La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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[3] Nos estamos refiriendo al cristianismo intelectual, que postula la racionalidad del mundo a partir de su remisión a Dios, no a la versión del cristianismo más milagrera y vulgarizada.
[4] Leibniz (1646-1716) y Newton (1643-1727) se profesaron una enemistad y odio irreconciliables. A sus diferencias de pensamiento se le añadió la disputa por el descubrimiento del cálculo infinitesimal, que ambos se atribuyeron en exclusiva. Al detestarse tan «irracionalmente», se ignoraron el uno al otro. Pero la curiosidad por saber en qué andaba metido el rival pudo más y terció en ello Samuel Clarke (1675-1729), que se escribió con Leibniz –se dice que al dictado de Newton–, para debatir sobre sus respectivas posiciones teológicas, filosóficas y científicas, en un afortunado debate epistolar que se conoce como la polémica Leibniz-Clarke. Con respecto al cálculo infinitesimal, hoy parece evidente que ambos –Leibniz y Newton– llegaron a él por sus propios medios y sin plagio alguno del otro. Veáse André Robinet (Pr.), Correspondance Leibniz-Clarke, París, Presses Universitaires de France, 1991.
[5] Immanuel Kant, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784).
[6] Condorcet, Cinq mémoires sur l’instruction publique [1791], presentación, notas y cronología de Charles Coutel y Catherine Kintzler, París, Garnier-Flammarion, 1994.
[7] Denis Diderot, «Proyecto de Universidad para el gobierno de Rusia», Carta a Grimm (1776).
[8] El propio Condorcet acabó pagando caro su compromiso con la libertad. Durante la época del Terror de la Revolución francesa, fue perseguido y encarcelado. Y hubiera sido con toda probabilidad guillotinado de no haber fallecido en la prisión de Bourg-Egalité (actual Bourg-la-Reine), probablemente a causa de un suicidio por envenenamiento.
3. Educación, enseñanza, instrucción… y los dueños de las palabras
En los últimos tiempos se ha producido en el mundo educativo un fenómeno curioso, aparentemente una nimiedad, pero a nuestro parecer altamente significativo del rumbo de los tiempos. Las reformas educativas de las últimas décadas han ido acompañadas –en España con especial intensidad, pero es un fenómeno generalizado– de un batiburrillo terminológico que, entre otras, ha tenido como consecuencia el desplazamiento de términos como enseñanza o instrucción, antes asociados a las funciones educativas del ámbito escolar o académico, que hoy están proscritos, desaparecidos de la jerga educativa oficial. Una desaparición que no es casual.
Asumido que «educación se dice de muchas maneras», que una de estas «muchas» maneras corresponde al dominio propio de lo escolar o académico, y que es desde la Ilustración y de la aplicación de su proyecto educativo durante la Revolución industrial que se fueron gestando los modernos sistemas educativos, asumido todo esto, intentemos entrar en materia.
La evolución seguida a lo largo de los dos últimos siglos fue tendiendo progresivamente hacia la universalización de la escolarización, hasta alcanzarse en la práctica durante la segunda mitad del siglo XX; como mínimo en los niveles elementales y medios, pero también con una amplísima generalización del acceso a los estudios universitarios. Esto ha sido así en los países del entorno occidental, pero también, en mayor o menor grado, en otros ámbitos geográficos y culturales como la Europa del Este, entonces comunista, Latinoamérica o los países asiáticos emergentes. Siempre con las debidas especificidades de rigor en cada caso.
Ciñéndonos al ámbito occidental, el acceso universal a la educación permitió que el sistema educativo proveyera a la sociedad de los cuadros profesionales de nivel medio y alto que esta requería. Correlativamente, el sistema educativo funcionó también como un ascensor social, brindando a la población escolar de procedencia socioeconómica humilde, el acceso a posiciones que, de otro modo, nunca hubieran podido alcanzar por una simple cuestión de segregación social de clase. Esto fue así sobre todo durante los periodos más desarrollistas. Y no solo por lo que refiere a la sucesiva escolarización obligatoria hasta los doce, catorce o dieciséis años; también el acceso a la universidad se generalizó, alcanzando, de hecho, casi la gratuidad en la práctica.
Hoy este proceso parece estar en franca regresión. Cierto que se mantiene la etapa de escolarización obligatoria hasta los 16 años, y que incluso en algunos países se alarga, o en otros se habla de alargarla, hasta los 18. Pero el acceso a los estudios universitarios se encarece cada día más y la brecha social que se abre es cada vez más evidente y profunda. Que esto esté ocurriendo precisamente cuando se han alcanzado las mayores cotas de escolarización, parece un contrasentido.
Por su parte, muy especialmente en el caso español, la etapa de escolarización obligatoria tiende cada vez más hacia maneras más propias de un servicio de asistencia social que a las de una institución escolar, cuyas funciones académicas cada vez brillan más por su ausencia, desplazadas por otro tipo de prioridades y requisitos. A su vez, la universidad se ha convertido, especialmente en ciertos tipos de estudios, en una fábrica de futuros parados que nunca encontrarán trabajo de aquello para lo que estudiaron.
En contrapartida, otras facultades, precisamente las que acostumbran a ofrecer más salidas profesionales, pero tenidas por «difíciles», ven reducir las matrículas de estudiantes egresados del bachillerato. También, por cierto, con un declive manifiesto de las matrículas femeninas. Que esto se produzca precisamente en unos tiempos en que, alcanzada la plena igualdad legal de género, se esté muy cerca de conseguir su concreción de hecho, no deja tampoco de parecer un contrasentido.
Es como si, de alguna manera, la escolarización universal hubiera cumplido su ciclo y, concluidas por ahora las etapas desarrollistas, el sistema educativo haya dejado de funcionar como ascensor social, a la vez que, paralelamente, la brecha social va a más, siendo ello especialmente evidente en los estudios universitarios, pero también derivado de los distintos niveles académicos acreditados según los centros de secundaria de los cuales se procede, estadísticamente sesgados por los orígenes sociales de su población escolar. Todo ello, en el caso de España, con unas tasas de abandono escolar prematuro[1] que rondan el 30 por 100. Y hay indicios de que son datos maquillados a la baja.
Un fenómeno que no se debe a que los alumnos procedentes de clases más desfavorecidas no hayan sido escolarizados, sino más bien a que, en todo caso, la educación que han recibido durante esta escolarización ha sido más parecida a una prestación asistencial que a un programa de estudios académico. Esto, lógicamente, los sitúa en clara desventaja en lo tocante a la prosecución de estudios postobligatorios, y en la inevitable concurrencia por el acceso a la universidad. Si en algún momento pareció que estábamos llegando al ideal de la república platónica, procediendo a la selección a partir de la meritocracia, es decir, de los mejores, independientemente de su origen social, hoy este momento empieza a antojarse que fue un espejismo o, en el mejor de los casos, un pasado cada vez más irrecuperable.
Abundan también las críticas al sistema educativo desde las más variadas instancias, como que lo que se enseña en las escuelas no sirve para nada y no interesa a nadie, o que no sabe despertar el interés ni la motivación de los alumnos, o que tampoco prepara para la vida porque los oficios que se demandarán cuando concluyan sus estudios no sabemos todavía cuáles serán… con la probable excepción de ciertos pedagogos y expertos educativos que sí parecen estar en el secreto, y que pontifican sobre un futuro cuyos