Feminismo Patriarcal. Margarita Basi
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Una vez hecho esto, es muy posible que tengamos interés en descubrir a personas que han hecho ese mismo proceso y con las que podamos intercambiar emociones e ideas, así como aprender de sus experiencias.
No hay revolución social sin revolución personal previa.
Judith Butler, toda una eminencia en cuestiones de identidad sexual y de género, es contundente al afirmar que las relaciones entre sexos siguen una pauta falogocéntrica; es decir, una forma excluyente y negativa basada en la ideología heteropatriarcal y heteronormativa dominante.
En su ensayo El género en disputa, Butler menciona unas palabras de Catherine Mackinnon: «Tener un género significa haber establecido ya una relación heterosexual de subordinación».
Para Butler, y aquí coincido plenamente con ella, el género es performativo como el sexo y, en consecuencia, no es una base para adjudicar identidad alguna, sino a partir de las experiencias de la vida.
Ahora bien, opino que la sexualidad femenina y masculina imprimen cierto tipo de supeditación o tendencia a acometer ciertos comportamientos y emociones por nuestra propia condición biológica y mamífera, independientemente de la cultura o politización que después la sociedad infunda a esa persona.
Este es un punto clave a la hora de respetar ciertos comportamientos de identidad heterosexual que incomodan a otros colectivos por creer que su origen proviene del adoctrinamiento heteropatriarcal y normativo y no de una simple subordinación biológica sin más trascendencia.
Es la pregunta que Foucault se hace cuando afirma que la heterosexualidad se ha proclamado normativa y universal no tanto como estandarte de virtud, sino más bien como pantalla con la que invisibilizar el verdadero deseo femenino y su identidad genuina, aquella que en la génesis de nuestra historia probablemente sí pudo expresar.
Pero la cuestión a debate no es tanto demostrar cuánto de cultura o de biología hay en la conciencia de identidad de las personas, se identifiquen estas como heteros o no. Lo verdaderamente importante es averiguar qué pulsiones y potenciales yacen latentes en el ser humano y aún no han sido desvelados ni representados como herramientas identificativas con las que expresar todo el caleidoscopio de posibilidades en las que un ser humano se constituye a sí mismo.
Comprendo que Butler y otras intelectuales feministas no heteros defiendan con vehemencia y con un lenguaje intenso (y a veces discriminativo) su derecho a representar una identidad que, según ella, es contraria al postulado heteronormativo opresivo y excluyente del heteropatriarcado.
Sin embargo, al hacerlo, Butler mete con razón a todos los heteros en un mismo saco y esto es algo que segrega y excluye.
¿Acaso todos los heteros estamos de acuerdo con los modelos falogocéntricos que imperan en nuestras sociedades y que nos «obligan» a seguir unos comportamientos nocivos y tóxicos para nuestra salud emocional?
¿Es que los homosexuales, lesbianas, trans, andróginos, queer… están inmunizados contra los celos, los apegos, las manipulaciones emocionales e incluso la violencia física y verbal? ¿Son de otro planeta?
¿O viven igualmente influenciados y sometidos al orden que marcan los modelos rancios, binarios, universales y naturales del patriarcado?
Absolutamente todos los seres humanos tomamos referentes de la fuente que hasta ahora ha sido el único ejemplo para la construcción de nuestra identidad: la heteromasculinidad.
Una lesbiana sigue manteniendo relaciones de sumisión y opresión, aunque no viva en pareja con un macho alfa, porque está vinculada al mundo y en su día a día recibe el mismo mensaje paternalista, misógino o agresivo, como tantos heteros, simplemente por no querer encajar dentro del molde en el que el poder patriarcal insiste en encasillar a todos los colectivos, aunque cada vez con menos éxito.
Quizá una lesbiana no sufra la «subyugación» en sus relaciones personales, de pareja o sexuales, pero se sentirá igualmente «sometida», como la mayoría de las mujeres heteros, cada vez que emprenda cualquier actividad fuera del amparo íntimo y privado, es decir, en la esfera pública social.
En cambio, las féminas heteros que conviven o se relacionan en ambos entornos, públicos y privados, con la heteromasculinidad dominante sufren por partida doble: no solo el menosprecio y la supremacía heteromasculina, sino también la ignorancia absoluta de ser ellas mismas quienes consienten su propio sometimiento por creerlo una forma de cuidado y protección más que un desprecio hacia su dignidad.
Y es esta forma «inconsciente» pero latente en el propio sentimiento de identidad de las mujeres heteros la que carcome lenta pero implacablemente la autoestima y el orgullo propio en todo ser humano. Un vil engaño por parte del poder heteropatriarcal y una irresponsable renuncia femenina, con la que esta se desentiende de su poder para entregárselo al hombre conquistador, seductor, seguro e independiente. ¿Por qué? ¿Para qué?
Por cultura, educación, maternidad, costumbre, protección, habito, pereza, vicio… Para sobrevivir, tener mejor calidad de vida, no sentirse sola, tener a quien responsabilizar de sus carencias, traumas y apegos…
¿Quién sabe qué misterios encierra la mente de una mujer sometida al poder heteropatriarcal? Ni siquiera Freud pudo responder a esa pregunta.
Lo que sí puedo afirmar a estas alturas de la historia es que no voy a aceptar, como sentencian muchas feministas, que la única responsabilidad de la opresión femenina (así como de las injusticias sociales que conlleva el heterocapitalismo creado, eso sí, por la heteromasculinidad) es exclusiva de los hombres.
A lo largo de este trabajo desentrañaré las conductas, conscientes o no (pero al fin y al cabo hábitos y conductas femeninas), que retroalimentan la ingeniosa maquinaria de la heteromasculinidad normativa con las que las mujeres heteros aceptan y consienten las creencias que el patriarcado les transmite y con las que ellas, irreflexivamente, inoculan en sus hijos el veneno machista en el que se basan las categorías femenino y masculino devolviendo una y otra vez su poder al hombre.
CAPÍTULO 4
¿QUÉ QUEDARÍA DE LA «MASCULINIDAD» Y DE LA «FEMINIDAD» SI LAS DESPOJÁRAMOS DE SU POLÍTICA Y DESNATURALIZÁRAMOS SU IDEAL?
En una sociedad patriarcal como la nuestra, es comprensible pensar que el sentido de identidad que tengan las mujeres de sí mismas puede resultar más borroso y desfigurado que el que posean los hombres de sí mismos.
Este mundo tan masculinizado facilita e incluso aplaude aquellas actitudes y creencias que se identifican más con la razón que con las emociones y sentimientos. En este sentido, creo que al hombre le ha sido más fácil construirse una imagen masculina que sea coherente con sus valores y condición de hombre que a una mujer levantar una imagen femenina que sea acorde con sus cualidades.
Por algo él ha sido quien ha creado las bases que aún imperan en nuestras sociedades, en las que la fuerza, la competitividad, el ansia de conquista, la racionalidad, los reglamentos y el pragmatismo son sus principales señas de identidad. El hombre siempre ha sentido un especial orgullo por serlo, algo de lo que la mujer carece en su condición de fémina.
Sin embargo, los varones han hallado mayor dificultad a la hora de acceder a su naturaleza interna, pues la gestión de las emociones no es precisamente su punto fuerte. Pero