Escultura Barroca Española. Escultura Barroca Andaluza. Antonio Rafael Fernández Paradas
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Muestra de esta progresión resulta el contraste entre los bustos de Ecce-Homo y Dolorosa de la Capilla Real de Granada —atribuidos por Gallego Burín a José de Mora y reatribuidos a Risueño por Sánchez-Mesa— o el Cristo de los Amores del convento del Ángel Custodio, con la canesca imaginería del retablo de San Ildefonso de Granada (1720), obras todas ellas marcadas por una sagaz relectura de los modelos más prestigiosos del pasado reciente. El Cristo de los Amores, por ejemplo, presenta un contacto muy directo con el Cristo de Mora en la interpretación del rostro, solo que más blando en el modelado, y con un concepto pictórico en la representación lógico en quien dominaba ambas artes. La línea intimista y devocional alcanza un fruto nuevo y original en el Cristo del Consuelo, Crucificado de la abadía del Sacromonte, al que Sánchez-Mesa fecha hacia 1698. La composición de cuatro clavos, poco frecuente en Granada, marca una verticalidad compositiva que acusa la serenidad que impone Cano en este tema, pero que también se acerca a xilografías de Durero. Sin embargo, en su concepto es menos ideal, el natural no se ha sublimado, sino que se expresa en un modelado realista y blando, de sentida humanidad. De gran fuerza es la cabeza inerte (Fig. 19), hundida en el pecho, con rasgos duros de una técnica cada vez más suelta y que en esta zona aparece ya casi abocetada[64]. Otro imponente ejemplo de su peculiar interpretación de la imagen devocional es la actual Virgen de la Esperanza (antes de las tres Necesidades) de Santa Ana, Dolorosa de vestir que muestra cierta originalidad con respecto a los modelos de su maestro Mora[65].
Fig. 19. José Risueño. Cristo del Consuelo. Hacia 1698. Iglesia de la Abadía del Sacromonte, Granada.
El patronazgo del arzobispo Ascargorta (en la sede granadina entre 1692 y 1719[66]) le aúpa a un puesto de privilegio en los encargos diocesanos. Frecuenta incluso el trabajo de la piedra, en la que consigue una muy personal vibración de superficies como procedente del modelado en barro, como atestiguan la Virgen de las Angustias (1716) para la fachada trasera del Palacio Arzobispal o el tondo de la Encarnación (1717) que centra la portada principal de la catedral. Por otra parte, la dialéctica con los modelos de Cano y Mora le acompaña en obras tardías. La imaginería del retablo de San Ildefonso de Granada (1720) muestra el estudio de aquellos tipos equilibrados e idealizados característicos de Cano que Risueño actualiza dando entrada a registros plásticos procedentes de otras fuentes, de modo que sus superficies vibran en un modelado rizado que intencionadamente no se ha suavizado para contrastar más sus microjuegos de planos y hacerlos perceptibles a la distancia considerable a la que se contemplan. En el San Juan de Dios y la Santa Teresa (hacia 1726) del retablo mayor de San Matías de Granada, sin embargo, explora modelos de José de Mora, con una extraordinaria concentración expresiva, que renuncia a la teatralidad gestual.
La escultura de pequeño formato en barro es quizás la faceta más original del arte de Risueño. La sinuosidad y alardes plásticos que el modelado de este blando material hace posible se ponen al servicio de un tipo de personajes sagrados altamente humanizados pero no vulgarizados, aportando un acento cálido e íntimo al que conviene la técnica virtuosista, sobre todo en el tratamiento del cabello, que otorga increíbles cualidades plásticas a la figura de las que solo la visión cercana y espaciosa es capaz de disfrutar y comprender. Las figuras del Niño Jesús de Pasión (Museo de Bellas Artes de Granada, abadía del Sacromonte), la Magdalena penitente (catedral de Granada) o la Sagrada Familia (Museo de Bellas Artes de Granada, San Francisco de Priego) atestiguan la seguridad en el modelado, como dibujado, de Risueño y marcan un acento doméstico e íntimo llamado a tener gran éxito en la plástica granadina.
7.3.Los discípulos de Diego de Mora
La huella de los Mora en la escultura granadina se convierte en signo visible y perdurable en todo el siglo XVIII a través de unos modelos de amplia aceptación popular basados en la suave idealización, la contención expresiva y la habilidad técnica, a lo que se une una creciente riqueza cromática, hasta el punto de conformar unos tipos muy reconocibles pero cuya homogeneidad dificulta enormemente la atribución a los distintos maestros documentados en esta época. Esa herencia se gesta en el taller de Diego de Mora, donde se forman una primera generación de escultores dieciochescos —nacidos en las postrimerías del siglo XVII o primera década del XVIII— de la que forman parte Agustín de Vera Moreno, José Ramiro Ponce de León, Diego Sánchez Saravia y Torcuato Ruiz del Peral, entre otros, cuya cercanía a Diego de Mora asegura un barroquismo con mayor conocimiento de causa y, en la medida de las capacidades creativas de cada uno, algunos destellos de calidad con connotaciones expresivas e iconográficas singulares.
Descuella Agustín de Vera Moreno (1699-1760), quien ofrece siempre un sentido barroco de la imagen, a base de planos contrastados y superficies vibrantes, iniciando, junto a su condiscípulo Peral, una técnica de talla profunda e incisiva, cortante y abiselada, que sofistica y hace compleja la práctica escultórica, más atenta a la dificultad técnica que a problemas compositivos o expresivos. Su primera obra documentada es el San José del convento de Carmelitas Calzadas de Granada, de 1718, iconografía de gran predicamento en la devoción popular del siglo XVIII; la policromía de colores contrastados y profusa decoración de flores es expresión del nuevo gusto por lo decorativo, que abandona la austeridad cromática impuesta por Cano. El tipo se continúa en el San José con el Niño de la basílica de las Angustias, recientemente documentado y fechado en 1744-1745 por Isaac Palomino, quintaesencia de la gracia dieciochesca, actuando sobre los estrechos márgenes del modelo consagrado por la devoción popular, a la que conviene la artificiosidad de pliegues cortantes y la dulzura de expresión. La misma línea cultiva en un ramillete de imágenes en madera policromada que por ahora conforman su corto catálogo: el Apostolado, que luce en las ochavas y tambor de la cúpula del crucero de la basílica de San Juan de Dios en Granada; la bellísima Inmaculada del camarín del mismo templo (que convierte el modelo de Cano en algo sinuoso y ostentoso), el Cristo de la Expiración en la parroquia de San Pedro de Priego (entre 1735 y 1738) y algunas más, a las que sumo los excelentes grupos escultóricos (imágenes exentas y relieves) del retablo mayor de Otura, terminado en 1743, incluyendo la imagen titular de la Virgen de la Aurora.
Pero, además, muestra una extraordinaria solvencia en el trabajo de la piedra, que utilizó con frecuencia y casi sin interrupción, lo que le lleva a trabajar en los más importantes proyectos de escultura monumental de la Granada de su época, durante un par de décadas. Entre ellos se cuentan el conjunto de relieves que adorna la fachada de la antigua iglesia de San Pablo de la Compañía de Jesús (1740) —hoy parroquia de los Santos Justo y Pastor—, las esculturas del antiguo trascoro catedralicio (1741-1742), parte de las esculturas de la portada de la basílica de San Juan de Dios (hacia 1741), así como las de la portada de la iglesia del Sagrario, las figuras de los Evangelistas en las ochavas del mismo templo (1744-1745) y las de los Santos Padres en su tabernáculo (1747-1749).
Torcuato Ruiz del Peral (1707-1773)[67], por su parte, llega a Granada a la edad de catorce años desde su Exfiliana natal, pudiendo documentarse desde 1725 su discipulaje con Diego de Mora, que según Gallego Burín se completó, desde la muerte de Diego de Mora, en 1729, junto al pintor y sacerdote Benito Rodríguez Blanes, gran amigo de su primer maestro. Con ello se reforzaría una peculiaridad de los escultores barrocos