Mi perversión. Angy Skay
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—Yo no he ido a buscarte. Tú sabrás qué quieres —le solté en el mismo tono.
Apretó los dientes, sin dejar de contemplarme con un brillo tan especial que parecía haber descubierto la luna. Dio dos pasos hacia mí y casi me desmayé. Sentí el temblor tan fuerte en mis piernas que tuve que apoyarme en el coche para no caer desplomada. Alcé un dedo en su dirección, sin necesidad de decirle una sola palabra. Él levantó las manos en son de paz, me observó y detuvo su paso.
—Prepara la maleta. Mañana por la tarde nos volvemos a Mánchester.
Lo miré atónita. Después, comencé a reír como una desquiciada. Loca y desquiciada.
¿Había hecho a saber cuántos kilómetros solo para imponerme que volviese a Mánchester? Desde luego, no estaba bien de la cabeza. Y eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, pero nunca imaginé que fuese tan grave.
Me contempló como si hubiese perdido el juicio, sin embargo, en ningún momento hizo el amago de sonreír. No era para menos, pues mi gesto cambió de un segundo a otro, y las risas histéricas se convirtieron en un rostro y un tono huraños que pocas veces sacaba a relucir:
—Vete a tomar por culo, Edgar. Coge tu coche y lárgate de aquí antes de que llame a la Policía.
—Enma…
Avancé en dirección a la casa, no sin antes darle un buen empujón en el hombro y mirándolo como una auténtica chula de barrio. Impidió mi avance sosteniéndome del brazo, pero me zafé de él con tanto brío que casi tropecé con mis propios pies. Lo aniquilé con la mirada.
—No te atrevas a ponerme una mano encima —escupí con rabia.
Acercó su rostro al mío y temblé.
—Ya veo que hay alguien que sí puede ponértela.
Apreté los dientes y mi mano voló en dirección a su cara. Sin embargo, me sujetó del otro brazo. Detuve el movimiento al escuchar a Klaus en la puerta:
—¿No la has escuchado, Warren? Te ha dicho que la sueltes. ¿Tienes problemas de audición tal vez?
Edgar alzó sus ojos con tanta ira que, si las miradas matasen, lo habría fulminado de un vistazo y dejado hecho una pegatina en la pared de piedra. Me soltó con mucha lentitud y dio un paso adelante, alzando el mentón, desafiante. Justo al llegar a su altura, Edgar escupió en el suelo, al lado de los pies de Klaus, con un desprecio que jamás había visto en él, y le soltó con maldad:
—Que te follen, payaso.
Todo lo que había pasado a cámara lenta, todo lo que había evitado para no dar un espectáculo delante de mis padres, se fue al garete cuando Klaus lo sujetó de la pechera y lo empujó hacia atrás. Tal fue su agarre que vi cómo la carne de Edgar se entremezclaba con su camisa entre los dedos del escocés.
Unas gotas comenzaron a caer del cielo; con seguridad, enfadado por el revuelo que estábamos montando. O eso quise pensar, porque la tormenta que se desató en segundos fue horrible. Parecía que iba a acabarse el mundo con nosotros en primera fila. Para mí, casi lo fue.
—Lárgate de aquí, arrogante de mierda —ladró Klaus.
Parecían dos titanes a punto de darse de hostias. Recé para que no ocurriese así, sobre todo cuando la cabeza de mi padre asomó por el quicio de la puerta, buscando explicaciones a las pequeñas voces que habrían oído desde el interior. Edgar no se lo pensó dos veces y le atestó tal cabezazo a Klaus que este tuvo que soltarlo sin más remedio. Se llevó la mano a la frente y después a la nariz, donde comprobó que la sangre salía a borbotones. Edgar, comenzando a mojarse por la lluvia, se quitó la chaqueta de un tirón y los botones salieron despedidos por el campo. Avanzó con grandes zancadas mientras yo lo veía todo e intentaba llegar hasta ellos.
—¿Qué demonios os pasa, chicos? —preguntó mi padre desde la puerta cuando el primer puñetazo de Edgar tiró de espaldas a Klaus.
El rubio no tardó ni medio segundo en levantarse del suelo, agachar lo justo el cuerpo y cargar como si fuese un toro en dirección a Edgar. Soltó un grito de guerra y se abalanzó sobre él con tanta brusquedad que pensé que, como mínimo, le habría partido una costilla, porque ambos salieron despedidos y lejos de donde estaban aparcados los coches.
—¡¡Parad!! —vociferé, y comencé a correr hacia el bosque.
Rodaban como dos niños por la hierba, con la diferencia de que las hostias se sucedían una detrás de otra y sin demora. No tenían tiempo ni de respirar. Ni siquiera me era posible discernir quién repartía más o menos, quién salía más perjudicado o quién era el que estaba encima del otro, porque se cambiaban con tanta rapidez y brutalidad que era imposible.
Mi padre corrió tras de mí con el fin de acabar con algo que no sabía ni de qué se trataba. Chillé con todas mis fuerzas para que se detuvieran, pero estaban inmersos en reventarse el uno al otro.
—¡Voy a matarte! —le escupió Edgar en la cara, golpeando con fuerza su mejilla derecha, que sangraba también.
—¡Y yo voy a sacarte los ojos, hijo de puta! —le advirtió Klaus, quitándose de encima a su oponente tras darle un rodillazo.
Edgar cayó a la hierba y rodó por ella, hasta que frenó su avance colocando las manos en el suelo. Elevó su rostro y me vio acercándome a ellos justo en el momento en el que mi padre me alcanzaba y tiraba de mí para que no me entrometiese en la pelea.
—¡¿Estás loca?! ¿Adónde te crees que vas, mi niña? —Su tono fue autoritario, pero no por eso dejó de usar el apelativo cariñoso por el que siempre me llamaba.
—Papá… —le supliqué para que me soltase.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? —preguntó la voz de Luke con apuro desde la puerta.
—Se matan. ¡Van a matarse! —aseguró Dexter, llegando tras él.
A Luke y a mi amigo los detuvo mi madre negando con la cabeza para que ninguno se acercase más de la cuenta. Lo que no sabía era cómo podía estar tan entera después de lo que estaba viendo.
Llovía. Y ya no eran gotas, sino que lo hacía a mares. Edgar me echó un vistazo desde el suelo y pude ver su pómulo inflamado y su labio partido. Se quejó al intentar levantarse, sin embargo, se llevó una mano a la costilla derecha y apretó los dientes para así poder ponerse de pie.
Tan ensimismada estaba en él que no fui consciente de la exclamación que mi padre soltó y el pequeño grito que salió de la garganta de mi madre. Posé mi mirada en Klaus, quien, de pie, lo apuntaba con su arma. Abrí los ojos como platos y me zafé de mi padre en un pequeño descuido por su parte.
—Enma, ¡no!
—¿Quién crees que va a matar a quién, listo? —le preguntó Klaus con rabia. Escupió una gran cantidad de sangre en el suelo y siguió contemplándolo con un rencor infinito.
Se encontraban encarados de tal forma que todos podíamos ver los movimientos de uno y otro, porque estaban de frente y las luces de la calle nos alumbraban.