Mi perversión. Angy Skay

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Mi perversión - Angy Skay Mi obsesión

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Campbell. Pero lo que sí sabía a ciencia cierta era que con él no lloraba, que con él sonreía, que, con él, los días eran más alegres y las penas, menos penas. Y eso me gustaba mucho.

      Salimos de la ducha después de unos cuantos tonteos más y alguna que otra caricia provocativa. Vestidos y secos, llegamos al salón y me entretuve, a horcajadas sobre él, en curarle las heridas del rostro.

      —Esto está cogiendo un color feo —apunté, señalando su costado.

      —Mañana será un arcoíris —comentó como si nada, con tono guasón.

      Lo miré a los ojos, esperando que comenzara una conversación. De nuevo, había algo que me interesaba mucho, y no sabía por qué.

      —¿Qué ha pasado con Oliver? —le pregunté con un poco de miedo en mi tono.

      Suspiró y me apartó de sus piernas para colocarme sentada en el sillón. Extendió una manta por encima de nuestros cuerpos y me miró muy serio.

      —Resulta que han dado con el paradero de Lark, pero no han conseguido localizarlo cuando han ido a buscarlo a su casa. —Lo observé sin interrumpirlo. Bastante me había sorprendido aquella noticia. Instintivamente, pensé en Morgana. ¿Lo sabría?—. No sabemos el motivo, pero, o bien todo apunta a que Oliver organizó una treta mucho más grande de lo que pensamos, o bien algo no cuadra.

      —Si Lark está vivo…

      —Oliver saldrá de la cárcel, con seguridad. —Se apoyó en el respaldo del sofá—. Sus abogados están haciendo lo imposible para que le rebajen la condena. De hecho, ya han conseguido quitarle dos cargos por los que se le imputó. Es un tipo listo. —Resopló con pesadez, y yo, sin ser consciente, apreté la manta que tenía sobre mí. Contemplé las llamas del fuego de la chimenea y me vi huyendo por el mundo con tal de que aquel hombre no me encontrase—. Tranquila, Enma. No permitiré que te ocurra nada.

      —No puedes encerrarme en una burbuja —objeté, sin quitar la vista del fuego—. Me encontrará.

      —Podemos registrarte como un testigo protegido y…

      Lo miré con mala cara, sin pretenderlo, y lo interrumpí:

      —No pienso tirarme toda mi vida encerrada en un piso, custodiada por un policía al que pueden sobornar en cualquier momento.

      El rostro de Klaus se tornó más circunspecto, aunque al final lo relajó.

      —Tú ves muchas películas de acción. —Sonrió y después volvió a la seriedad—. Yo te protegeré.

      —Tú estás en Mánchester. Yo, en Galicia.

      Sus ojos enfocaron las llamas también, quizá pensativo por lo que acababa de decirle, lo que me demostró cuando se pronunció de nuevo:

      —Buscaremos la solución.

      Sabía que soluciones había pocas. Klaus no podía permitirse el lujo de andar las veinticuatro horas del día detrás de mí. Yo no quería vivir con miedo, y tenía claro que, ni dándole todo el dinero que me había dejado Robert, me perdonaría la vida. Lo vi en su mirada en la cabaña. Se me había quedado grabado a fuego. Aprecié tal rencor en él que sabía que una persona con los medios de los que disponía aquel hombre no lo frenarían ante nada ni nadie.

      Agarré un mechón de mi pelo y lo retorcí, pensando en cómo formular la siguiente pregunta, y como no me vi capacitada para ello, me levanté e hice tiempo colocando unos platos sobre la mesilla baja del salón. Le ofrecí una cerveza que no rechazó y me serví un vaso de agua hasta arriba. Casi me lo bebí de una tacada, bajo la atenta mirada de Klaus. Elevó un poquito su mentón, dándome a entender que podía acribillarlo a preguntas. Él no era como Edgar. Me daba rabia tener que compararlos, pero con Klaus podías hablar de lo que te diese la gana, que no ponía impedimento alguno, y mucho menos tenías que sacarle la información con una cucharilla.

      —Os conocéis, y esa pelea de ahora guarda rencores muy grandes. Aparte de lo evidente, que soy yo —le expuse.

      Asintió y volvió sus ojos al fuego.

      —¿Por dónde quieres que empiece? —me preguntó.

      Miré la cena y después a él, que en ese momento se encontraba contemplándome fijamente.

      —Podemos empezar cenando y después lo hablamos…, si quieres.

      Aproximó su cuerpo al borde del sofá y, con una sonrisa de oreja a oreja, me aseguró:

      —A mí, ese gilipollas no me quita el hambre.

      Se llevó un trozo de empanada gallega a la boca y lo imité. Esperé impaciente a que hablase, y no se hizo de rogar demasiado, pues en cuanto se comió el primer trozo y le dio un trago a su cerveza, comenzó a hablar como el que le pregunta a un amigo qué día hace:

      —Edgar y yo fuimos amigos.

      —¿Amigos? —me extrañé, y detuve el movimiento de mi mano, que iba directo a mi boca con la empanada. Klaus sujetó mi muñeca para que continuase y comiese.

      Obedecí y prosiguió:

      —Mi madre y la suya fueron muy buenas amigas, y nosotros, prácticamente, nos criamos como hermanos. De hecho, vivíamos a muy poca distancia, íbamos al mismo colegio, después al mismo instituto, y jugábamos al baloncesto en el mismo equipo. En fin, lo que viene siendo unos colegas a muerte.

      —Pues, perdóname, pero precisamente amor no es lo que sé ve en vuestras miradas cuando os encontráis.

      Carraspeó un poco, se inclinó hacia delante y miró el fuego.

      —En la adolescencia, éramos los que partíamos la pana allá donde íbamos. Siempre juntos y siempre liándola. —Sonrió con tristeza—. Las chicas se tiraban a nuestros brazos, nos montábamos unas fiestas impresionantes, y si teníamos que llorar, lo hacíamos el uno en el hombro del otro. —De repente, su tono cambió—: Hasta que crecimos. —Silencio—. Hasta que Edgar empezó en el mundo empresarial y consiguió llegar a la cima. —Me miró con intensidad y sus iris se apagaron poco a poco—. Hasta que se olvidó de su amigo de barrio y ya solo fui un estorbo para él en su meta hacia la fama y el dinero.

      Mis labios permanecieron sellados mientras contemplaba la tristeza y la rabia a partes iguales que su rostro mostraba. Qué pena da esa sensación de sentirse abandonado de la noche a la mañana por una persona en la que confías plenamente. Había tenido amigos de esos, aunque intuía que lo que a ellos los unió fue algo mucho más fuerte que cualquier amistad adolescente pasajera.

      —Es muy triste… —musité, sin apartarle la mirada.

      —Lo es. —Suspiró con fuerza—. Pero las personas son malas por naturaleza, Enma. Y cuando crees que nunca te fallarán, lo hacen.

      Medité mi pregunta antes de hacerla:

      —¿Alguna vez lo hablasteis?

      Negó con la cabeza.

      —Imagínate cómo me sentí la primera vez que me lo crucé por la calle cuando ya no nos hablábamos. Yo solo quise darle la enhorabuena por lo que había conseguido. Ni siquiera me había llamado para contármelo.

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