La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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No se trata solamente de que un ingeniero de 1850 deba tener una formación superior a la del ingeniero de 1750, ni de que deba invertir más tiempo en adquirirla, sino también, y fundamentalmente, de que se precisarán más ingenieros, más médicos, más abogados… Y esto se produce, progresivamente, a todos los niveles y escalas, como consecuencia de la irrupción de la ciencia y la técnica en el proceso productivo, y del impulso al desarrollo, al crecimiento y al progreso que se producirá; desde las escalas más altas en las jerarquías profesionales, hasta la simple alfabetización de toda la población.
De la combinación entre los ideales ilustrados y las exigencias objetivas de la sociedad resultante de la Revolución industrial, surgirán los sistemas educativos modernos. Una síntesis entre lo ideal y lo material, entre lo teórico y lo instrumental, que no deberemos perder en ningún momento de vista a partir de ahora.
Como ya hemos dicho antes, Kant definía la Ilustración como la emancipación de la minoría de edad culpable de la humanidad. «Minoría de edad» porque la humanidad seguía bajo la tutela de instancias creadas por ella misma que había situado en ámbitos trascendentes al ser humano. Ahora, la «explicación» según la cual el hombre no puede acceder a ciertas verdades que son solo accesibles a Dios, la administración de las cuales está en exclusiva a cargo de unos privilegiados investidos para ello, ya no servirá–; y «culpable», por haber seguido bajo dicha tutela mucho más allá de lo razonable, en un estado de postración espiritual y moral falsamente acomodaticio. Se trata de una exhortación a superar esta minoría de edad para devenir autónomo, tanto moral como intelectualmente. Y no dar el paso, insistía Kant, es permanecer en la ignorancia voluntaria, fingidamente inexorable, y dolosa. El hombre está obligado a saber porque es intrínsecamente responsable y, como tal, libre.
No es extraño que, admitiendo que Kant está efectivamente expresando de forma sintetizada el espíritu de la Ilustración, los autores ilustrados se preocuparan por la educación y se aproximaran a ella desde una perspectiva absolutamente nueva, inédita hasta entonces. Así lo entiende Condorcet[6] cuando vincula el progreso moral e intelectual de la humanidad a un sistema de enseñanza público, considerándolo el medio para conseguir en la práctica la igualdad de derechos, y como un deber de la sociedad hacia los ciudadanos. O Diderot, al afirmar que «en lo concerniente al concepto de educación pública, su esencia es invariable bajo cualesquiera circunstancias. El objetivo ha de ser siempre el mismo a lo largo de los siglos: formar hombres virtuosos y lúcidos»[7].
Conviene resaltar que la propia noción de «sistema de instrucción pública» es genuinamente ilustrada. Recuperada en todo caso de Platón y adaptada a las exigencias del planteamiento ilustrado, pero digamos que «perdida» durante los dos mil años que median entre Grecia y la Ilustración. Y que, por lo tanto, aparece casi ex novo. El primer ensayo extenso y ambicioso de concepción, definición y sistematización de lo que hoy entendemos por «sistema educativo» lo lleva a cabo Condorcet en la obra supracitada, incluyendo tanto el campo de la instrucción en el conocimiento, lo que diríamos «cultura» en su sentido ilustrado, es decir, erudito y enciclopédico, como en lo referente a la formación para las profesiones, en todo un magistral esbozo de lo que debería ser un sistema educativo, sus funciones y sus objetivos.
Estamos ante un modelo en cuyo planteamiento se prefigura un concepto de individuo, de ser humano, que se proyectará sobre los siglos siguientes bajo distintas formas, pero cuyo desiderátum, y también su mayor logro, será la conquista de la democracia y unas sociedades con unas cuotas de libertad[8] hasta entonces inéditas en la historia; una sociedad que, para poder funcionar, requiere de individuos libres, de ciudadanos, en el pleno sentido del término. Y para ser un ciudadano libre de la república ilustrada, se requiere de instrucción. Queda claro que los presupuestos morales de la Ilustración encajan de lleno con su ideal educativo y que, de una forma u otra, se adaptarán a las exigencias más pragmáticas de la nueva sociedad que surgirá con el liberalismo decimonónico y con la industrialización.
Así, lo que desde el espíritu ilustrado podía ser un mero desiderátum moral, incluso algo utópico, funcionará ahora como correlato de las exigencias objetivas que, a nivel de conocimiento y de aprendizaje, surgen de la nueva sociedad urbana e industrial. Es decir, de la misma manera que cada vez se requerirán más ingenieros, arquitectos y médicos, también se precisarán maquinistas de locomotora, jefes de estación u operarios de telégrafos. Y todos estos «oficios» también requerirán de unos determinados niveles de instrucción previa genérica y de especialización. En resumen, para ejercitarlos se requerirá haber pasado por un previo proceso de aprendizaje y estar en disposición de los conocimientos y aptitudes allí impartidos. Es decir, se deberá pasar por la escuela.
En realidad, el gran salto educativo que se empezó a producir en el siglo XIX y que se concretó en el XX, surgió de la combinación entre los principios de la Ilustración y las exigencias de la Revolución industrial, que generó por su propia naturaleza unos requisitos educativos objetivos inexistentes hasta entonces. El resultado fueron los sistemas educativos modernos y la escolarización cada vez más generalizada de la población. Como mínimo en lo concerniente a los niveles considerados en cada caso indispensables. No solo se trataba de un derecho, sino también de un deber. En el último cuarto del siglo XIX, en Francia, durante la III República, Jules Férry decretará la escolarización obligatoria y universal. Bismark hará lo propio en Alemania algo después… La mayoría de países irán siguiendo la estela, con mayor o menor fortuna, según sus propias circunstancias.
El primer eslabón de la génesis del sistema educativo lo habíamos encontrado en Grecia, de donde surgió, de alguna forma, la noción y el modelo. El segundo eslabón, su institucionalización y su generalización, lo encontramos en la Ilustración. Lo que acaso cabe preguntarse ahora es si, ante los cambios estructurales vertiginosos que nuestras sociedades están experimentando en la actualidad, las reformas educativas impulsadas desde las últimas décadas significan un tercer eslabón.
Y si es así, debemos preguntarnos entonces en qué medida y hacia dónde se encaminan. Es decir, si siendo acaso otras las exigencias funcionales del sistema, este tercer eslabón incorpora la noción y el espíritu de los dos anteriores, o si se correspondería más bien con una regresión que rechaza y abandona definitivamente los principios ilustrados. Es decir, que estaríamos ante un proceso de neomedievalización cuyo primer efecto sería la destrucción o, como mínimo, la neutralización del sistema educativo, por el medio de alterar su finalidad originaria.
Como decíamos al principio de este capítulo a propósito de Rousseau, que nuestros sistemas educativos sean herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, no implica que hayan sido ajenos a la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente metamorfoseada y pertrechada con otras tradiciones incorporadas, sigue perviviendo hoy en día en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que por esto precisamente se esté llevando a cabo en nuestros días la destrucción del sistema educativo, sin proclamarlo explícitamente.
[1] Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o de la Educación (1762).