Para un análisis del discurso jurídico. Pierre Brunet

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la acción de los jueces es (y debe ser) responder a la demanda social. No obstante, los razonamientos son muy distintos. Mientras que para Pound la satisfacción de los jueces a la demanda social (su toma en consideración) corresponde a una teoría de la justicia que deriva de una teoría sociológica del derecho, para Cohen la conclusión deriva de una teoría de la interpretación jurídica. En otras palabras, como no existe ninguna regla científica que permita descubrir o la intención del legislador o el verdadero significado de las palabras, hay que reconocer que lo que puede guiar a los jueces son las máximas de política pública y de las preferencias sociales28.

      Podemos apreciar mejor la originalidad de Cohen –o la radicalidad de su posición– si se le compara con Kohler. Cohen no se basa en una teoría sobre el significado sociológico del derecho en general, y su óptica es más empírica: Como la interpretación de los textos de ley es una condición de su aplicación, los jueces tienen libertad en su interpretación y el único límite que vemos no es teórico sino depende de la política jurisprudencial que desean tener y que pueden alimentar de diversas consideraciones29.

      Es tentador también identificar a Morris Cohen en lo que escribirá años más tarde Benjamin Cardozo30. Aquí también lo que merece ser resaltado son las diferencias. Si Cardozo sigue a Gray y a Holmes en su rechazo del formalismo, en definitiva defiende una posición que es más mesurada que la de Morris Cohen retomando bastante a Gény. Así, adhiere a la idea según la cual es ante el silencio o la inadecuación de la ley que el juez debe crear derecho y actuar en la búsqueda de los objetivos que el propio legislador hubiere perseguido en caso de haber intervenido.

      Entonces defiende una posición “media”, y es que situándose a media distancia entre los adeptos de un juez “no legislador” y los de un juez “puro legislador”, explica que el juez puede crear derecho de manera “intersticial” (en los intersticios que le deja el derecho positivo). Por otro lado, esta creación intersticial es la puesta en marcha de un poder y no de un derecho –dicho de otro modo, un poder sometido a la obligación de no abusar de él.

      A este respecto, resulta divertido observar que, casi cincuenta años antes de Dworkin, Cardozo se basa en la decisión Riggs v. Palmer (115 N. Y. 506) para ilustrar su concepción del “judicial process”, es decir, que los jueces tienen el poder de ponderar las disposiciones legales con principios de justicia y, de este modo, oponerse a la demanda de un heredero que ha sido reconocido como un criminal y que reclamaba su parte de la herencia fundamentándose en el testamento de su propia víctima. Mejor todavía, Cardozo considera el principio –nadie puede beneficiarse de su propia torpeza– como un principio filosófico y no jurídico. Y así como existen principios “filosóficos”, existen, según él, principios de justicia social o “sociológicos” que guían al juez en su actividad de creación “intersticial”.

      En cuando a Gény, a quien Cardozo hace tanto caso, conviene destacar que su razonamiento continúa admitiendo el prejuicio formalista de la “intención del legislador” y del “verdadero sentido” del texto. La propuesta que hace de una libre búsqueda de la regla de derecho por el juez en ejercicio de su poder discrecional no concierne sino ciertas hipótesis muy limitadas, como es la ausencia de una regla o de la costumbre aplicable, una ambigüedad del texto, una eventual incoherencia. Al propugnar por la libre investigación, favorece la autonomía del derecho pero no busca crear un desorden jurídico y no se deshace de la idea según la cual el derecho debe ser un orden estructurado31. Hipótesis con las que ni Gray, ni Cohen ni Holmes se molestan, al igual que los realistas posteriores a ellos.

      Justamente, los realistas retoman el estribillo holmesiano que dice que los jueces deben decidir sobre el fundamento del conocimiento agudo y completo de la realidad social contemporánea. Esto no quiere decir que esos mismos jueces tengan vocación de lanzarse en consideraciones “sociológicas” a lo Pound o Kohler, que les conduzcan a preguntarse sobre los fines sociales del derecho. Por el contrario, más que proferir juicios que porten sobre el contenido sustancial del derecho positivo, Llewellyn y los otros exigen que los jueces sigan el contexto social en el cual los justiciables evolucionan. Ese es el único modo de adquirir “sentido la situación” que permite juzgar los litigios y tener en cuenta la finalidad que tienen los textos teniendo en cuenta también la situación concreta en la cual éstos son invocados, situación que ha podido generar cierto tipo de expectativas de parte de las personas involucradas32.

      Entonces si Llewellyn concibe que los jueces puedan adaptar o hasta cambiar las reglas, ese poder no puede ser el resultado de un capricho ni de ninguna “buena intención” sino el resultado de una necesidad: la de responder a los cambios de valores que sufre toda sociedad. Sin embargo, para él los valores no son los mismos que para la “sociedad” entendida ésta como una entidad dotada de razón. Esos valores son los de los grupos sociales que tienen y desarrollan prácticas que les son propias y que el “sentido de la situación” permite identificar33.

      Si los realistas conciben la posibilidad de un intervencionismo así, no es en aplicación de cualquier teoría que haga del juez una especie de gran legislador racional. Es porque se apoyan en un análisis del racionamiento jurídico marcada por la indeterminación que ya había sido resaltada por Holmes: ninguna solución única puede ser justificada por las reglas del derecho. Por otro lado, a partir del momento en que deben tomar en consideración los hechos, los jueces razonan conforme a esquemas-tipo que vuelven las decisiones poco previsibles. Esas teorías no han permitido nunca que emerja un “argumento sociológico” en el seno de la argumentación jurídica ni han hecho desaparecer una posición textualista siempre presente.

      Aquí debemos regresar al prejuicio formalista de los juristas que les permite distinguir entre lo jurídico y lo no jurídico, prejuicio que puede ser reforzado y debatido. Es lo que explica que desde hace tiempo los juristas se opongan entre los que sostienen una concepción formal del derecho y los que reivindican una concepción, si no material, por lo menos no formal o “antiformalista”.

      Ciertamente, por “formalismo” podríamos sólo designar la corriente nacida en el siglo XIX bajo el imperio de la codificación y al cual ligamos la escuela de la exégesis. El término entonces nos remite una teoría –una concepción– general del derecho que contiene, entre otras, una teoría de la interpretación. Esta última está íntimamente ligada a los postulados de integridad y de coherencia del derecho el cual está, como sabemos, reducido al código, él mismo identificado a la voluntad del legislador.

      Dentro de ese contexto, interpretar es reencontrarse con esa voluntad, reputada fuente exclusiva del derecho. La “teoría” de la interpretación consiste entonces en algunos “métodos” capaces de alcanzar la significación correcta y justa o verdadera del texto: cuando el texto es claro, la interpretación debe ser literal; cuando varios textos entran en conflicto, se debe privilegiar el más reciente; cuando los textos son contemporáneos o cuando el texto no es claro, debemos buscar el espíritu de la ley, lo que Jhering llamaría “la interpretación lógica” y las cortes inglesas llamarían la “ratio legis”34.

      Lo que esos métodos garantizan es la objetividad de la operación de interpretación –la interpretación presentada por el intérprete– para que el resultado de esta en ningún caso sea expresión de su voluntad. Evidentemente, la forma suprema del racionamiento que debe seguir el juez es el silogismo judicial. En otros términos, el derecho debe ser considerado una ciencia, y como en toda ciencia, el racionamiento jurídico debe ser deductivo y lógico.

      Luego de haber sido enunciado, el formalismo fue ampliamente denunciado35 sobre todo bajo la influencia de Jhering, Holmes y Gény, seguidos por numerosos juristas en Alemania, Francia y Estados Unidos. Las primeras críticas denunciaban el “conceptualismo” de sus predecesores o lo que Gordley

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