Despertar. Sam Harris
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Cualquier ampliación de la noción de «omnisciente» al conocimiento procedimental –es decir, el saber cómo hacer algo– haría que Buda fuera capaz de pintar la Capilla Sixtina por la mañana y destrozar a Roger Federer en el Centre Court por la tarde. ¿Existe alguna razón para creer que Siddharta Gautama, o cualquier otro contemplativo célebre, poseyera tales habilidades gracias a su práctica espiritual? Para nada. Sin embargo, muchos budistas creen que los budas pueden hacer estas cosas y más. Repito, esto es dogmatismo religioso y no un planteamiento racional de la vida espiritual.14
En este libro no pretendo apoyar la magia ni los milagros. Sin embargo, sí digo que el verdadero objetivo de la meditación es más profundo de lo que cree la mayoría de la gente… y desde luego abarca muchas de las experiencias que dicen haber tenido los místicos tradicionales. Es posible dejar de sentirse como un yo separado y experimentar una especie de conciencia sin fronteras, abierta –dicho en otras palabras, sentirse uno con el cosmos–. Esto dice mucho sobre las posibilidades de la conciencia humana, pero no dice nada del universo en general. Y no arroja ninguna luz sobre las relaciones entre mente y materia. El hecho de que sea posible amar a nuestro vecino igual que a nosotros mismos debería ser un gran descubrimiento para el campo de la psicología, pero no hace creíble la afirmación de que Jesús era el hijo de Dios, o de que Dios existe. Tampoco sugiere que de alguna manera la «energía» del amor invada el cosmos. Esto son afirmaciones históricas y metafísicas que la experiencia personal no puede justificar.
Sin embargo, un fenómeno como el del amor que nos autotrasciende nos da derecho a decir determinadas cosas sobre la mente humana. Y esta particular experiencia está tan bien documentada y la alcanzan tan fácilmente quienes se dedican a prácticas específicas (por ejemplo, la técnica budista de la meditación metta) o toman la droga adecuada (MDMA) que hay muy poca controversia sobre su existencia. Hechos como este tienen que ser entendidos ahora en un contexto racional.
El objetivo tradicional de la meditación es alcanzar un estado de bienestar que sea imperturbable (o, si se perturba, que la imperturbabilidad se recupere enseguida). El monje francés Matthieu Ricard describe esta felicidad como «una profunda sensación de florecimiento que surge de una mente excepcionalmente sana».15 El objetivo de la meditación es reconocer que ya tenemos esta mente. Este descubrimiento, a su vez, nos ayuda a dejar de hacer las cosas que provocan confusión y sufrimiento innecesarios para uno mismo y para los demás. Por supuesto la mayoría de las personas nunca llegan a dominar verdaderamente la práctica y no alcanzan esa condición de felicidad imperturbable. Por lo tanto, la meta más cercana será tener una mente cada vez más sana, es decir, mover nuestra mente en la dirección correcta.
Nada tiene de nuevo intentar llegar a ser feliz. Y podemos llegar a serlo, dentro de ciertos límites, sin tener que recurrir para nada a la meditación. Pero no se puede confiar en las fuentes de felicidad convencionales, puesto que dependen de condiciones cambiantes. Es difícil crear una familia feliz, mantener la salud propia y de las personas queridas, ganar dinero y encontrar formas creativas y enriquecedoras de disfrutarlo, cultivar amistades profundas, contribuir a la sociedad de modos emocionalmente gratificantes, perfeccionar múltiples y diversas habilidades artísticas, deportivas e intelectuales… y hacer que la maquinaria de la felicidad funcione un día tras otro. No tiene nada de malo querer sentirse satisfecho en todas las facetas mencionadas, salvo que, si nos fijamos más detenidamente en ello, veremos que hay algo que sigue fallando. Estas formas de felicidad no acaban de ser buenas del todo. Nuestro sentimiento de realización no es duradero. Y el estrés vital continúa.
Entonces, ¿en qué ha de ser maestro un maestro espiritual? Como mínimo, no sufrirá ciertas ilusiones cognitivas y emocionales; sobre todo no se sentirá identificado con sus pensamientos. Insisto en que ello no significa que esta persona deje de pensar, sino que ya no sucumbirá a la primaria confusión que provocan los pensamientos en la mayoría de nosotros: ya no sentirá que existe un yo interior que es quien piensa esos pensamientos. Esta persona mantendrá naturalmente una apertura y una serenidad mental que la mayoría de nosotros alcanzamos solo durante breves momentos, incluso tras años de práctica. Sigo siendo agnóstico respecto a si hay alguien que haya logrado mantener este estado permanentemente, pero por experiencia directa sé que es posible estar mucho más iluminado de lo que suelo estar.
El hecho de que la iluminación sea o no un estado permanente no tiene que detenernos. Lo crucial es que vislumbremos algo sobre la naturaleza de la conciencia que nos libere del sufrimiento en el momento presente. Solo con reconocer la impermanencia de nuestros estados mentales –profundamente, no solo como una idea–, podemos transformar nuestra vida. Todos y cada uno de los estados mentales que hemos tenido han surgido y luego se han desvanecido. Este es un hecho en primera persona –pero, pese a ello, es un hecho que cualquier ser humano podrá confirmar fácilmente–. No tenemos que saber nada más sobre el cerebro o sobre la relación entre la conciencia y el mundo físico para entender esta verdad sobre nuestra propia mente. La promesa de una vida espiritual –de hecho, exactamente lo que la hace espiritual en el sentido que invoco en este libro– es que hay verdades sobre la mente que es mejor que conozcamos. Lo que necesitamos para ser más felices y para hacer que el mundo sea un lugar mejor no son más ilusiones piadosas, sino una comprensión más clara de cómo son las cosas.
En el momento en que admitimos la posibilidad de llegar a tener una perspectiva contemplativa –y de entrenar nuestra mente para lograr ese objetivo–, tenemos que reconocer que la gente cae naturalmente en diferentes puntos en el continuo entre la ignorancia y la sabiduría. Parte de esta franja se considerará «normal», pero que sea normal no quiere decir que necesariamente sea un espacio en el que sentirse feliz. Al igual que el cuerpo y las capacidades físicas de las personas pueden refinarse –los atletas olímpicos no son normales–, la vida mental puede profundizarse y ampliarse mediante la capacidad y el entrenamiento. Esto es casi evidente, pero sigue siendo un punto polémico. Nadie duda cuando se trata de admitir el papel de la capacidad y el entrenamiento en el contexto de las actividades físicas e intelectuales; nunca he conocido a nadie que niegue que algunos de nosotros somos más fuertes, o más atléticos, o más sabios que otros. Sin embargo, a muchas personas les cuesta reconocer que existe un continuo de sabiduría moral y espiritual o que existan formas mejores y peores de transitarlo.
Así pues, las fases del desarrollo espiritual parecen inevitables. Igual que crecemos físicamente para llegar a adultos –y durante el proceso puede haber fallos en la maduración, o podemos enfermar o sufrir accidentes–, nuestra mente también se va desarrollando gradualmente. No podremos aprender habilidades sofisticadas como el razonamiento silogístico, el algebra o la ironía hasta que hayamos adquirido otras habilidades básicas. En mi opinión la vida espiritual no puede empezar hasta que no haya madurado lo suficiente la vida física, mental, social y ética. Tenemos que aprender a usar el idioma