Feminismo Patriarcal. Margarita Basi
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Antes hablaba sobre cómo sería una sociedad que antepusiera los sentimientos y las emociones humanas al poder económico sin límites. Algo así solo podría ocurrir si cualquier ser humano tuviera su supervivencia y mínimos derechos con los que vivir dignamente ganados de por vida. Pero esa es otra cuestión.
El día en que la ley no permita votar a los discapacitados emocionales (todos aquellos que buscan cómo satisfacer sus carencias chupando la energía y manipulando a los demás), ese será un buen marcador de que la sociedad está avanzando favorablemente.
CAPÍTULO 3
El SEXO Y EL GÉNERO SON ETIQUETAS INSERVIBLES (y que siguen limitando la libre expresión de las identidades)
La identidad sexual es aquella que identifica a un individuo según sus atributos sexuales. Por ello, se es mujer si se ha nacido con vagina y se es hombre si se ha nacido con pene y testículos.
La identidad de género es aquella que identifica a un individuo según su sentimiento de identidad; es decir, clasifica como hombre o mujer a aquellas personas que se sienten masculinas o femeninas, independientemente de la asignación sexual que la biología les haya otorgado.
Tan solo por el hecho de establecer semejantes distinciones ya se está dando por sentada una especie de segregación discriminatoria en la que los sexos y géneros son hábilmente lanzados al rin de la lucha por la mejor identidad. Si no, ¿por qué demonios hay tanto afán en complicarlo tanto? Pudiendo conceder el título de «ser humano» acabaríamos antes. Luego, cada cual que eligiera expresar su identidad como bien deseara, observando las conductas y comportamientos que ya no estarían monopolizados, naturalizados, politizados, ni asignados según el sexo o el género del individuo, porque el concepto de masculinidad y feminidad simplemente no existiría como tal.
En su lugar, las personas aprenderían y elegirían identificarse con actitudes, cualidades y creencias de una amalgama extensa y rica, donde adoptarían la que más les atrajera, sabiéndose libres de poder abandonarlas en el momento en el que ese referente ya no las identificara para acogerse a otra más acorde con el crecimiento y madurez constantes que todo ser humano va desarrollando a lo largo de su vida.
Hoy en día, al menos en nuestro país, un hombre que se someta a un cambio de sexo por vía quirúrgica y solo después de interminables procesos hormonales, psicológicos y burocráticos puede obtener oficialmente su identidad sexual femenina.
Pero yo me pregunto: ¿Es realmente justo hacer pasar a una persona por semejante calvario para conseguir ver escrito en su DNI que se le identifica como mujer? ¿Por qué es tan vital para la sociedad diferenciar a las personas solo en dos sexos? Es más, ¿qué necesidad e interés se esconde detrás de esta imperiosa pulsión de categorizar las identidades? ¿Supondría de verdad un avance social que se reconocieran oficialmente todas las identidades que conforman el colectivo LGTBI? ¿No sería también una forma de «encasillar» y «categorizar» la libre y modulable identidad humana?
La identidad de género es aquella que identifica a los individuos como femeninos o masculinos dependiendo de cuál sea su sentido o sentimiento bajo el que expresan una u otra identidad. Ocurre cuando una persona nacida sexualmente como hombre siente y se identifica como una mujer, o viceversa.
¿Y qué hay de la identidad híbrida? Aquella que recoge conductas, ademanes y cualidades tanto femeninas como masculinas, proyectando casi al mismo tiempo ambas identidades alternándolas o mezclándolas en un equilibrio exquisito, y que a mi modo de ver rozaría la excelencia. Claro está, siempre que esas energías estuvieran exentas de los clichés y modelos binarios tradicionales y encorsetados en los que, lamentablemente, las identidades toman aún como referentes.
¿Acabaremos modelando y categorizando hasta los estornudos según su sonido, el número de repeticiones o si los retenemos o los dejamos explosionar a su gusto?
Cualquier acto genuino, novedoso y que no haya sido realizado antes por ningún individuo pasa automáticamente a ser humano. No importa que jamás vuelva a repetirse o sea copiado y ejecutado trillones de veces por otras personas porque basta con que un solo ser humano lo lleve a cabo para que forme parte del patrimonio de la humanidad.
¿Qué problema hay en ser diferente? ¿Que quizá le costaría demasiado tiempo y dinero al sistema patriarcal modelar y encasillar cada acto genuino humano? Pero, más que nada, significaría el descubrimiento por nuestra parte de un potencial desconocido y que rompería el tupido velo de mentiras y creencias con las que el heteropatriarcado nos ha ido troquelando a su imagen y semejanza.
¿Por qué debería una persona sentirse hombre o mujer necesaria y unilateralmente a lo largo de su vida? Bien cabe la posibilidad —y es algo que ocurre en la realidad— de que haya individuos tan versátiles y creativos que se sientan en unos momentos más cercanos a la masculinidad y en otros a la feminidad. Incluso a los dos géneros a la vez.
La sociedad y los poderes que la conforman están obsesionados con etiquetar, archivar y encuadrarlo todo, incluso a las personas. Y lo peor es que nosotros lo permitimos.
Nos causa cierta incomodidad (debido a la ignorancia y prejuicios con los que hemos sido educados) relacionarnos con personas que no están definidas sexual o genéricamente. Nos bloqueamos sin saber cómo tratar a una transexual o a una mujer con aspecto de hombre. Y la razón es sencilla a la vez que cruel: nos sentimos más cómodos y a salvo relacionándonos con personas predecibles que piensan y sienten según nuestras costumbres e ideologías o, al menos, aunque sus ideas no coincidan con las nuestras, sabemos cuáles son y eso de alguna manera nos tranquiliza. Priorizamos el «constructo social» de un individuo antes que a la «persona» que realmente pueda llegar a ser.
Carl Jung nos habla del animus, una fuerza o energía que puede ser masculina o femenina y que todo ser humano lleva en su interior. De manera lamentable, la educación y la cultura judeocristiana, especialmente, han censurado y castrado ese animus evitando que tanto hombres como mujeres mostremos la energía opuesta a nuestra identidad sexual, sea cual sea, y compensemos así ciertos comportamientos radicales y educacionales cargados de prejuicios y falsas creencias.
El establishment no es un ente abstracto que nos controla desde algún lugar del universo. La sociedad y sus valores son obra de todos nosotros, de nuestras decisiones, abdicaciones y carencias. También debe su existencia a los logros y a la valentía de muchas personas (la mayoría silenciadas y anónimas) que abandonaron su zona de confort para arrojarse a la incertidumbre de lo desconocido, y por ello consiguieron derechos, avances y un legado humanista que nos brindaron sin pedir nada a cambio.
Lo que quiero decir es que mientras la mayoría de nosotros prefiramos la seguridad de una vida fácil, cómoda y previsible seguiremos a merced del liderazgo corrupto, hostil y egoísta de quienes manejan a sus anchas nuestras vidas, sin ser nosotros apenas conscientes de la magnitud de su influencia. Y lo peor no es solo esto, sino que cuanto más nos acomodamos, más incorporamos sus principios al sistema de valores con el que sentimos nuestra identidad. Nos volvemos cómplices silenciosos de los delitos que la sociedad comete contra la dignidad de los seres humanos.
A larga, ninguna revolución masiva ha sido útil para liberar al ser humano de su tendencia ambiciosa, egoísta, corrupta e insolidaria. Porque están basadas en apropiarse del poder del otro para conseguir un beneficio propio.
La única manera de combatir la «esclavitud» que nos convierte en seres condicionados a actuar y a pensar dentro de los márgenes recomendados socialmente es declarándonos la guerra a nosotros mismos.