Feminismo Patriarcal. Margarita Basi

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Feminismo Patriarcal - Margarita Basi

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y fraternal?

      Para las mujeres no ha sido fácil vivir en un mundo que todavía las trata con condescendencia paternalista, cuando no con violencia y agresividad.

      La fémina, lejos de unirse a otras para defenderse de esa humillación, eligió doblegarse al poder masculino creyendo que era la única forma posible de sobrevivir en un mundo hostil para ella. En cambio, también podía haber optado por otro camino: el de la lucha por defender su dignidad. Una elección que quizá la hubiera llevado a acercarse más a su verdadera identidad femenina.

      No lo hizo. Y desde entonces la mujer solo tiene un espejo en el que mirarse para reconocerse: el que le presta el hombre. Así lo confiesa Simone de Beauvoir en su célebre ensayo El segundo sexo.

      A las mujeres no les bastó su capacidad de amar y cuidar, o su sabiduría emocional para impedir que los valores masculinos (tanto cualidades como defectos) atravesaran su frágil y débil autoestima quebrando su genuina identidad durante siglos.

      En esa continua dualidad vive una mujer hoy día. Teniendo que reprimir su pulsión de cuidar y darse a los demás sin los límites que el amor propio impone a un ser humano adiestrado en ese fin, y la responsabilidad con la que la mujer se obliga a sí misma a ser dura, pragmática y resolutiva en el mundo de los hombres patriarcales.

      Porque, en el fondo —no nos llevemos a engaño—, el trabajo profesional que casi todas las mujeres ejercen en el ámbito social y público es un calco del que reproducen en el entorno privado. Porque sus ambiciones profesionales casi siempre acaban relegadas o destruidas por el cuidado de la familia.

      A continuación, expongo las razones o pulsiones más influyentes con las que una mujer y un hombre se identifican como tales. Algo que bien puede ampliarse a otros colectivos de identidad, puesto que todos ellos también han bebido y siguen haciéndolo de las fuentes, hasta ahora únicas, en las que la sociedad ha vertido aquellos referentes y categorías con los que nosotros hemos construido o deconstruido nuestra identidad.

      Cuando utilizo los términos «masculinidad» y «feminidad», lo hago sabiendo que ambos son constructos culturales, políticos y universales, absolutamente artificiales, a pesar de haberlos interiorizado hasta el punto de creer que son naturales e innatos como parte inherente a nuestra biología humana.

      Porque, aunque hoy día muchas personas puedan elegir la identidad sexual o de género que no les ha tocado en herencia biológica, tan solo tienen una en la que reafirmar su identidad. O se es macho o hembra. Cualquier cosa híbrida, mixta o de nueva generación que se aparte de estos conceptos binarios es básicamente rechazada y denostada.

      Es más, el trans que se somete a una operación de cambio de sexo, incluso aquel que mantiene sus genitales desde su nacimiento, pero se identifica con el género contrario, busca reproducir los mismos estereotipos y clichés del binomio femenino-masculino, ya que no hay ninguna otra opción más.

      ¿Qué clase de libertad es aquella que limita y encorseta las posibilidades infinitas de expresión humana abocando a miles de seres humanos a arrancar de su cuerpo las partes que ellos piensan hirientes y defectuosas, cuando lo único perverso, deficiente y macabro es el propio sistema sociopolítico, económico y capitalista al que todos, sin excepción, seguimos votando y preservando su continuidad?

      Un hombre homosexual tiene mucho en común con uno hetero, salvo la diferencia en su preferencia sexual, porque ambos han sido educados en los mismos valores: el vigor y potencia sexual como signo de virilidad y la ambición profesional como seña de conquista del entorno.

      En cambio, una mujer lesbiana, al igual que una hetero, ha sido culturalmente programada para servir antes que para explorar y adueñarse del mundo. Así que, aunque muchas lesbianas crean que están en otra esfera aisladas del sometimiento heteromasculino, lo cierto es que la mayoría de ellas reproducen los mismos esquemas profesionales que sus compañeras heteros, con la única diferencia de que estas últimas siguen sometidas en sus propios hogares cuando los compartan con parejas heteromasculinas dominantes.

      Los pilares principales sobre los que la fémina edifica y siente su identidad femenina son dos: las relaciones personales y sentimentales, sobre todo, y la maternidad. Ambas las construye a través de su apego emocional al hombre, ya que la imagen femenina que tiene de sí misma no es otra que la que el hombre proyecta en ella a través del vínculo que ambos establecen. Y es ese lazo dependiente con el que la fémina atará no tanto los intereses y deseos de un hombre, sino los suyos propios, quedando estos relegados a un segundo plano por esa tendencia, genética o cultural que tiene la mujer a darse antes a los demás que a ella misma.

      Es decir, la mujer creará un mundo propio alrededor del hombre, pues ella es consciente de que depende de él para sobrevivir y prosperar. Y, aunque la profesión sea un puntal cada vez más importante en la vida femenina, las relaciones sentimentales o maternales serán generalmente prioritarias.

      La mujer de hoy día, a mi parecer, trabaja más por necesidad económica y emocional (quedarse en casa, aun sin necesidad de trabajar para ganarse la vida, es una opción poco atractiva por el agobio y tedio que supone una vida sin ocupación) y no tanto porque busque con ello una independencia y una autonomía totales con respecto al hombre. Es decir, que si la gran mayoría de las mujeres trabajan fuera del hogar, no lo hacen con el fin de realizar y desvincular sus proyectos existenciales de los de «sus parejas» o de aquellos con los que la sociedad «patriarcal» trata de arrinconarlas y aislarlas, sino que lo hacen para sobrevivir o vivir con mayor confort.

      Y no quiero decir que el hombre no trabaje con esa misma motivación también, sin embargo, para él la profesión engloba, casi siempre, su único leitmotiv existencial (por mucho que hoy los padres estén entregados a sus familias y colaboren afectiva y físicamente en el sostén de la familia). Por algo, cuando llega la jubilación, el hombre no sabe bien qué hacer con su vida y suele entrar en un periodo de ansiedad o depresión hasta que no se conciencia de esa nueva situación. El hombre ha sido adiestrado en los valores de la competitividad, la agresividad y la conquista, no así la mujer.

      Es mucho más fácil que una mujer sin hijos ni pareja, pero con un buen trabajo, sienta durante su época fértil un vacío emocional que un hombre en esas mismas circunstancias. La razón no es otra que la de haber ido incorporando en su esquema cerebral una serie de conductas a lo largo de su historia sobre cuál ha de ser el «buen modelo» según el que una mujer debe comportarse. A lo que hay que sumar también una advertencia que le recuerda constantemente lo que ocurriría si se apartara de esos estereotipos femeninos: ni más ni menos que la pérdida del interés y el beneplácito masculino.

      Hasta que la mujer no se deshaga de ciertos privilegios machistas y, primordialmente, de esa pulsión enfermiza que no es generosidad, sino sacrificio (que surge cada vez que una mujer cede su propio respeto y dignidad para ofrecérselo a quienes no van a corresponderla en igual medida ni condiciones debido a esa inopia perpetua en la que vive sumida y de la que parece no querer despertar), no dejará de ser su propia esclava y ser vista como tal por el heteropatriarcado.

      Mientras la mujer permanezca en «una minoría de edad existencial», como parece ser el caso, su renuncia a tomar las riendas de su vida no solo la invitará a la inacción con la que otros decidirán por ella a través de obtener el máximo de privilegios en detrimento de los femeninos, sino a ejercer un perverso «maltrato contra sí misma», que la abocará una y otra vez a repetir conductas masoquistas mientras creerá firmemente ser un ejemplo de virtud femenina con el que el heteropatriarcado se congratulará y beneficiará sin necesidad de mover un dedo.

      Y en esa «esquizofrenia emocional» vive continuamente una mujer.

      ¿Para qué preocuparnos si las mujeres están tan bien adoctrinadas que, cuando alguien trata de hacerles

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