El segundo nacimiento. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Omraam Mikhaël Aïvanhov
EL SEGUNDO NACIMIENTO
Amor Sabiduría Verdad
Traducción del francés
ISBN 2-85566-261-3
Título original:
La deuxième naissance Amour Sagesse Vérité
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El segundo nacimiento
Si visitáis nuestra Fraternidad de Bulgaria cuando acampa en las montañas, cerca de los siete lagos de Rila, podréis ver, a cierta distancia del campamento, un manantial que ha sido especialmente acondicionado. El agua brota de un enorme bloque de roca tallada en forma de proa y fluye sobre un lecho de piedras lisas, muy blancas, que termina en dos manos juntas. Todos pueden beber en este manantial el agua pura que estas dos manos les ofrecen En el flanco izquierdo de la roca está grabada un ancla pintada de rojo, símbolo de la Fraternidad, y en el flanco derecho puede leerse la siguiente inscripción:
Hermanos y hermanas, padres y madres,
Amigos y extraños,
Profesores y estudiantes,
Vosotros todos, servidores de la vida,
Abrid vuestro corazón al bien,
¡Sed semejantes a este manantial!
Al lado de esta inscripción hay también figuras geométricas y signos cabalísticos, de los que os hablaré en otra ocasión.
Todos vosotros conocéis el pasaje del Evangelio de san Juan en el que Jesús dice a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo, si un hombre no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios. – Pero, ¿cómo puede un hombre nacer cuando es viejo?, pregunta Nicodemo... ¿Puede volver a entrar en el seno de su madre y nacer por segunda vez?” Y Jesús responde: “En verdad, en verdad te digo, que si un hombre no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios...” ¿Qué significa “nacer del agua y del espíritu”?...
En la Antigüedad vivía en Jerusalén un sabio llamado Nathan... Cuando el príncipe Saladino tomó esta ciudad se enteró de la existencia de Nathan, le hizo ir a su palacio y le planteó siete preguntas entre las que se encontraba ésta: “De todas las religiones: judía, budista, cristiana, musulmana, ¿cuál es la mejor?” Y Nathan respondió al príncipe: “Voy a contarte una historia... Había una vez un rey que poseía un anillo mágico que le daba todos los poderes, y, gracias a este anillo no había ni desgracias, ni guerras, ni enfermedades en su reino. Este rey tenía tres hijos, y acercándose a la vejez, no sabía a cuál de sus hijos dar su anillo, pues les quería a todos por igual. Hizo entonces fabricar otros dos anillos semejantes al primero y mezcló los tres de forma que ni siquiera él supiese cuál era el anillo mágico. Llamó a su hijo mayor y le dijo: “Hijo mío, te quiero mucho y quiero darte secretamente mi anillo con el tercio de mi reino...” Lo mismo hizo con sus otros dos hijos. El rey ignoraba a cuál de sus hijos había dado el anillo mágico, pero los tres estaban convencidos de haberlo heredado.
Algún tiempo después, el rey fue a visitar a sus hijos. Fue primero al país del mayor y vio que su pueblo vivía en medio de enfermedades y de privaciones... No era, pues, el mayor quien poseía el anillo. Fue a continuación al reino de su segundo hijo; allí el pueblo estaba agobiado por guerras y desgracias continuas. Por lo tanto, tampoco él había recibido el anillo. Finalmente, cuando llegó al país de su tercer hijo, vio que todos sus súbditos eran ricos y estaban sanos, en paz y felices. El rey comprendió entonces que era su hijo más joven quien había heredado el anillo mágico... Así es, dijo Nathan, como reconocerás dónde se encuentra la verdadera religión: allí donde reinen la paz, la felicidad, la abundancia, la sabiduría y el amor…”
Sí, a pesar de la Enseñanza que nos dan los grandes Maestros, no llegamos a descubrir la verdad, quizá sea porque los canales que hay en nuestro interior están demasiado obstruidos para dejar circular las corrientes. Comprendí esto cuando era muy joven y veréis cómo. Estudiaba, leía mucho, y sin embargo, no estaba enteramente satisfecho. Entonces ayuné durante diez días. Después de este ayuno, comprendí muchas cosas que no había encontrado en los libros. Los primeros días me sentía hambriento, pero pronto esta sensación desapareció. Al tercer y cuarto días tenía una sed incesante que no hizo sino aumentar los días siguientes: no pensaba más que en el agua; dormido, soñaba con manantiales y ríos en los que bebía continuamente sin conseguir apagar mi sed. Pero esta sed también cesó. El séptimo día, tomé una fruta y la respiré... Sentía que se desprendían de ella unas esencias tan sutiles, tan maravillosas, que me alimentaban. Los últimos días, comía y bebía gracias a estas emanaciones; fue entonces cuando comprendí que cada planta, cada fruto, contiene elementos sutiles, etéricos, pero estamos tan repletos y ahítos que no podemos sentirlos ni absorberlos. ¡Cuántas cosas existen a nuestro alrededor que no podemos recibir porque estamos demasiado llenos! Aún cuando estas cosas poseen elementos muy preciosos, es necesario que estemos hambrientos y sedientos para sentirlos. Ahora bien, a menudo dormitamos como un hombre que ha comido demasiado. Y es por esta causa que nos vemos privados de algunos de los alimentos más sutiles.
Cuando uno se acostumbra a comer demasiado, llega a crear en sí mismo un estado de obstrucción tal que acaba por estar somnoliento, pesado, embotado. Todos los sentidos se abotargan, la inteligencia se oscurece, la voluntad se vuelve débil, las pasiones groseras. Y lo mismo sucede en los demás planos. Cuando uno come demasiado en el plano astral, todo lo que hay de más sutil en el alma y en la naturaleza se le escapa y queda fuera de su conciencia; y entonces, aunque todos los Maestros vinieran a enseñarle su sabiduría, no comprendería ni sentiría nada... Durante este ayuno, precisamente, constaté que podía desdoblarme fácilmente: salía de mi cuerpo sin dificultad para alcanzar regiones más sutiles; en cambio, cuando volví a tomar alimento fue más difícil conseguirlo.
El pequeño manantial dice: “¡Sed semejantes a mí! ¡Sed vivos, fluid!” Sí, queridos hermanos y hermanas, si no tomáis al manantial que fluye como modelo llegaréis a ser semejantes a ciénagas. Si vuestro manantial interior se agota, se producirán en vosotros fermentaciones... Y cuando en alguna parte se producen fermentaciones ya sabéis lo que sucede: los mosquitos, las moscas y toda clase de bichos empiezan a pulular; aunque tratéis de echarlos, no hay forma, no cesan de reproducirse. La única solución consiste en desecar la ciénaga y dejar fluir el manantial, porque allí donde fluye un manantial ya no hay putrefacciones. Y, ¿qué sucede alrededor de los manantiales? Ya lo sabéis: los árboles crecen, las flores se abren, los pájaros cantan. Preguntáis: “Pero, ¿cómo hacer fluir un manantial en nosotros?” Es muy simple, hay que amar. Claro, me diréis que amáis y que todo el mundo ama... Lo sé, pero cuando hablo de amor sobreentiendo otro tipo de amor. La mayoría de los que están enamorados confiesan que sufren, que se sienten desgraciados. Porque no conocen el amor. El amor que hace a los seres desgraciados no es el verdadero amor, es una enfermedad. Lo que es curioso es que casi nadie escapa a esa enfermedad. Es como una epidemia: por más que uno procure protegerse, tarde o temprano cae, y he ahí que empiezan los desastres.
En Bulgaria, tenía un amigo que hablaba del amor como de la cosa más bella del mundo. Un día vino a verme, con el rostro descompuesto, sombrío, y los cabellos en desorden. Inquieto, le pregunté qué le había ocurrido. “Estoy enamorado, dijo, ¡eso es todo!” El amor le hacía desgraciado porque no podía poseer el objeto de ese amor. Pero el amor del que os hablo es algo muy distinto, y cuando llega este verdadero amor, el de la nueva Enseñanza, debemos estar gozosos, porque