Mi perversión. Angy Skay

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Mi perversión - Angy Skay Mi obsesión

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miré. Sí, iba hecha un puro desastre. La ropa se pegaba a mi piel, la arena se metía en los rincones más recónditos de mi cuerpo y, por si fuera poco, íbamos chorreando.

      —¿Te has mirado tú? —le espeté.

      Sonrió y coló sus manos por el bajo de su camiseta. Se la quitó y abrió las manos en cruz para que pudiese contemplarlo bien.

      —Sí quieres, puedo quitarme los pantalones y los calzoncillos. ¿Te he dicho alguna vez que el nudismo es lo mío?

      Mis labios se curvaron en una sonrisa y me acerqué a él con parsimonia. Lo miré a los ojos, pero justo cuando mi boca volvía a buscar la suya, escuché a Dexter detrás de mí:

      —A mí me encantaría ver el espectáculo que queréis dar, pero tengo hambre e intuyo que el coche de Enma tendré que llevármelo yo. Así que dejad de hacer manitas y vaaamooos. ¡Vais a coger una pulmonía!

      Me separé de Klaus y entré en el vehículo de alquiler para, efectivamente, irme con él. El rubio se acercó a mí y susurró en mi oído:

      —Es un envidioso, que lo sepas.

      Lo observé con gracia y le dije en el mismo tono:

      —Y tú tendrías que haber buscado trabajo en un circo, no en una comisaría.

      —¿Acabas de llamarme payaso? —Pareció asombrado, aunque yo sabía que no era así.

      —Eso mismo —intervino Dexter—. Y yo no soy ningún envidioso. Tengo a los hombres que quiera y cuando quiera —dijo, muy pagado de sí mismo.

      —Me debes, como mínimo, una empanada gallega y dos revolcones. —Me señaló con el dedo, bordeando el coche.

      Con una sonrisa en los labios, me monté. Mi amigo y él se llevaban de maravilla. No había habido insultos, malas miradas ni nada por el estilo desde el primer día que se conocieron. En realidad, Klaus era una persona de las que debías tener en tu vida a la fuerza. Era un hombre que brillaba desde lejos, que te miraba y sonreías, que siempre te sacaba una carcajada y con el que nunca te aburrías porque tenía cuerda y conversación para todos los temas. Había conocido a mis padres hacía unas semanas. Los días que podía cogerse de descanso en la comisaría los usaba para ir hasta las afueras de la aldea de San Andrés de Teixido, donde mis padres tenían una casita en pleno bosque, y se quedaba conmigo unos días cuando Dexter se marchaba. De hecho, mi amigo lo haría al día siguiente, y esa vez sí que me quedaría más sola que la una, como decía mi madre.

      Nunca había advertido el maravilloso paisaje que poseía Galicia; lo bonitos que eran los acantilados, en los que por las noches escuchaba chocar con fuerza el mar contra las rocas desde la ventana de mi dormitorio; sus bosques, con esos paisajes tan frondosos; la comida, sus gentes… Todo. Y me di cuenta de que, por mucho que me gustase Mánchester, en realidad, Galicia siempre había sido mi hogar, y lo sabía.

      —He pensado que cuando Dakota nazca, compraré una casita en Cedeira —dije sin más, mirando por la ventanilla.

      —¿Te gusta?

      —Creo que es el sitio ideal para criarnos las dos.

      No lo vi, pero supe que ese pequeño silencio se había creado por algo muy obvio. Si yo me quedaba en Galicia, él no estaría conmigo. Y no teníamos nada, pero estaba más que claro que si seguíamos así, nos uniría una relación más fuerte que un simple polvo.

      —En ese caso, y si es lo que te gusta, tendré que plantearme las vacaciones de otra manera. O, en su caso, pedir un préstamo para comprarme un avión. —Lo miré con los ojos como platos aunque risueña. Aclaró—: No me sale rentable. El sueldo se me va en vuelos.

      Soltó una carcajada y negó con la cabeza, supuse que pensando en que la posibilidad de comprarse un avión era nula. De repente, me di cuenta de que yo sí podría haberme comprado un avión si hubiese querido. Y una ciudad. Todos los millones que mi verdadero padre me había dejado seguían en mi cuenta. Solo había gastado lo justo para mí y una parte que había querido darles a mis padres para que viviesen mejor de lo que estaban.

      —Para tu cumpleaños, te regalaré un bono de vuelos.

      Desvió la vista de la carretera unos segundos y me contempló con una espléndida sonrisa.

      —Quieres que venga más a menudo. Lo veo en tus ojos.

      —Si pides más días de asuntos propios, van a despedirte.

      —No pueden. Perderían la esencia de la comisaría.

      —Eres un creído.

      —Un creído al que adoras, y lo sabes. —Sonreí con ganas y me asombré cuando me propuso—: He pensado que podríamos hacer un viaje.

      Alcé los ojos con gracia antes de contestar:

      —¿Y a dónde quiere llevarme el caballero andante esta vez?

      —¡Venga!, ¿recorrer Galicia te parece un viaje? —Asentí—. ¡Pero si vives aquí!

      —También hemos estado en Portugal cuatro días —le rebatí.

      —No es comparable con mi adorada Escocia.

      Su tono teatral provocó que riera con fuerza. Asentí, pensando en el próximo destino, y me apoyé en el reposacabezas cuando casi cogíamos el camino por el que llegaríamos a la casita. Hacía muchos años que mis padres la habían comprado, aunque ellos no vivián allí, sino en Cariño, a poca distancia de donde me encontraba.

      Me gustó la idea de alejarme de la sociedad. Y allí, que parecía el fin del mundo, se estaba en la gloria, o por lo menos yo encontré durante los cinco meses que llevaba allí la paz que necesitaba. La casita no era muy grande. Tenía un gran campo alrededor; a la espalda, un frondoso bosque al que muchas veces daba miedo mirar por las leyendas que contaban, y su interior era tan pequeño y acogedor que no necesitaba más. No íbamos a necesitar más. Tenía dos habitaciones, el salón y una cocina juntos, un baño y el pequeño porche, en el que había colgada una hamaca donde solía sentarme a leer o simplemente a mirar hacia el horizonte cuando anochecía. Me dejaba envolver por las olas de los acantilados, por la magia del lugar. Encontraba tanta paz que Mánchester se me hacía lejano, y volver alguna vez, muchísimo más.

      A punto estaba de contestarle a Klaus cuando mis ojos se posaron en un coche que había aparcado en la puerta. Un coche que no conocía.

      Dexter no tardó en adelantarnos. No entendí el motivo, como tampoco la tensión que se marcaba en los brazos de Klaus. Me dio la sensación de que nuestro coche iba cada vez más despacio en vez de ir más rápido. No supe por qué, pero noté una presión en el pecho muy extraña. Una presión que hacía mucho que no sentía.

      Con las manos temblorosas, me bajé, buscando al dueño de aquel oscuro coche, y me encontré con que había otro justo detrás de la cabaña del que no logré atisbar más que el morro. Klaus, sin camiseta y totalmente desprovisto de algo que pudiese tapar su pecho, me colocó detrás de su espalda cuando no escuchamos ni un simple ruido. Abrió con cautela la parte trasera de su vehículo y sacó su arma reglamentaria. Me pidió silencio con la mano.

      Antes de que pudiese dar un paso, escuché una voz. Miré a ambos lados al reconocer a mi madre y después a mi padre.

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