprescindibles en toda negociación.
Finalmente, los últimos estudios científicos asumen que las diferencias cerebrales en los distintos sexos son mínimas y poco determinantes en los papeles y roles (la mayoría estereotipados) y que poco tienen en común con la verdadera identidad personal, sea de un hombre o de una mujer. Es muy posible, afirman los científicos, que del mismo modo que el cerebro de un bebé o de un niño se adapta y moldea según sean sus experiencias de la primera infancia, también es muy probable que los cerebros humanos fuesen en un inicio completamente iguales y estar predispuestos a activar de la misma forma las distintas áreas cerebrales. Sin embargo, como seres plásticos e influenciables, hemos ido transformando y adaptando nuestros cerebros en función de las experiencias vividas y, sobre todo, por la educación cultural recibida.
Es lógico pensar, por tanto, que una herencia patriarcal de miles y miles de años haya hecho mella en nuestros originarios y primitivos cerebros. Entonces, solo queda pensar en una reconstrucción a la inversa. Si las condiciones externas fueron la causa de la diferenciación cerebral de unos idénticos cerebros, independientemente del sexo al que pertenecieran, un cambio de creencias en los prejuicios y en los hábitos adquiridos bastaría para modificar de nuevo esas posibles diferencias cerebrales.
Sea como sea, lo que es cierto es que no podemos dejar de ser quienes desconocemos ser. Es decir, si no soy consciente a todos los niveles (físico, mental, emocional y espiritual) de mi forma de comportarme, de pensar, de actuar y sentir, o de si esta me complace o satisface