Desafío al pasado - La niñera y el magnate. Christina Hollis
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–Claro que lo entiendes –Nick chasqueó la lengua, paternal–. Recuerda lo que te he dicho cuando él empiece a presionarte.
–¿Qué quieres decir? –preguntó, curiosa.
–Aimi, eres una belleza rubia de ojos verdes y Jonas no es ciego. Ten cuidado.
Aimi se sintió alarmada porque hubiera captado las intenciones de su hermano y agradecida por la advertencia, aunque fuera innecesaria.
–Tu hermano perderá el tiempo. No tengo intención de ser su entretenimiento de fin de semana. Pero gracias por avisarme.
–No me gustaría que resultaras herida.
–Tranquilo, no pienso relacionarme con él.
–Estoy seguro de que eso mismo dijeron la mayoría de sus conquistas –contrapuso él con una mueca. Aimi se detuvo y lo miró.
–Por favor, no te preocupes por mí; estaré bien. He conocido a hombres como tu hermano y soy inmune a ellos –dijo. Era casi verdad. Jonas sin embargo, era harina de otro costal y la había tomado por sorpresa. Pero no volvería a ocurrir.
Nick escrutó su rostro; lo que vio en él lo convenció de que podía relajarse. Tal vez sí fuera inmune. Tenía unas defensas muy sólidas.
–Entonces, no diré más –aceptó.
Capítulo 2
Más tarde, en su dormitorio, Aimi abrió las ventanas de par en par, pero el calor atrapado en la habitación era casi insoportable. Se quitó los zapatos, retiró las horquillas que sujetaban su moño y una cascada de cabello rubio cayó hasta sus hombros. Le gustaba sentirlo suelto, pero al día siguiente volvería a recogerlo para mantener la imagen que llevaba años cultivando.
En el espejo vio que el cabello ondulado suavizaba sus rasgos y le daba un aspecto joven y atractivo, casi despreocupado. Pero ella ya no era así y no se permitiría volver a serlo. Era parte de la penitencia que se había impuesto.
Fue al cuarto de baño a darse una ducha fresca. Sintiéndose algo mejor, se secó y se puso un camisón de seda que le llegaba hasta el muslo. Apagó la luz y se tumbó sobre la cama. Sin embargo, le resultó imposible dormirse, y no sólo por el calor. A solas en la húmeda oscuridad, rememoró el momento en el que había visto a Jonas por primera vez. Podía visualizar su poder y magnetismo. Sólo pensarlo le provocaba un cosquilleo.
–¡Maldición! –exclamó exasperada, sentándose–. ¡Para, Aimi! –ordenó. Sin embargo, su cerebro se negó a obedecer. Recordó sus miradas y sintió una intensa e incontrolable oleada de calor.
Bajó de la cama y fue a la ventana a respirar aire fresco. Pero los recuerdos eran demasiado poderosos e impactantes. Bajó los párpados y casi sintió la caricia de los ojos azules en sus labios mientras ella se los mojaba con la lengua.
–¡Por Dios santo, Aimi, contrólate! –masculló–. Da igual que el hombre exude atractivo sexual. No puedes permitir que te atraiga hacia su llama. Es un conquistador. Sólo desea un cuerpo en su cama, ¡y no va a ser el tuyo!
Aimi se pasó una mano por el cabello húmedo y suspiró. Hacía un calor horrible. Deseó sentir algo fresco en la piel. Se puso una bata de seda sobre el camisón y bajó las escaleras descalza. Su destino era la enorme y moderna cocina; la alivió descubrir que no había nadie allí. Entró y cerró la puerta. No le hizo falta encender la luz, la luna daba a la habitación un resplandor plateado.
Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba, una servilleta, que llevó a la encimera, junto al frigorífico. Sintió un frío delicioso al abrir la puerta del congelador. Sacó un puñado de cubitos y los envolvió con la servilleta, después cerró el congelador y se sentó ante la mesa, suspirando de placer mientras se pasaba la servilleta por la piel.
Se preguntó cómo no se le había ocurrido la idea antes. Colocó las piernas en otra silla y tarareó una melodía mientras se refrescaba. Estaba a miles de kilómetros de distancia cuando unos súbitos golpecitos en la ventana la sobresaltaron. Volvió la cabeza y, para su sorpresa, vio a Jonas ante la puerta de la cocina que daba al exterior.
–¡Oh, Dios mío! –gimió, imaginándose la imagen que debía presentar, tirada entre dos sillas y sin apenas ropa. Su reacción instintiva fue escapar, pero él señalaba la puerta; era obvio que quería entrar. No tuvo más remedio que dejar la servilleta en la mesa e ir a abrir, sujetándose la bata con una mano.
–Gracias –dijo él en cuanto entró, volvió a echar el cerrojo–. Pensé que iba a tener que dormir en el jardín –añadió.
Se volvió hacia ella y, a la luz de la luna, captó por primera vez su escasez de ropa.
–¡Eso es algo que no veo todos los días! –murmuró seductor. Aimi se ató el cinturón de la bata y cruzó los brazos mientras los ojos azules recorrían su cuerpo. La avergonzaba que la viese así. Cuando volvió a mirar su rostro, sus ojos chispeaban malévolos y una sonrisa sensual curvaba sus labios–. ¿Me estabas esperando? Eso espero, sin duda has captado mi atención –ronroneó como un gato contento.
–¡Típico que pienses algo así! –replicó ella de inmediato. Se sentía incómoda y nerviosa–. Hacía tanto calor que bajé por hielo. No esperaba encontrarme con nadie a estas horas de la noche. ¿Qué hacías afuera?
Jonas se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Ella tuvo que contener un gemido al comprobar cuánto la atraía.
–Igual que tú, intentaba refrescarme tras una velada más calurosa de lo esperado –contestó él con deje irónico–. Bajé a la piscina cuando os fuisteis de paseo y me quedé dormido. Estaba probando puertas y ventanas para entrar cuando te vi sobre esas dos sillas, semidesnuda.
–Deberías agradecerme que estuviera aquí; en otro caso habrías pasado la noche fuera –dijo ella con firmeza–. Y lo que llevo puesto es perfectamente respetable –añadió, provocando una carcajada de Jonas.
–Oh, te lo agradezco, no lo dudes, y lo que llevas no tiene nada de malo. Te sienta muy bien, ése es el problema. ¿Cómo diablos voy a poder dormir ahora? –se quejó con un brillo seductor y sardónico en los ojos.
–No deberías decirle esas cosas a una empleada de la familia. No es apropiado –le reprochó ella, aunque había pensado exactamente lo mismo que él.
–Deja caer los brazos, Aimi –pidió él, arqueando una ceja con ironía–, y hablaremos de comportamiento apropiado.
Aimi enrojeció, segura de que había visto la reacción de sus pezones antes de ocultarlos. Muda, lo contempló ir hacia la mesa y abrir la servilleta de hielo. Agarró un cubito y se lo pasó por la nuca, volviéndose para mirarla.
–¡Lo que has dicho es una grosería! –exclamó ella, intentando sonar indignada. Él se rió.
–Seguro que mi hermano te ha convencido de que soy un sinvergüenza.
–¡No ha hecho nada de eso! –Aimi defendió a Nick.
–¿En serio? –Jonas la miró con incredulidad–.