La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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El hito que ejemplificará todo este proceso será la máquina de vapor de Watt, en 1776, la fuerza que impulsará la Revolución industrial. Pero el espíritu venía de antes. El ingeniero español Jerónimo de Ayanz ya había construido su propia máquina de vapor en el siglo XVI, que utilizó exitosamente para purificar el aire de las minas y extraer el agua de las galerías. Y hubo posteriores diseños hasta llegar el modelo de Watt. La aplicación de los principios de la ciencia, que permitía un dominio de la naturaleza y que repercutía en un mejor aprovechamiento para beneficio humano, había hecho acto de presencia. El propio Descartes dedicó una buena parte de su Discurso del método a explicar las indudables ventajas que para la salud humana y remedio de las dolencias iba a tener el nuevo conocimiento.
La idea de progreso surge a partir de los avances en el dominio sobre el medio que empezarán a ser perceptibles, y el discurso científico hace posible que se conciba como tal idea. Solo entonces, en un tiempo cambiante que avanza en una línea muy concreta, se puede entender el presente desde una previa posición de privilegio con respecto al pasado.
Y esta misma noción de progreso se trasladará al ámbito de lo propiamente humano, posibilitando la idea de progreso moral. Es decir, que el hombre como tal también puede perfeccionar su propia condición, cultivando su espíritu mediante el estudio que le permite acceder al conocimiento científico, y al de sí mismo, haciéndose cada día mejor. En definitiva, y desde el esquema ilustrado, superar los estados de salvajismo y de barbarie, y acceder al de civilización. Seguimos en el fijismo, pero ya en un contexto preevolucionista, caracterizado por su optimismo antropológico. La emancipación de la minoría de edad significa, en definitiva, que la humanidad toma las riendas de su propio recorrido.
Esta cosmovisión hará saltar por los aires la concepción teocrática en que se había sustentado la sociedad medieval durante más de mil años, desde que había surgido de las cenizas del Imperio romano. El humanismo renacentista había redescubierto a Platón, que se utilizará contra un Aristóteles domeñado por la escolástica cristiana. El heliocentrismo dinamitará la idea de un mundo sublunar reflejo de un orden cósmico de origen divino. No solo la Tierra resulta no ser el centro, sino que ni siquiera las órbitas planetarias son círculos perfectos, como demostrará Kepler. Galileo anunciará que el universo es un libro escrito en lenguaje matemático, Descartes incidirá en la importancia de la razón y Newton describirá las leyes según las cuales funciona el universo.
El mundo deviene algo alcanzable, comprensible para la razón humana mediante el uso de sus propias facultades y herramientas. El antropocentrismo buscará y descubrirá un orden humano de las cosas fundamentado en la racionalidad. Una racionalidad universal, inherente a todo ser humano; y surge un derecho humano que descubre el orden anterior como el pretexto de algunos para mantener sus privilegios bajo la forma de derecho divino…
Aparece la noción de «ciudadano» frente a la anterior de «súbdito»; el individuo es sujeto de derecho, universal por el hecho de serlo. Y no hay ninguna razón por que un hombre deba ser considerado inferior a otros, tampoco intelectualmente. Es en todo caso una cuestión fáctica, de hecho, que estará en función de los conocimientos a que haya tenido acceso. Será zafio e ignorante si no ha sido educado, o si lo ha sido en el fanatismo o la superstición intencionadamente pensada para mantenerle en este estado de postración; si no ha recibido instrucción. Y todo ser humano tiene derecho a ser instruido para poder ejercer como ciudadano en la República de las Letras…
Todo esto, sin duda abreviado y apresurado por razones expositivas, es la Ilustración, como síntesis de los tres siglos anteriores, del Renacimiento y de la Revolución científica, más sus propias aportaciones. Es en principio un movimiento minoritario y más teórico que práctico, que crece, y en cierto modo parasita, en una sociedad todavía anclada en el pasado, pero sujeta a convulsiones que auguraban cambios en un orden de cosas que empezaba a resquebrajarse por los cuatro costados.
Con esta nueva pátina que la Ilustración imprime en la tradición occidental, se imponía también, por sus propias exigencias, un modelo educativo, o como mínimo un proyecto educativo; una nueva Paideia que sintonizara con los nuevos tiempos y pusiera al hombre a la altura de su propio momento histórico. No solo en relación a qué y cómo enseñar, sino también a quiénes. Urgía, en palabras Kant, «la emancipación del hombre de su minoría de edad culpable»[5]. No estamos hablando de emancipación individual, aunque el proceso sí lo sea, en tanto que intransferible, sino de la emancipación de la humanidad, que se libera de la tutela de los dioses y de los poderosos que se arrogaban su representación, asumiendo sus propias facultades, y deviene responsable de sí misma.
Pero esto solo es posible si la sociedad está compuesta por ciudadanos libres, responsables, y para ello se requiere haber sido instruido –educado– en el conocimiento de la ciencia, las artes y las letras. Solo así se accede a la autoconsciencia de esta libertad emancipadora. La necesidad de un proyecto educativo que, al menos teóricamente, ha de ser universal, se hace evidente por sí misma. Es una exigencia de la república de los ciudadanos, pues solo mediante la educación se accede al responsable uso de la libertad y del derecho.
Hasta entonces, cada sociedad había producido de una forma u otra las instituciones necesarias para la transmisión de aquellos conocimientos cuya preservación, bajo los más variados criterios, se consideraba necesaria. Todo ello con las prescriptivas restricciones de rigor en lo referente al acceso a estos conocimientos. Ello era así, valoraciones morales al margen, no solo por la naturaleza estamentaria de las sociedades del Antiguo Régimen, sino también por razones estrictamente funcionales y de la concepción del mundo que era inherente a este orden social.
Es decir, no se trata solo de que pudiera haber un interés explícito por parte de las élites en excluir a la inmensa mayoría de la población del acceso a la educación académica –aunque también– para mantenerla en la ignorancia, sino de que no había tampoco ninguna necesidad objetiva que llevara a plantearlo. Un siervo de la gleba, por decirlo así, ya sabía lo que tenía que saber y no precisaba de nada más para cumplir con la función que tenía encomendada de acuerdo con el grupo al que pertenecía. Ahora, en cambio, saber leer y escribir, el conocimiento, en definitiva, se considerará una forma de enriquecimiento en lo espiritual, indispensable para la plena realización de la condición humana.
Todos estos cambios de planteamiento surgen con la Ilustración, al menos en su formulación teórica, marcando un auténtico punto de inflexión que progresivamente irá tomando cuerpo. Y que se irá desarrollando en combinación con las profundas transformaciones que se producirán a lo largo del siglo siguiente, con la Revolución industrial y la consolidación del estado moderno. La aportación fundamental de la Ilustración a la educación no proviene tanto de una modificación de la noción de escuela, academia o universidad, que se mantiene como tal, sino de su extensión, desde esta nueva concepción del mundo, a la nueva realidad que, como consecuencia de ella, los cambios sobrevenidos irán imprimiendo. Y a la exigencia moral ilustrada se le incorporarán las exigencias materiales de la Revolución industrial.
Los logros y avances técnicos resultantes de la aplicación de los principios de la ciencia moderna requerirán de una creciente proporción de masa de población instruida, cada vez a mayores niveles, en ámbitos que, o bien eran nuevos, o hasta entonces habían estado restringidos a una selecta y exigua minoría. Una formación que, de carácter propedéutico o de especialización, remite a contenidos de distintos niveles y áreas de ámbito académico. Y que según el nivel alcanzado, capacitarán