La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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El «casi» que remarcábamos remite a la diferencia entre los distintos registros lingüísticos gremiales, de sociólogos y antropólogos, por un lado, o de pedagogos y psicólogos, por el otro. Pero con una importante salvedad: aquí nos estamos refiriendo a una etapa inicial, al proceso por el que transcurre un individuo durante su recorrido por el sistema educativo. Y de lo que allí se supone que debe aprender, adquirir.
Entendemos, pues, que el proceso de educación es y forma parte integrante del de socialización. Y si hablamos de sistema educativo, nos estamos refiriendo a la institución en la cual un individuo recibe parte de su educación, es decir, la instancia por donde transcurren ciertos tramos de su proceso de socialización, aquel en que un individuo se «educa» en el sentido de que se le instruye, aprendiendo lo que se le enseña; sí, pero ¿aprendiendo qué? Esta es sin duda la pregunta que verdaderamente se cierne hoy sobre los sistemas educativos, y que subyace a tanta y tan artificiosa cantinela terminológica: ¿Qué hay que enseñar? Y es aquí donde aparecen las discrepancias.
Porque, obviamente, todo lo que remita a educación consiste en un proceso de orientación y dirección encaminado a la adquisición por parte del destinatario de algún tipo de saber o destreza. Esto ya lo sabemos. Luego, la pretendida distinción entre educar y enseñar, y la consiguiente proscripción de la transmisión de conocimientos como función propia del ámbito escolar es una falacia que no puede compartirse ni desde la más inimaginable de las ingenuidades. Lo que se está diciendo es, en todo caso, que hay cosas que (ya) no hay que enseñar. Por cualesquiera razones; porque ya no sirven, porque ya no interesan –a unos o a otros– o por lo que sea… substituyéndolas acaso por otras, o ni eso.
Tradicionalmente, podemos asumir que la función de las distintas etapas educativas escolares ha tenido como objetivo proclamado la transmisión de conocimientos y aptitudes, como mínimo en dos aspectos distintos, aunque complementarios y que se superponen sin duda alguna, pero conceptualmente diferenciados. Por un lado, dotar al educando de la capacidad y aptitudes necesarias para poder ganarse la vida profesionalmente en su etapa adulta. Por el otro, proveerle de un mínimo acervo cultural que, siguiendo el ideal ilustrado, lo faculte con criterio para discernir. Lo que llamaríamos una cultura general. Siempre a distintos niveles, y desde una perspectiva procesual, diacrónica, según los estudios que se cursen; lo que, a su vez, determinaba también las futuras opciones profesionales…
Aunque se tratara de una formación integral –tampoco, por regla general, un alumno sabía, a los ocho, o a los doce años «qué quería ser de mayor»–, el proceso era, visto en conjunto y con las variaciones de rigor según el momento, de progresiva y gradual especialización, –y lo sigue siendo, al menos nominalmente–. Y obedecía más o menos al siguiente esquema: en primer lugar, una formación básica de contenidos generalistas. Concluida esta, se podía optar por distintas ramas profesionales –enfocadas al ejercicio de un oficio–, o por el bachillerato, el cual a su vez ofrecía las clásicas opciones entre «ciencias» y «letras» –con materias comunes a ambos itinerarios–. Después estaba la universidad, ya claramente especializada.
En lo referente a la preparación para el futuro ejercicio de una profesión, no parece que se planteen grandes problemas teóricos, sino, en todo caso, prácticos. Toda posible discusión, lo sería sobre si a alguien que se le ha facultado para ejercer la correspondiente profesión, ya sea electricista o ingeniero, se le ha formado adecuadamente para cumplir con solvencia tales funciones. Es decir, si el programa de estudios es el adecuado, si está debidamente actualizado, etc. En el segundo caso, el de los contenidos genéricos «culturales», la cosa no está tan clara. Y es precisamente este el ámbito contra el cual suelen dirigirse las invectivas de las sucesivas reformas educativas.
Y no lo está porque si hablamos de cultura, y con independencia de qué entendamos por tal «cosa», estamos sumergiéndonos en un ámbito mucho más inmaterial y escurridizo. Se puede determinar de manera más o menos precisa el conjunto de conocimientos requeridos para ser médico, arquitecto o experto en lenguas semíticas. Pero establecer los contenidos de cultura general que universalmente se deberían impartir a lo largo de un sistema educativo, esto es algo cuya concreción se antoja mucho más ardua y polémica; tanto en el sentido teórico –establecer los criterios– como en el práctico –los contenidos.
Se puede entender, hasta cierto punto, que un electricista no necesite conocer los principios teóricos que hacen posible su propia práctica profesional. Ello en la medida que la formación preferentemente de tipo instrumental requerida para su ejercicio no precise de ellos, o baste con aspectos muy elementales. Siempre podremos preguntarnos si debería conocerlos, pero entonces estaríamos en el segundo caso: la aparente condición superflua de lo cultural, en tanto que conocimiento innecesario para la práctica profesional. Cosa muy distinta sería considerar que «no debe» conocerlos. Algo que todo el mundo se guarda muy mucho de proclamar, aunque lo piense; cuestión que nos remitiría a un planteamiento preilustrado que sin duda está regresando, embozado, pero regresando, y que de abordar ahora nos distraería del tema que nos está ocupando. Volveremos sobre él más adelante. Dicho esto, está en cambio muy claro, o debería estarlo, que si en lugar de hablar un electricista, lo hacemos de un ingeniero, el conocimiento de estos principios teóricos es inexcusable, porque son requisito de su propia solvencia profesional.
Pero no está tan claro que un médico deba saber quién diseñó la cúpula de la catedral de Florencia. Y aquí la respuesta no puede apelar a los requisitos del ejercicio de su profesión porque, en tanto que médico, es evidente que no. Como igual de evidente es que al paciente que acude a un médico para que le opere, le importe muy poco que este sea un virtuoso del violín y devoto de la ópera, o un fanático seguidor de series de telebasura; se trata de que sea un buen cirujano. Se puede ser sin duda un gran profesional de la medicina e ignorar quién fue o por qué destacó un tal Brunelleschi hace más cinco siglos, de esto no cabe duda. O Miguel Ángel, o Cervantes, o Euclides, o Aristóteles, o Shakespeare, o Mozart…. Lo único que acaso podríamos decir es que, más allá del ámbito estrictamente profesional, este «médico» presenta como persona, como ciudadano, ciertas carencias culturales.
Pero si nos preguntamos dónde está la vara de medir las carencias culturales, lo cierto es que resulta muy difícil evitar circunscribirse en el ámbito de lo convencional… por no decir del prejuicio social. ¿Aplicaríamos el mismo rasero si en lugar de un médico estuviéramos poniendo como ejemplo un albañil? ¿O dichas carencias no nos lo parecerían entonces, por considerarlas normales e inherentes a su condición profesional? Es más ¿qué necesidad u obligación tiene nadie de saber algo de lo cual no precisa, ni para ejercer su profesión, ni para vivir?
Podríamos seguir indefinidamente por esta vía. En realidad, se ha hecho y se sigue haciendo un amplio uso y abuso de ella. Es uno de los argumentos favoritos de los partidarios de las reformas educativas que se están implantando. Y en cierto modo uno de los más fuertes, al menos aparentemente. De modo que mejor planteemos la pregunta a la inversa: ¿Tiene cualquier persona el derecho de que se la eduque en conocimientos que le aporten una formación cultural integral? Parece claro que sí, a poco que nos atengamos al espíritu ilustrado que inspiró los actuales sistemas educativos, y a las razones que indujeron a verlo así. Pero seguimos con el problema de dónde está vara de medir la cultura que habría que impartir, y con el de qué es cultura y en qué medida contenidos de este tipo deben seguir presentes en los distintos programas de estudio y etapas educativas. Y claro ¿para qué? ¿Qué utilidad tienen?
Ciertamente, hay tantas definiciones de cultura como queramos, empezando por