Mi perversión. Angy Skay
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—Y los amigos con derecho a roce lo hacen con más gusto. Según dicen.
Sonrió socarrón y rio con ganas.
Cerré la llave de los recuerdos que únicamente traían dolor a mi mente y a mi corazón y abrí los ojos. Encontré unas grandes y suaves manos alrededor de mi vientre, haciéndole caricias y círculos invisibles con sus pulgares. Las aparté con delicadeza y me volví para sentarme a horcajadas sobre el rubio que tenía a mi espalda. Me miró con verdadera devoción, y a pesar de que escuché un breve carraspeo cerca de nosotros, lo besé.
—Voy a tomarme un café. Estaré en el bar de allí —nos anunció Dexter—. Vale, me ha quedado claro que sabéis dónde estaré. Hasta luego. —Esto último lo dijo con retintín. Se alejó de nosotros; lo supe por su exagerado bufido.
Sonreí en la boca de Klaus y él me correspondió colando sus manos bajo la tela de mi vestido. Apretó mi cintura y jadeé en su boca.
—Deberíamos irnos. Está a punto de anochecer y hace un frío horrible para estar en la playa —musitó, dándome castos besos en los labios.
Dejé que mi sexo se rozara con el suyo y un gruñido salió de su garganta. Chupé sus labios, descendí mis manos por su duro y escultural torso y llegué hasta las suyas para permitir que adivinara qué ocurriría a continuación. Las impulsé hacia delante y, con mi ayuda, aparté a un lado mi braguita. Me entretuve con mis movimientos muy poco, pues desabroché su bragueta en un abrir y cerrar de ojos, descubriendo al alcance de mi mano un falo de tamaño considerable. Deslicé su piel hacia abajo, sin perderme ni un solo detalle de cómo sus labios se entreabrían de puro gozo.
—Tú has empezado —ronroneé felina, sin apartarle la mirada.
Jadeó en mi boca y noté su miembro endurecerse con rabia al traspasar las estrechas paredes de mi sexo, hasta llenarme por completo. Me moví en círculos lentos, exasperándolo, deseosa de sentirlo. Tiré de su pelo rubio hacia atrás y me observó con sus ojos verdes, tan brillantes como la luna que ya amenazaba con asomarse en el cielo. El sol se escondía, y solo quedaron en aquella playa nuestros gemidos y dos siluetas que se balanceaban sin parar. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Impregnándome del placer que tanto me daba cada vez que nos acostábamos. Marcando mi cuerpo con cada caricia, con cada mimo y con cada palabra que susurraba en mi oído mientras me pedía más y más.
Devoré con intensidad sus carnosos labios y, de nuevo, sus manos apretaron con saña mi cintura. Sonreí con fuerza en su boca, ajustando todo lo que podía y más mi pelvis a la suya. Se recostó sobre mi bolso y me observó con deleite, dejando que nuestros cuerpos se separasen lo justo para darle mucho más espacio a mi abultado vientre. Me moví ansiosa por llegar a la cima a la que siempre me transportaba con sus embestidas y advertí sus manos descender hasta posarse en mis caderas para acometer con más rudeza. Junté mis rodillas a sus costados, dejándolo entrar y salir a su antojo, abarcando mi interior por completo. Y cuando creí que explotaría en mil pedazos, salió de mí y me colocó a cuatro patas sobre la arena. Mi cabello chocó con mis mejillas de manera abrupta cuando se introdujo con ganas. Su miembro comenzó a bombear a una velocidad infernal y desquiciante. Sus mordiscos y besos no tardaron en recorrer mi cuello, hombros y espalda mientras sus manos azotaban y masajeaban mis nalgas.
Klaus era un hombre fogoso y a la vez tan delicado que en ocasiones me hacía plantearme si en realidad había sentido que alguien me hubiera mimado de esa manera en la cama. Pero no quise interrumpir nuestro momento con pensamientos que no venían a cuento, así que me concentré en los jadeos desgarradores que salían de la garganta de aquel escocés que embestía mi sexo de tal forma que sabía que ambos nos aproximábamos al final. Sentí sus manos rodear mis enormes pechos, más grandes que hacía algunos meses, y estrujarlos con lujuria hasta hacerme gritar.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Sus acometidas se tornaron más tensas, más secas. Y cuando creí que las piernas me fallarían y caería desplomada, un orgasmo arrollador me arrastró como las mismísimas olas que ya rozaban las puntas de los dedos de mis manos. Noté cómo se hinchaba y se derramaba en mi interior al mismo tiempo que soltaba un gruñido tan grave que me calentó sin dejarme tiempo para respirar siquiera. Apoyé los codos en la arena, permitiendo que el agua salada me bañase casi hasta la mitad del cuerpo. Exhausta, seguí de rodillas y me giré despacio para quedar bocarriba. Solté un gran suspiro de satisfacción mientras mi vestido se empapaba entero.
No supe por qué, pero una sonrisa iluminó mis ojos al volver el rostro hacia él. También sonreía, y una pequeña carcajada salió de mi garganta. No existía nada ni nadie. Solo nosotros, tirados en aquella playa, dejando que las olas nos mojasen y contemplando el oscuro cielo que nos observaba con envidia.
Me descubrí tragando saliva al ser consciente de que, por mucho que quisiera, todavía había algo en mi interior que no terminaba de llenarme por completo. No conseguía alcanzar esa felicidad infinita que todos buscamos. Sin embargo, ¿no es la felicidad un momento pasajero? Pues si así era, ahora mismo estaba experimentándola.
—Creo que estoy a punto de desmayarme del hambre que tengo —soltó, rompiendo aquel silencio maravilloso que se había creado entre los dos.
—Pues mi madre me ha traído hoy mucha comida.
—¿No cocinas? —Su tono salió jocoso.
Le di un manotazo de broma y rio con fuerza. El sonido que salió de su garganta me hechizó; aunque, ciertamente, lo hizo después de aquella cita que tuvimos cuando salí de la comisaría, antes de ir a Galicia. Después de esa, se sucedieron muchas más en los meses que llevaba en España.
—¡Sí que cocino! Pero se empeña en que tengo que comer bien: que si la niña, que si las comidas gallegas son las mejores… Ya sabes, cosas de madres.
—Pero no cocinas —apuntó.
—¡Oye!
Le di otro manotazo por su tono bromista y sujetó mis muñecas con fuerza. Rodó y terminó encima de mí, encajándose como pudo entre mi vientre y mi cuerpo. Su nariz rozó la mía. Después, sus labios delinearon con lentitud mi boca, trazando la línea hasta el final, solo con el fin de absorber aquellos instantes como si fueran los últimos.
—Mañana a mediodía tengo que irme —añadió con verdadera tristeza.
Fruncí el ceño y lo miré.
—¿Y has venido para estar una noche? —le reproché.
—¿Quieres que me vaya? —Se hizo el asombrado, siempre con su tono bromista, aunque me pareció que evitaba decirme algo importante—. Pues, discúlpeme, señorita, pero sí, he venido para disfrutar de su compañía una noche y para que me dé de cenar, aunque veo que esto último no será cosecha suya.
Reí y empujé su hombro, olvidando todo atisbo de duda sobre sus intenciones. Me vi reflejada en las personas que se enamoran por primera vez, en las que hacen ese tipo de tonterías tan tontas y tan bonitas que, con el paso del tiempo, las recuerdas y sonríes sin más.
—Pero la comida está muy bien —añadí. Sujeté su mano, que me invitaba a levantarme de la arena.
—Me siento engañado —aseveró con dramatismo.
—¡Oh, Klaus, cállate ya!
Reí con más energía, sin dejar de advertir los gestos de