La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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2. El modelo educativo ilustrado y la Revolución industrial
En lo que aquí nos concierne, el modelo de la Academia, estructurado en torno al binomio docente/discente, será el que adoptarán todas las instituciones y sistemas educativos a lo largo de los tiempos que sucederán a la Grecia clásica y al Helenismo; como sería el caso de la Iglesia y las universidades, por ejemplo, durante toda la Edad Media. Pero en tanto que instituciones, nuestros sistemas educativos modernos son herederos directos de la Ilustración del siglo XVIII y de la Revolución industrial del XIX. En la Ilustración empezarán a pensarse, de acuerdo con el espíritu de la época; durante la Revolución industrial se irán desarrollando, también de conformidad con las exigencias que las profundas transformaciones que se estaban produciendo requerían de las nuevas sociedades que estaban surgiendo.
Nuestros sistemas educativos aparecen pues como resultado de la combinación, o de la adaptación, de los principios e ideales educativos ilustrados a la realidad que irá surgiendo en el siglo siguiente. Su desarrollo dependerá, ciertamente, de las características de cada país, de su nivel de desarrollo y de su propia tradición. En unos casos predominará más el modelo de mecenazgo filantrópico, a la manera de la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles; en otros se concretará más como un proyecto del nuevo estado moderno, que se estaba formando a su vez en aquellos mismos tiempos, digamos que más a la manera del Museo de Alejandría, impulsado y sostenido directamente por el rey o el estado.
Básicamente, en Occidente se configurarán dos modelos de sistema educativo, uno de inspiración más «liberal», con Gran Bretaña como modelo, y otro de corte más «napoleónico», estatalista, que será el modelo «continental» francés. En función de sus respectivas áreas de influencia y hegemonía, el resto de países irán adoptando uno u otro, o distintas combinaciones de ambos. En cualquier caso, es a partir del proyecto ilustrado que se desarrollarán progresivamente en su extensión.
Sí debemos hacer, en cualquier caso, una puntualización previa sobre un personaje algo controvertido, Jean Jacques Rousseau. Se trata de un pensador del siglo XVIII que suele aparecer en los manuales incluso como uno de los más genuinos representantes de la Ilustración y, en cierto modo, lo es. Aunque, como mínimo educativamente hablando, es un completo antiilustrado. Ello con el agravante de que su obra más popular, Emilio o De la Educación[1], plantea un modelo educativo que anticipa la posterior reacción romántica y que ha servido de fuente de inspiración a muchos movimientos pedagógicos modernos, influenciados más o menos directamente por su pensamiento, y notoriamente empeñados en la demolición del actual sistema educativo de herencia «ilustrada».
Digamos pues que, siendo verdad que nuestros sistemas educativos actuales son herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, también lo son de la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente actualizada, sigue perviviendo desde entonces en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que Rousseau sería, al menos educativamente hablando, un conspicuo representante de esta reacción antiilustrada.
Más allá del «problema» con Rousseau, sigue siendo difícil sintetizar un movimiento tan complejo y extenso como lo fue la Ilustración. No es un movimiento homogéneo y hay significativas diferencias entre sus más genuinos representantes. A su vez, estas diferencias lo son tanto en función de sus respectivos lugares de origen y sus respectivas tradiciones, como de sus propios sistemas de pensamiento en cada caso. Ello no obstante, también es evidente que hubo algo que se llamó Ilustración, y que hay un substrato compartido por la mayoría de los autores que se inscriben en este movimiento: el espíritu ilustrado; y que en la medida que autores como Fontenelle, Condorcet o Diderot, por ejemplo, convergen en muchos aspectos cuando tratan el tema educativo, es perfectamente legítimo hablar de un proyecto educativo ilustrado.
Seguiremos aquí la caracterización de la «Ilustración» propuesta por Isaiah Berlin[2] para abordar luego sus implicaciones educativas. No solo porque consideremos que se trata de una síntesis muy afortunada sino también porque la llevó a cabo con la intención de oponerla a la reacción romántica. Y el debate entre Ilustración y Romanticismo es fundamental para entender la posterior controversia educativa de los dos siglos y medio siguientes, hasta nuestros días. En realidad, el debate educativo actual sigue siendo en gran medida el de la pugna entre el modelo ilustrado y el romántico.
Para Berlin, la Ilustración es un movimiento plenamente incardinado en la tradición occidental, cuya aportación más relevante y decisiva consiste en el sesgo que imprimirá a dicha tradición, que por lo demás comparte plenamente. Este sesgo, genéricamente entendido, sería lo que se ha conocido como «el espíritu ilustrado». Para determinar en qué medida y cómo este espíritu se manifiesta y expresa, Berlin recurre a tres proposiciones que, de alguna manera, se constituirían en sendos principios fundantes sobre los que se habría construido la tradición occidental, que serían los siguientes:
1. Toda pregunta tiene respuesta y, si no la tiene, entonces es que se trata de una pregunta mal formulada.
2. Todas las respuestas son cognoscibles, y su conocimiento es adquirible y transmisible.
3. Todas las respuestas han de ser compatibles entre sí. Es decir, una respuesta verdadera a una pregunta no puede ser incompatible, o entrar en contradicción, con la respuesta verdadera a otra. Es una exigencia racional lógica.
Se trata, ciertamente, de tres proposiciones que constituyen la clave de bóveda de la tradición occidental, como mínimo desde el Helenismo en adelante. Las diferencias entre las distintas manifestaciones de esta tradición provendrán, en todo caso, de cómo cada escuela, corriente, tendencia o creencia las entienda e interprete.
Con respecto al primer principio cabe asumir que, como suele ocurrir tantas veces, uno no dé con las respuestas a muchas de las preguntas (genuinas, bien formuladas) que se hace; ni uno mismo ni toda la humanidad en conjunto. Será entonces porque, o bien no hemos alcanzado todavía el nivel de conocimientos necesario para dar con la respuesta y entenderla, o acaso porque solo esté al alcance de Dios o de alguna otra inteligencia superior. Pero haberla, hayla.
Lo que no se admite bajo ningún concepto es la irreductibilidad de lo real, la asunción de que haya cosas «inexplicables» o, mejor, «incognoscibles» en sí. Podía acaso ser todavía así en Platón, pero ya no en el Helenismo y en el cristianismo[3]. Las discrepancias se producirán, en todo caso, en la posible explicación del porqué no alcanzamos la respuesta.
Desde una perspectiva religiosa –entendiendo este término en el sentido helenístico–, será porque no hemos sido creados con la inteligencia necesaria para acceder al conocimiento último del universo. Pero Dios sí tiene las respuestas y la racionalidad del universo queda salvaguardada por la garantía de su existencia. Desde un planteamiento más racionalista, en cambio, las preguntas seguirán sin tener respuesta, pero entonces será porque todavía no disponemos de conocimientos suficientes para entender ciertos fenómenos. No se trata tanto de que «todavía» no hayamos alcanzado la comprensión de algo, como de que la explicación existe en algún lugar y ha de ser alcanzable, más tarde o más temprano, al menos como marco de referencia.
El creyente en Dios, por ejemplo, puede recurrir a la leyenda del santo que mientras deambulaba por la playa pensando en el misterio de la Santísima Trinidad vio a un niño que estaba recogiendo agua de la orilla y la vertía en un pozo que había cavado en la arena. El santo le preguntó qué estaba haciendo y el niño le respondió que quería poner en el pozo toda