La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé

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La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé Educación

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como argumento contra los contenidos culturales supuestamente enciclopédicos o librescos, propios de los sistemas educativos tradicionales y del ideal ilustrado de cultura. Esto es, si la mayoría de cosas que a uno le enseñaron en la escuela, o las olvida posteriormente, más tarde o más temprano, o no las va a utilizar jamás en su vida ¿para qué, entonces, enseñarlas? ¿Para qué enseñar integrales si casi nadie va a precisar de ellas nunca, y si fuera el caso ya las resolverá el ordenador? O a Miguel Ángel, si basta con entrar en internet para saber quién fue…

      Una urdimbre compuesta por tramas de significado, que serán las que, de acuerdo con el nivel de comprensión de que disponga el individuo para interpretarlas, le permitirán entender distintos aspectos de la realidad que le rodea, de la sociedad en que vive, e interactuar con sentido en ella. Y para disponer de los códigos al caso deberá haber sido instruido en ellos. Esto sí que no lo puede negar nadie.

      La urdimbre puede ser, y de hecho es, tan compleja como queramos. Como los respectivos códigos que nos permiten interpretar las tramas que se corresponden con distintos ámbitos de la existencia humana, a cada uno de los cuales se accederá con distintos tipos de registro. Se trata, ciertamente, de la definición de cultura por parte de un antropólogo, pero sirve perfectamente para nuestro objeto. Porque cada uno de estos distintos ámbitos se corresponde, en definitiva, con las distintas extensiones que abarca el proceso de formación, es decir, de «educación» de un individuo.

      No es, en definitiva, tan distinta de la noción acaso más erudita o enciclopédica ilustrada. En un caso, se trata de hacer «mejor» al hombre. En el otro de que sepa interpretar el mundo en que vive ¿pero no es «mejor» saber interpretar el mundo que carecer de las herramientas que nos permiten, como mínimo, estar en condiciones de intentarlo?

      Y esto lo incluye prácticamente todo. También el ámbito propio del dominio escolar o académico, que incorpora obviamente conocimientos que son códigos culturales, pero objetivos, los propios del conocimiento, sin los cuales uno no puede orientarse en la sociedad ni en el mundo en que vive. Sus contenidos serán distintos en muchos ámbitos, según de qué sociedad o civilización hablemos, locales o universales, pero un substrato básico es imprescindible para saber orientarse en el mundo y tener una comprensión de él.

      Nos planteábamos antes si a un médico se le puede exigir que sepa quién fue Brunelleschi. Ahora tenemos la respuesta: no en su dimensión de médico, pero sí debe habérsele enseñado como ciudadano de una sociedad en la que interactúa y a cuya comprensión tiene derecho; a poco que pensemos, claro, que saber algo del Renacimiento italiano contribuye a entenderla mejor, y que ignorarlo no significa carecer de un lujo más o menos superfluo, sino de una herramienta que aporta la capacidad de comprensión de su propio mundo, de su sociedad y de sí mismo.

      Tampoco el significado de un eclipse de Luna será el mismo para un analfabeto que para un astrónomo. Aunque ambos estén mirando a lo mismo, cada uno «verá» este fenómeno según sus propios códigos de interpretación. Es decir, según el conocimiento que tenga de él. Y no parece razonable privar a nadie del conocimiento de lo que es y significa un eclipse, aunque no seamos astrónomos y nuestros códigos de interpretación en este ámbito estén en un nivel jerárquicamente inferior al de un especialista en esta materia.

      Y según cómo haya sido educado y cuál sea su «educación», según el alcance y el nivel de los códigos de que disponga, es decir, según el marco conceptual en que se mueva, un individuo dispondrá de mayor o menor capacidad para entender la urdimbre constituida por estas tramas de significación. Esto es a lo que llamamos cultura, una buena parte de cuyos contenidos se corresponden a una serie de saberes que se adquieren en el ámbito académico. Aunque nunca nos ganaremos la vida con ellos. Y según la «educación» académica que hayamos recibido, nos orientaremos en el mundo de una u otras maneras que, a su vez, determinarán nuestras posibilidades en él, así como el propio sentido de uno mismo que se tendrá en cada caso. Y esto no es baladí.

      Se trata de conocimientos que coadyuvarán, cada uno en su caso y en mayor o menor medida, a esta formación integral que ha de permitir el desciframiento de estas tramas. Por supuesto que no podemos acceder plenamente a todas, solo cabe recordar, en este sentido, la anécdota de George Steiner y el teorema de Fermat citada en el capítulo anterior. Pero que jamás lleguemos a comprender la demostración del teorema de Fermat, no es óbice para decidir quedarse en el más absoluto analfabetismo matemático. Y menos aún decidir que otros permanezcan en él… en el fondo de la caverna del mito platónico.

      Es verdad que uno puede ciertamente olvidar lo que le explicaron sobre la diferencia entre un eclipse de Luna y uno de Sol, o incluso puede haber olvidado qué es un eclipse. Pero nadie con un recorrido escolar siquiera mínimamente provechoso, pensará ante un eclipse que está asistiendo a la cólera de un dios o que es el momento de emprender un viaje porque su horóscopo así se lo indique, o que la Tierra es plana…

      Y luego está también el sin duda inalienable derecho al olvido. Exactamente en la misma medida que con la metáfora de la escalera de Wittgenstein a que aludimos en la introducción. Igual que nadie puede ni debe arrojarla por nosotros, tampoco nadie tiene el derecho a ahorrarnos el olvido, hurtándonos algo que no tendremos la oportunidad de olvidar. Porque si no hay olvido, no hay tampoco recuerdo, ni siquiera recuerdo de ese olvido. Y esto tampoco es baladí.

      Y es que si Ilustración era emancipación de la minoría de edad culpable, lo que se está haciendo en realidad arrojando la escalera por nosotros, o decidiendo qué no vamos a poder ni tan solo olvidar porque no se nos habrá enseñado, es ni más ni menos que devolvernos a la minoría de edad, no ya culpable, sino en este caso inocente, por inconsciente. Como mínimo en lo que concierne a sus víctimas, por más que así se pretenda ahorrarles el esfuerzo de recordar algo que igualmente iban a olvidar.

      Después de todo, como reza un viejo proverbio oriental, si le das un pescado a un pobre, comerá una vez; si, en cambio, le enseñas a pescar, podrá comer para siempre. Habrá olvidado los pescados que comió, pero seguirá sabiendo pescar. Pero puede que esto sea precisamente lo que no deseen los dueños de las palabras: que sigamos sabiendo pescar, porque no podrán entonces ofrecernos dadivosamente la morralla de la cual dependeríamos.

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