Desafío al pasado - La niñera y el magnate. Christina Hollis

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Desafío al pasado - La niñera y el magnate - Christina Hollis Omnibus Bianca

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la miró rápidamente.

      –¿Disculpa?

      –El que está con Jonas. Era marinero y le encanta contar sus aventuras. Los niños lo adoran –explicó la mujer con una sonrisa amistosa.

      –Ah, sí –murmuró Aimi, alegrándose de que la mujer hubiera malinterpretado su interés–. Creo que aún no me lo han presentado.

      –Entonces te encantará. Vamos por algo de comida. ¿Vienes? –invitó la mujer.

      –Esperaré a Nick –rechazó Aimi–. No tardará mucho.

      Los demás fueron hacia el grupo que rodeaba la parrilla, dejando a Aimi sola por el momento. De inmediato, buscó a Jonas con la vista, pero los dos hombres ya no estaban a la vista y sintió cierta desazón. Eso le demostró que estaba volviéndose loca. «No puedes seguir así, Aimi», se reprochó.

      Se puso en pie y decidió unirse a la cola que esperaba comida. Cualquier cosa para no pensar en ese maldito hombre. Sin embargo, al girar, se encontró mirándolo directamente por encima de un mar de gente sentada. Antes de que pudiera moverse, Jonas, como si hubiera captado su mirada, clavó los ojos en ella. La intensidad de la conexión la anonadó. Por añadidura, sintió un vínculo físico que le urgía acortar la distancia que los separaba. Los ojos azules parecían estar diciendo «Sé dónde quieres estar, y sólo tienes que venir hacia mí». Entreabrió los labios para tomar aire; él sonrió levemente.

      –¡Ahí estás! –la voz de Nick, a su espalda, hizo que Aimi girara en redondo, con el corazón desbocado.

      –¡Oh, Nick! –exclamó, medio mareada por la sorpresa, medio por lo que había interrumpido–. ¡Me has asustado!

      –Lo siento, Aimi –Nick arrugó la frente con preocupación–. ¡Estabas en otro mundo!

      Ella deseó estarlo. A millones de kilómetros de Jonas y del hechizo sensual que tejía a su alrededor. Tal vez así podría pensar con claridad y bajarse de la montaña rusa en la que viajaba desde la primera vez que lo vio. Él era una tentación a la que debía resistirse con todas sus fuerzas; si no lo hacía no volvería a respetarse a sí misma. Le había fallado a Lori, no volvería a fallar.

      Con eso en mente, Aimi se concentró en Nick para borrar a Jonas de sus pensamientos.

      –¿Qué quería el hospital?

      –Me informaron sobre un caso de urgencias que acaba de llegar. Es posible que me necesiten para operar, así que querían avisarme. No pinta bien. Lo sabré en unas horas. Lo siento, Aimi, puede que tenga que volver al hospital esta noche.

      –No importa –aceptó Aimi, comprensiva. Así era el trabajo de Nick–. Al menos has podido ver a tu familia.

      –Sabía que te contraté por una buena razón. Te lo tomas todo con calma, nada te perturba –comentó Nick. Aimi estuvo a punto de echarse a reír, el hermano de Nick estaba tirando por los suelos su afamada calma–. Ven, vamos a comer algo. Estoy muerto de hambre, y no sé cuándo volveré a disfrutar de una comida.

      Aimi dejó que la guiara, pero no pudo resistirse a mirar de soslayo. Jonas seguía observándola. Miró al frente, con los nervios a flor de piel. «Dios, que el fin de semana pase pronto», rezó para sí. Sabía que podía hacer algo muy, muy estúpido, y todo lo que había conseguido se tambalearía.

      Por suerte, la extensa familia Berkeley la rescató. Tras consumir una cantidad impresionante de comida, la familia se concentró en lo importante del día: jugar a cosas. Concluyeron con un simulacro de béisbol, de hombres contra mujeres, que creó un escándalo de carcajadas; las reglas eran informales, por decir algo, y peleaban a gritos por cada punto. Aimi rió hasta que le dolieron las mandíbulas. Todos acabaron agotados. Gradualmente, los distintos parientes empezaron a dispersarse, de vuelta a sus hogares, y volvió la paz.

      A nadie le apetecía cenar mucho tras la copiosa comida y el día de agobiante calor. Por suerte, Maisie había dejado una ensalada y una quiche en el frigorífico antes de marcharse a casa. Todos bromearon durante la cena. Rememoraron los juegos y Aimi pudo concentrarse en eso, en vez de en Jonas, que estaba a pocos pasos de ella. Aunque sus sentidos seguían cosquilleando, receptivos, se enorgulleció de poder ocultarlo.

      Tras la cena, Aimi y Paula se ofrecieron para lavar los platos; Nick y James dijeron que ellos secarían. Estaban a media tarea cuando el busca de Nick volvió a sonar. Contestó desde el teléfono de la cocina y, por lo que oyeron, nadie dudó que tenía que volver a Londres. Cuando colgó, Aimi se secó las manos y corrió hacia él.

      –¿Es grave? ¿Tienes que irte ahora? –preguntó, asumiendo su función de ayudante–. ¿Quieres que despeje tu agenda?

      –Te avisaré si hace falta. Espero que no sea necesario. Pero, ¿y tú? Tengo que ir directo al hospital y no regresaré. ¿Cómo volverás a tu casa?

      –No es problema. Yo la llevaré de vuelta el lunes –declaró Jonas. Todos lo miraron. La respuesta instintiva de Aimi habría sido rechazar la oferta, pero Nick se le adelantó.

      –Buena idea, Jonas. Así podrás dedicar más tiempo a la investigación, Aimi –la miró con tanto alivio que Aimi fue incapaz de oponerse a la idea. Resignándose a pasar dos días más cerca de Jonas, tomó aire y le dedicó una sonrisa cortés.

      –Gracias, eres muy amable –aceptó, pero no se le escapó el brillo diabólico de sus ojos.

      –De nada –dijo Jonas.

      –Bueno, arreglado –Nick se frotó las manos, ya pensando en su obligación–. Tengo que irme.

      –Te ayudaré a hacer la maleta –declaró Aimi, siguiéndolo. Se rozó con Jonas en el umbral y, sin poder impedirlo, alzó la vista hacia él. Vio un brillo malicioso en ese abismo azulado. Se obligó a desviar la mirada. Tenía la sensación de que, si no lo hacía, estaría irremediablemente perdida.

      Agitada, ayudó a Nick a recoger sus cosas. Le ocultó su estado, porque no quería que se preocupara por ella en vez de concentrarse en su trabajo. Quince minutos después, él se despedía de sus padres y demás parientes. Aimi lo acompañó hasta el coche.

      Después volvió a la cocina y descubrió, para su consternación, que Jonas era el único que estaba allí, secando un plato.

      –¡Oh! –exclamó ella, desconcertada–. ¿Dónde están los demás? –preguntó desde el umbral.

      –Afuera, supongo –Jonas se encogió de hombros–. Les dije que acabaríamos nosotros –señaló el fregadero con la cabeza, mientras seguía secando.

      Aimi rezongó para sí, era justo el tipo de situación que quería evitar. Jonas Berkeley era una tentación andante y, aunque se sentía capaz de resistirse a casi todo, él era harina de otro costal. La atraía como el mitológico canto de las sirenas a los marineros. Era como estar atrapada entre el diablo y una tormenta en el mar.

      Pero había que terminar con la vajilla y no podía marcharse sin acabar lo iniciado. Así que fue hacia el fregadero y agarró una taza. El silencio era tan intenso que se vio obligada a romperlo.

      –Supongo que, en tu trabajo, estás acostumbrado a ofrecer a la gente como voluntaria –comentó con ironía. Jonas se rió.

      –Yo lo llamo delegar. Pago a mis

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