Mi perversión. Angy Skay
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—¿Y cuándo vas a contarnos la sorpresa? —me preguntó Jimmy.
—Vaya rollo. A mí no me gustan las sorpresas —intervino Lion, en sus trece, como de costumbre.
Suspiré e intenté mantener una conversación que no incluyera la sorpresa que iban a llevarse, porque, en el punto en el que estaba, dudaba si conseguiría lo que quería o no.
Pasamos toda la noche en el interior del coche, sin apenas pegar ojo. Di gracias a que Luke era un excelente conversador y sabía por dónde tirar para que olvidaras que estabas en un momento de mierda. De vez en cuando, miraba al frente y esperaba ansioso verla aparecer entre los árboles. Obviamente, no fue así.
Salí de allí temprano. Luke abrió un ojo y negué para que no viniese conmigo. Necesitaba hablar con ella a solas y que nadie interfiriera por mí.
—¿Tú has escuchado la amenaza de su padre? Porque de broma no tenía nada.
—Asumiré las consecuencias —le respondí, terminando de atarme los cordones de las zapatillas de deporte.
Ropa deportiva era lo único que tenía para cambiarme, y menos mal, porque el traje seguía chorreando en el techo del coche. Cerré la puerta y caminé hasta la casa. Al llegar, esperé detrás de los arbustos, comprobando que no hubiese nadie en mi camino.
No me equivoqué cuando la puerta de la casa se abrió y de ella salió Klaus con una sonrisa de oreja a oreja. Enma lo seguía con una bata envolviendo su esbelta figura. Se acercó con una tímida pero sentimental sonrisa. Transmitía tanto mimo que incluso tuve que apartar la mirada de lo mal que me sentó. Sin embargo, saber qué pasaría me pudo más y volví a fijarme en ellos.
Ella se acercó a él, que no dejaba de mirarla con pasión. Klaus le ofreció la mano y la abrazó entre sus enormes brazos. Besó su pelo y buscó sus labios sin ningún tipo de reparo. Me encontré apretando los puños con tanta fuerza que me hice hasta daño. Notaba que el aire no entraba bien en mis pulmones, sentí la necesidad de salir como una bestia del bosque y liarme a golpes con él hasta matarlo, y de no ser porque una mano interceptó mi antebrazo, lo habría hecho. Miré hacia atrás y me encontré a Luke negando con la cabeza.
Las entrañas me ardían.
«Ya no es tuya. Ahora es de otro», rio mi diablo interior, que esos días estaba pasándoselo en grande a mi costa.
Celos.
Aquella palabra apareció reflejada en mi mente sin venir a cuento. ¿Los celos eran así? ¿Eran tan dañinos? Porque nunca los había sentido de aquella forma, con esa fuerza tan descomunal que te dan ganas de segar cuellos con una sola mano, como cercenar la cabeza de Klaus Campbell y ponerla en una pica, de recuerdo.
—Imagino que estás pensando algo macabro. Pero sé consecuente con tus actos y piensa que el asesinato, de momento, es delito.
El tono de voz de Luke volvió a ser el mismo de antes, jocoso y desenfadado, aunque eso no sirvió para calmar el pesar que bullía en mi interior. Los vi besarse. No solo una vez, sino varias, y cada vez más acaramelados. No obstante, como si estuviera castigándome, no pude apartar la mirada de ellos por mucho dolor que me causara verlos.
Escuché el suspiro de Luke, imaginé que sintiéndose mal por lo que estaba ocurriendo. Para mi sorpresa, respiré aliviado cuando Klaus se montó en el coche y desapareció de allí.
—Ahora viene el problema número dos.
Seguí con mis ojos a lo que se refería Luke: Xiona y George aparcaban en la entrada de la casa. Tomé asiento en una de las rocas de los laterales donde nos encontrábamos y saqué un cigarrillo.
—Fumar mata —me espetó, señalando mi cigarro.
—Los celos también —le respondí, perdido en mis propios pensamientos—. Vete, Luke. No tenemos tiempo. Ya sabes lo que debes hacer. —Lo miré con seriedad—. No dejes que Klaus se te escape. Confío en ti.
Tendría que esperar, aunque la paciencia no era uno de mis puntos fuertes y no sabía cuánto aguantaría.
Haría lo que hiciera falta hasta que pudiese abordarla sola.
8
ENMA
—Pondremos vigilancia. Ahora podemos permitírnoslo.
—No voy a vivir encerrada y vigilada por nadie —sentencié mientras colocaba los platos del desayuno sobre el fregadero.
—Eso no es vida para nadie. Y aunque se quedara con nosotros, ¿qué íbamos a hacer?, ¿cómo iban a protegerla dos abuelos chochos? Ni siquiera quiero pensar en los contactos que puede tener ese tirano. —Mi madre se refería a Oliver.
—Yo tengo una escopeta de caza y tampoco me temblará el pulso —argumentó mi padre, obviando el comentario de mi madre sobre su capacidad para «protegerme».
—George… Estás muy pesado con la escopeta, la cual hace mil años que no sacas del armero.
—No hables sin saber, mujer —le espetó, con un dedo levantado.
—¡Cuánto drama! —exclamé, tratando de quitarle hierro al asunto.
Mi madre me contempló con mala cara a la vez que terminaba de colocar las mantas sobre el respaldo del sofá. Mi padre removió lo que le quedaba del café, pensativo y sin mirarme. Hubo un momento en el que pensé que hablaba con la pared, aunque no me importó y seguí dando mi opinión en medio de aquella conversación en la que mis progenitores solo pretendían mostrar sus opiniones.
—Sigo sin entender por qué Robert te dejó esa desorbitada cantidad de dinero. El motivo de ponerte en su testamento no tiene sentido —opinó mi madre.
—Xiona, es muy sencillo. Ya te lo ha dicho la niña: era una manera de purgar sus pecados. Y si encima sabemos que no se llevaba bien con el resto de la familia, pues ahí lo tienes.
—Los pecados los habría purgado…—Mi madre se mordió la lengua cuando la miré. Su rostro pasó del enfado a la ternura en segundos, imaginé que por el simple motivo de que ellos no serían mis padres si Robert no me hubiese abandonado—. Precisamente, no de esta forma. ¡Ha estado a punto de costarle la vida! ¡Y a saber! Si ese tipo sale de la cárcel… No quiero ni pensarlo.
Yo tampoco quería dar cuenta de aquello, aunque tarde o temprano tuviese que enfrentarme a la aplastante realidad.
Llegué hasta la cocina y me asomé por la ventana al percibir un leve movimiento entre los árboles. Entrecerré los ojos y lo vi. ¡Maldito fuera! Edgar estaba detrás de ellos, ¡otra vez! Sin quererlo, le di un golpe a la taza que llevaba en la mano y se hizo añicos contra el fregadero. Mi madre se exaltó y corrió hacia mí, cortando la conversación que tenía con mi padre.
—¡Hija! ¿Estás bien? ¿Te has hecho algo? —Me miraba las manos con urgencia mientras yo intentaba por todos los medios tapar la ventana. O, por lo menos, esperaba que el estúpido de Edgar se escondiese.