Mi perversión. Angy Skay
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—Me cerró la puerta en las narices. —Abrí los ojos como platos, aunque nada me extrañaba del carácter huraño de Edgar—. Nunca supe por qué lo hizo. Nunca más le pregunté. Me dolió tanto que ni siquiera puedo contarte la de días que le di vueltas al tema, preguntándome qué había hecho mal. Yo no quería ni por asomo nada que tuviera que ver con Waris Luk; al contrario, por aquel entonces, ya estaba a punto de entrar en la Policía.
Tomé una extensa bocanada de aire y miré mis pies. Pobres relaciones las que acaban así. Da una lástima enorme saber que has perdido a alguien sin siquiera tener una explicación. Pero, como la vida misma, esas cosas ocurren, y por el tono de Klaus, a él le había afectado mucho.
Elevé mi vaso y sonreí a la vez que usaba el tono bromista del que Klaus nunca se desprendía:
—Brindemos por las amistades nuevas, pues.
Alzó su botellín a la par que su ceja:
—De momento, prefiero no considerarte una simple amistad. Pero… —alargó mucho la primera vocal y sonrió— brindemos.
—Echa el freno, amigo nuevo.
Reí y tiró de mi mano para juntarme de nuevo al calor sofocante que su cuerpo emanaba. Sus dedos se introdujeron en mi cabello y lo masajearon, ocasionando que cerrase los ojos de puro placer más de una vez. Restregué mi mejilla con su duro pecho y me permití dibujar círculos invisibles por debajo de la manta sobre su muslo derecho.
Su siguiente pregunta me pilló de improviso y detuve mi movimiento en seco:
—Es el padre de Dakota, ¿verdad? —Tragué saliva, intentando que no se me notase. No supe por qué, pero no me atreví a mirarlo. Él, en cambio, despegó mi cuerpo del suyo y agachó el rostro para mirarme a la cara. No era interés lo que había en sus bonitos ojos, sino una afirmación aplastante. Chasqueó la lengua—. No tienes que temer. La vida es así. El destino es así.
Noté que el pecho se me oprimía y que unas ganas de llorar se hacían con el control de mis ojos y mi garganta, que ya se cerraba.
—Klaus… Yo… Lo sien…
—No te disculpes por algo que no debes, Enma. Solo era una pregunta. No le des más importancia, porque para mí no la tiene y el futuro solo depende de ti. —Me atreví a mirarlo pese a que sentía mis ojos arder. Intentó quitarle hierro al asunto soltando un comentario gracioso de los suyos—: Sé mucho de ti. Recuerda que soy poli.
Sonreí, y una lágrima resbaló por mi mejilla. Él la recogió con su pulgar, se lo llevó a los labios y lo besó. Sentí que su pecho se desinflaba cuando volvió a cobijarme bajo sus brazos, e imaginé sin poder evitarlo los pensamientos que debían estar pasando por su cabeza en ese instante. A veces me preguntaba si el destino quería jugárnosla a todos de alguna manera, pues nunca fallaba y siempre daba en el clavo que más dolía. A la vista estaba.
Un silencio extraño se creó entre nosotros, hasta que noté sus dedos tamborilear sobre mi hombro. De reojo, vi que miraba el reloj en su muñeca.
—Bueno, yo creo que ya está bien de lamentos, de silencios y de cena que casi no hemos probado —objetó—. Y ya va siendo hora de calentar el ambiente.
Le dio un puntapié a la mesilla baja y la separó. Empujó mis brazos con suavidad para poder mirarme, apartó un mechón de mi pelo y lo colocó detrás de mi oreja. Alcé una ceja con gracia cuando me puso morritos.
—¿Quiere decirme algo, señor Campbell?
—¿Nos vamos a Escocia entonces? —me preguntó, apartando la manta.
—Tendremos que esperar a que Dakota nazca —puntualicé.
—Trato hecho. Y, ahora, señorita Wilson, ¿es usted tan amable de decirme qué tenemos de postre, o me sirvo yo?
Me fijé en que sus ojos brillaban y una sonrisa maquiavélica asomaba en sus gruesos labios. Reí al sentir uno de sus dedos clavarse en mi cadera e intenté apartarlo, sin éxito. Enarqué una ceja para hacerme la insinuante, aunque de poco me sirvió, porque al final terminamos sobre la moqueta y tan calientes como lo estaban las llamas de la chimenea.
7
EDGAR
Le di una patada a la rueda del coche.
Después, un puñetazo al capó, y se hundió.
Ni siquiera notaba el pómulo inflamado, el labio partido, la costilla que estaba matándome ni el dolor en mis nudillos ensangrentados. Solo experimenté ira, dolor, tristeza y miles de emociones. Me miré unos segundos en el reflejo de la ventanilla del coche de alquiler. No me reconocía.
¿En qué momento de mi vida había comenzado a perder los papeles de aquella manera? «Siempre —me respondí a mí mismo—. Pero nunca por una mujer —me contradije como un loco». Exhalé un fuerte suspiro, llené de aire mis pulmones y contemplé la espesura del bosque. Escuché el clic del maletero al abrirse. Luke no había dicho nada. Ni siquiera se había pronunciado, hasta ese momento:
—A tomar por culo la fianza con ese bollo. —Apuntó hacia él y lo miré con muy mala cara. Levantó las manos, excusándose, sacó el paraguas y lo abrió. Después me ofreció uno a mí que no acepté—. Pero yo no digo nada. ¡Que me aspen! Toma, que vas a pillar una pulmonía. Creo que deberías cambiarte de ropa. —Señaló mi traje, completamente pegado a la piel.
A mí sí que iban a crucificarme, pero a base de bien. Por mucho que intentara hacer las cosas en condiciones, era imposible. De nada servían las terapias, la gente que había conocido, los controles de rabia por parte del psicólogo. De nada. Porque lo había soltado todo en la cara de Klaus.
Maldito cabrón. Y tampoco podía culparlo, ya que cualquier persona con dos dedos de frente —no como yo, precisamente— se enamoraría de Enma. Era la mujer ideal, la pareja perfecta, con la que piensas vivir hasta que tu piel se arrugue. Sin embargo, era muy cierto eso de que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.
Y tanto.
Suspiré. Abrí la puerta del coche, miré al cielo y cerré los ojos, dejando que la lluvia me empapase, si es que había algún recoveco de mi cuerpo que no se hubiese mojado. Me deshice de la chaqueta y de la corbata. Me aflojé las mangas y me las subí a media altura, sobre el antebrazo. Cerré de un portazo que casi provocó que me llevase la puerta enganchada en la mano y giré sobre mis talones en dirección al bosque.
—¿Edgar?... ¿Adónde coño vas? —No le contesté—. ¡Edgar! ¡Vas a morirte de frío! —Seguí caminando como si no lo escuchase—. Maldito cabezón de mierda.
Un portazo más y el sonido de unas llaves al cerrar, seguidos de unos pasos apresurados, me indicaron que Luke venía tras de mí. Anduve sin rumbo durante muchos minutos, los suficientes como para percibir que me dolían hasta los huesos del frío. Pensé mucho. En demasiadas: la vi entrando por la puerta de mi despacho el primer día; la vi caminando como una persona normal, sin estirarse ni sacar pecho, como solían hacer la mayoría de mis trabajadores; la vi riendo, bailando, comiendo, ayudando, siendo humana. No la merecía, y eso estaba consumiéndome.
La imagen de su perfecto y redondeado vientre me vino