Desafío al pasado - La niñera y el magnate. Christina Hollis
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Negar que lo deseaba sería fútil, el hombre no era ningún tonto. Leía a las mujeres con facilidad diabólica.
–Me impedirá involucrarme contigo, Jonas.
–No –movió la cabeza con seguridad–. Añadirá sabor a nuestra aventura. Lo estoy deseando.
Irritada más allá de lo que creía posible, sobre todo porque parte de ella sabía que Jonas tenía razón, agitó un dedo con ira.
–Escúchame, Jonas Berkeley…
–Te pones guapísima cuando te enfadas –dijo él con una sonrisa que habría derretido el hielo.
–¡Para ya! –Aimi, impotente, casi dio una patada en el suelo de pura rabia.
–No lo haría, incluso si pudiera. Estoy embobado contigo, Aimi Carteret, y no pararé hasta apagar la fiebre que me quema.
Como declaración, era de órdago. A Aimi la dejó sin aire. Movió la cabeza, desconcertada.
–¿Y qué hay de lo que yo quiero?
–Eso es lo bonito. Ambos queremos lo mismo, ¿por qué no lo aceptas? Te prometo que no te arrepentirás.
Tenía una lengua de oro, no era extraño que las mujeres cayeran a sus pies. Pensar eso aguijoneó su orgullo lo bastante para resistirse.
–¡Eres el hombre más cabezota que he tenido la desgracia de conocer!
–No pensarás eso cuando me conozcas mejor –Jonas volvió a ponerse en marcha.
–Te conozco todo lo bien que pretendo conocerte –afirmó Aimi, seca. Fue un alivio entrar al comedor y encontrar a la familia ya reunida. Fue directa a hablar con Paula. Le temblaba el cuerpo y tenía el corazón acelerado. Se sentía acosada, atacada por todos los flancos y atónita por el rápido derrumbamiento de sus defensas.
Por suerte, Jonas no la siguió. Por desgracia, como Nick no estaba, habían sentado a Jonas a su lado, así que el respiro duró poco. Sin embargo, él se transformó en la viva imagen de la cordialidad y el ingenio, haciendo que la conversación fluyera por toda la mesa. No pudo por menos que admirar su capacidad para hacer que todos se sintieran a gusto; pero sabía que utilizaba ese mismo encanto para atravesar las defensas de una mujer. Mientras comía los deliciosos platos, Aimi tuvo que admitir, a su pesar, que había mucho que admirar en Jonas Berkeley, si se obviaba el que era un mujeriego y un conquistador.
Como era costumbre en la familia, tomaron el café en la terraza. Aimi le preguntó a Simone por la historia familiar y pronto estuvieron perdidas en las complejidades de su familia. A Aimi le pareció un tema tan fascinante que consiguió olvidar a Jonas, hasta que él habló.
–Deberías enseñarle a Aimi la Biblia de la familia –le dijo a su madre–. Seguro que le interesa. Tiene más de cien años.
–¿Te gustaría verla? –preguntó Simone.
–Desde luego –asintió Aimi–. En mi familia no hay nada similar.
–Lleva a Aimi a la biblioteca, Jonas –le pidió Simone a su hijo–. Sabes en qué estantería está.
–Será un placer –contestó él con una sonrisa. Se puso en pie y miró a Aimi, interrogante.
Eso no era lo que ella había pretendido al aceptar la oferta, pero no podía negarse, así que se levantó con expresión risueña y lo siguió. Parecía que todo estuviera conspirando para acercarla a Jonas. Se le había acelerado el corazón como si esperase algo; por ejemplo el contacto de sus labios en los suyos.
La biblioteca estaba poco más fresca que el resto de la casa, a pesar de dar al norte. Jonas le cedió el paso para que entrara, cerró la puerta y fue a abrir la cristalera que daba al jardín. Empezaba a oscurecer, así que encendió una lámpara con pantalla verde, que emitía un acogedor resplandor dorado.
Aimi lo observó desde el centro de la habitación, que parecía haber encogido. Jonas estaba junto a la ventana, pero lo sentía como si estuviera a su lado. La electricidad empezó a zumbar en el aire, a su alrededor. Aimi tuvo la sensación de que le faltaba oxígeno.
Jonas, entretanto, fue hacia una de las librerías que a Aimi le quedaban por explorar y sacó un voluminoso libro con tapas de cuero, que dejó sobre la mesa, junto a la lámpara. Alzó la vista y arqueó las cejas al verla tan lejos.
–Desde allí no podrás verla –señaló. Aimi fue a reunirse con él–. Ábrela tú –invitó, haciéndole sitio ante la mesa. En cuanto ella estuvo allí, se acercó para mirar por encima de su hombro.
Aimi hizo lo posible por concentrarse en la Biblia. En la primera página había inscrita una lista de nombres, con excelente caligrafía.
–El tercer nombre es interesante –comentó Jonas, estirando el brazo para señalarlo. Aimi apenas lo vio, porque sentir su cálido aliento en la nuca le provocó escalofríos–. ¿Puedes leerlo?
Aimi ni siquiera habría podido recordar el abecedario en ese momento, no estaba para leer. Sólo sabía que si giraba la cabeza, sus labios se tocarían.
–Pues no –mintió–. La letra es muy pequeña.
–Hay una lupa por aquí –murmuró él, mirando a su alrededor–. Ah, aquí está –se inclinó hacia delante y su mejilla rozó la de ella. Aimi soltó un gemido y Jonas se quedó inmóvil–. ¿Algo va mal? –preguntó, con voz suave. Pero el brillo de sus ojos indicaba que sabía bien lo que estaba haciendo y el efecto que tenía en ella.
–No, pero creo que deberíamos volver con los demás –consiguió decir ella, sintiendo un cosquilleo en los labios.
–Pero aún no has mirado la Biblia. Hay mucho que ver –añadió, persuasivo–. Sabes que en realidad no quieres marcharte.
La antigua Aimi, la que había vivido la vida al máximo y amado con entusiasmo, no quería marcharse. Pero la nueva, que sabía que había que pagar por los errores cometidos, intentaba mantener el control. Estaba requiriendo cada átomo de su fuerza de voluntad para no entregarse a sus brazos y dejarse llevar por la intensa atracción física que sentía. Nadie antes había conseguido hacerle sentir esa necesidad, esa urgencia. La atraía como una llama a una polilla; sabía que podía quemarse, pero seguía atrayéndola su calor.
–Tengo que irme –declaró Aimi. Alzó una mano para que se apartara–. Necesito aire fresco –sabía que sonaba desesperada, pero le dio igual. Allí dentro no podía respirar, él estaba absorbiendo todo el oxígeno. Con la poca fuerza que le quedaba, fue hacia la cristalera. Jonas la habría seguido, pero sonó el teléfono y tuvo que contestar. Aimi aprovechó para escapar.
Salió por la puerta de cristal y se encontró en un lateral de la casa, desde el que podía acortar entre los arbustos y bajar hacia el lago sin que nadie la viera. Se sentía como un animal huyendo, tenía el corazón desbocado. Sin embargo, mientras se alejaba, oía el canto de sirena que la instaba a regresar. Lo que quería estaba a su espalda, no ante ella.
Sin embargo, sabía que no todo lo que deseaba era bueno. Había comprobado los resultados de esa autoindulgencia y se había jurado que no se repetirían.