E-Pack HQN Susan Mallery 1. Susan Mallery
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–También me interesa que nos sirvas de enlace con el pueblo, por si nos metemos en problemas.
–No creo que lo hagáis, pero claro, puedo hablar con quien tú quieras.
–Ya sabes que puede que los chicos te lo pongan un poco difícil al principio.
Ella se encogió de hombros.
–Tengo tres hermanos y no creo que haya mucho que puedan hacer que me impresione. Además, llevo mucho tiempo en el mundo de la construcción.
Tucker quería decirle que estaría allí para protegerla, pero no lo hizo porque la protección implicaba un nivel de sentimientos inapropiado para una relación laboral. Eran colegas, nada más. El hecho de que ahora pudiera inhalar su suave y dulce aroma era algo sin importancia, como lo era el modo en que el sol hacía que su pelo mostrara cientos de matices distintos de rubio.
Pero había trabajado con muchas mujeres y nunca se había fijado en ellas como algo más que compañeras, así que en cuestión de días le pasaría lo mismo con Nevada y ella no sería más que uno más de la cuadrilla.
–Comenzaremos con la agrimensura el lunes. ¿Quieres estar aquí?
–¿Estás ofreciéndome el trabajo?
–Ya lo he hecho y lo has rechazado. ¿Vas a hacer que te suplique?
–Seguramente sí.
–Pues no se me da muy bien.
Ella le sonrió.
–Pues tienes que practicar más.
Tucker se apartó de la camioneta y se situó frente a ella.
–Nevada, me gustaría que fueras uno de mis directores de construcción. ¿Sí o no?
–Eso no es suplicar, exactamente.
–Tal vez no, pero es sincero.
–Los dos vamos a fingir que el pasado nunca sucedió –le dijo, más que lanzarle una pregunta–. Empezaremos de cero.
–Hecho.
–Pues entonces sí que quiero el trabajo.
Complacido, él extendió la mano.
–Bien. Vamos al pueblo para hablar de los detalles.
Nevada le estrechó la mano, pero Tucker no estaba preparado ni para el roce de su piel, ni para el cosquilleo que recorrió su entrepierna.
Después del apretón de manos, él la soltó e hizo todo lo que pudo por actuar con normalidad. Nevada, por su parte, parecía haberse quedado como si nada tras el contacto, lo que hizo que se sintiera estúpido por partida doble.
–¿Vas a alojarte en un hotel mientras estés aquí? Si quieres alquilar una casa, podría preguntar.
–Prefiero un hotel. Es más sencillo.
–¿Porque otros te hacen la comida y limpian por ti?
–Por supuesto.
–Eres el típico chico.
–La mayoría de los días lo soy –la acompañó a su camioneta–. Nos vemos en el vestíbulo del Ronan’s Lodge dentro de veinte minutos. Llevaré el contrato de trabajo.
Ella asintió y se subió al coche, pero no cerró la puerta.
–¿Hablas con ella? ¿Con Cat?
La pregunta lo sorprendió.
–No. Hace años que no. No, desde que rompimos. ¿Y tú?
Nevada sacudió la cabeza.
–Cat no era mi amiga.
–Le caías bien. Todo lo bien que podía caerle alguien.
–Que ya es decir mucho.
–Ya sabes cómo era.
En ese momento, Nevada sí que lo miró y él vio algo iluminarse en sus ojos. Incapaz de identificar la emoción, no pudo más que preguntarse: ¿Será dolor? ¿Será rabia? Pero no había forma de adivinarlo. Los sentimientos eran una complicación que se les escapaba a la mayoría de los hombres mortales.
Una camioneta pasó por la carretera y aparcó junto a ellos.
–Ese es Will –dijo Tucker–. Tienes que conocerlo. Es mi mano derecha, aunque te dirá que él está al mando.
–Yo estoy al mando –dijo Will caminando hacia ellos–. Pregúntale cuántas veces le he salvado el trasero.
–¿Alguien puede contar tanto? –preguntó Nevada saliendo de su camioneta y sonriendo.
Will le guiñó un ojo y después se giró hacia Tucker.
–Sabía que me caería bien. Dime que ha dicho que sí.
–Ha dicho que sí.
–Bienvenida al equipo –dijo Will estrechándole la mano–. Will Falk.
–Nevada Hendrix.
–Tucker iba a darme el contrato de empleo para que le echara un vistazo. ¿Quieres venir a verme firmar?
–No hay nada que pudiera gustarme más. Nos vemos en el pueblo.
«Probablemente sea mejor así», se dijo Tucker mientras se subían a vehículos distintos y se ponían en marcha hacia Fool’s Gold. Hasta que descubriera por qué le había impactado tanto el roce de Nevada lo último que necesitaba era pasar tiempo a solas con ella en el hotel. Ahora que iban a trabajar juntos, cualquier cosa dentro del ámbito personal tenía que quedar al margen. De eso estaba seguro.
–¿Qué? –preguntó Ethan–. ¿Algo va mal?
Denise Hendrix miró a su hijo mayor. Aún recordaba el día que lo llevaron a casa desde el hospital. Llevaba casada un año, apenas era una veinteañera y no tenía idea alguna de lo que estaba haciendo. Su suegra aún vivía por entonces y, aunque las dos mujeres nunca habían estado unidas, Eleanor se había presentado en la casa a los quince minutos de que Denise y Ralph hubieran llegado con su bebé.
–Estoy aquí si me necesitas –había anunciado la algo severa y delgada mujer–. Sé por lo que estás pasando, pero no quiero entrometerme.
Denise le había asegurado que estaría bien, pero ese grado de valentía duró solo hasta la mañana siguiente, cuando Ralph se marchó a trabajar y Ethan empezó a llorar. No paró, no comió y aunque no tenía fiebre, a Denise le entró el pánico. Había llamado a Eleanor y le había suplicado que fuera.
La abuela de Ethan no tardó más de dos minutos en calmarlo. Había estado al lado de Denise mientras ella aprendía a cuidar