La divorciada dijo sí. Sandra Marton

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La divorciada dijo sí - Sandra Marton страница 2

Автор:
Серия:
Издательство:
La divorciada dijo sí - Sandra Marton Bianca

Скачать книгу

creo que tu tía Jeanne acababa de hacerle una proposición deshonesta a uno de los acompañantes del novio.

      Se hizo un largo silencio, tras el que Annie gimió:

      –Dime que estás bromeando.

      –Sólo sé lo que he visto. Tenía esa mirada… ya sabes a qué me refiero.

      Annie cerró los ojos con fuerza.

      –¿Y?

      –Y se ha acercado descaradamente a ese muchacho rubio –la voz de Deborah se tornó soñadora–. La verdad es que no puedo culparla. ¿Te has fijado en el cuerpo que tiene ese muchachito?

      –¡Deb! Por Dios –Annie arrojó los pañuelos de papel al inodoro, abrió la puerta y se dirigió al lavabo–. Tía Jeanne tiene ochenta años. La senilidad puede ser una excusa para su comportamiento, pero tú…

      –Escucha, que haya cumplido ya cuarenta años no quiere decir que me haya muerto. Si tú quieres, puedes seguir fingiendo que has olvidado ya cuánto se puede llegar a disfrutar con un hombre, pero yo no pienso hacerlo.

      –Cuarenta y tres –replicó Annie, mientras buscaba algo en el bolso–. A mí no puedes ocultarme tu edad, Deb, cumplimos años el mismo día. Y respecto a cuánto se puede llegar a disfrutar con un hombre, puedes estar segura de que lo sé perfectamente. Y la respuesta es que no mucho. Para lo único que sirven los hombres es para hacer bebés. Y ése es precisamente el problema. Dawn sólo es una niña. Es demasiado joven para casarse.

      –Ésa es la otra cosa de la que quería hablarte –se aclaró la garganta–. Está aquí.

      –¿Quién está aquí?

      –Tu ex.

      Annie se quedó completamente paralizada.

      –No.

      –Sí. Ha llegado hace unos cinco minutos.

      –No, no puede haber venido. Está en Georgia, o en Florida… o en algún lugar parecido –Annie miró a su amiga a través del reflejo del espejo–. ¿Estás segura de que era Chase?

      –Uno noventa, pelo rubio, un rostro maravilloso y unos músculos perfectos –Deb se sonrojó–. Bueno, yo todavía me fijo en esas cosas.

      –Sí, ya veo.

      –El caso es que era Chase. Y no sé por qué te sorprende tanto. Dijo que vendría a la boda de su hija, que no permitiría que nada ni nadie le impidiera estar con ella en un día tan especial.

      Annie hizo una mueca. Abrió el grifo y se frotó las manos bajo el agua con vigor.

      –A Chase siempre se le ha dado muy bien hacer promesas. El cumplirlas es lo que de verdad le cuesta –cerró el grifo y se secó las manos–. Todo esto es culpa suya.

      –Annie…

      –¿Crees que ha sido capaz de decirle a Dawn que estaba cometiendo un error? No, puedes estar segura de que no. Lo primero que hizo fue darle su bendición. Su bendición, Deb, ¿te lo imaginas? Yo me puse firme, le dije que esperara al menos a terminar los estudios, pero él no, claro. Se limitó a darle un beso y a decirle que hiciera lo que le pareciera mejor. Muy típico de él. Jamás hará nada que no sea exactamente lo contrario de lo que yo quiero.

      –Annie, tranquilízate.

      –Y a estas alturas, al ver que anoche todavía no había aparecido, pensé que íbamos a tener la suerte de no verlo hoy por aquí.

      –No creo que Dawn piense lo mismo que tú –respondió Deb–. Y sabes que ella en ningún momento ha puesto en duda que su padre asistiría a su boda.

      –Una prueba más de que es demasiado joven para saber lo que le conviene –musitó Annie–. ¿Y qué me dices de mi hermana? ¿Ha venido ya?

      –No, todavía no.

      Annie frunció el ceño.

      –Espero que no le haya pasado nada. Laurel nunca suele llegar tarde.

      –Ya he llamado por teléfono a la estación. Parece que el tren llega con retraso. Pero el que de verdad debería preocuparte es el ministro. Tiene que oficiar otra boda dentro de un par de horas, en Easton.

      Annie suspiró y se estiró ligeramente la falda.

      –Supongo que ya es hora de que salgamos. Vamos. ¿Qué pasa, Deb? –preguntó al fijarse en la expresión de su amiga.

      –Creo que antes deberías mirarte en el espejo.

      Annie frunció el ceño, se acercó de nuevo hacia el lavabo y palideció. Tenía la máscara de ojos esparcida por los párpados, la nariz completamente roja y el pelo como si hubiera metido los dedos en un enchufe.

      –Dios mío, Deb, ¡mírame!

      –Lo estoy haciendo. En fin, siempre se le puede pedir al organista que toque la banda sonora de la Novia de Frankestein.

      –¿Quieres hacer el favor de dejar de hacer bromas? Hay cien personas esperando ahí fuera –y Chase, pensó, sorprendida ella misma de aquella ocurrencia.

      –¿Qué te pasa ahora?

      –Nada –respondió rápidamente–. Yo sólo… Bueno, ¿por qué no me ayudas a poner remedio a este desastre?

      Deb abrió su bolso.

      –Lávate la cara –le dijo. Llevaba en el bolso suficientes cosméticos para abrir una tienda–, y el resto déjamelo a mí.

      Chase Cooper permanecía en los escalones de la entrada de la iglesia, intentando aparentar que tenía todo el derecho del mundo a estar allí.

      Pero no era fácil. No se había sentido más fuera de lugar en toda su vida.

      Él era una persona de ciudad. Había vivido siempre en apartamentos. Cuando Annie había vendido la casa después del divorcio y le había dicho que iba a trasladarse a Connnecticut con Dawn, había estado a punto de matarlo del susto.

      –¿A Stratham? –había replicado en un estrangulado gruñido–. ¿Dónde demonios está eso? Ni siquiera aparece en el mapa.

      –Intenta buscarlo en uno de esos atlas a los que eres tan aficionado –había respondido Annie fríamente–, esos que consultabas cuando tenías que decidir en qué parte del país pensabas desaparecer la próxima vez.

      –Te lo he dicho millones de veces –había respondido bruscamente Chase–. No tenía otra opción. Si no hago las cosas por mí mismo, me arruinaré. Y cuando un hombre tiene una mujer y una hija a las que mantener, no puede arriesgarse a algo así.

      –Bueno, a partir de ahora ya no tendrás que mantenernos –había replicado Annie–. Me he negado a recibir una pensión, ¿recuerdas?

      –Porque sigues siendo tan cabezota como siempre. Maldita sea, Annie. No puedes vender esta casa. Dawn ha crecido aquí.

Скачать книгу