La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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Quienes, en la línea de las nuevas pedagogías y los reformadores educativos, piensan que es por razones intrínsecas, ven el sistema educativo como una estructura esclerótica e intempestiva, anclada en el anacronismo e incapaz de afrontar los retos que plantea la nueva realidad social, plural, multicultural, conectada y digital. Por lo tanto, se dirá, urge una transformación estructural en profundidad, en la que ya no cabe la institución escolar como la habíamos conocido hasta ahora; ni sus programas de estudios, ni el tipo de conocimientos que se transmitían, ni la forma como se impartían, ni sus maestros y profesores… y hasta puede que ni siquiera su alumnado, que también deberá ser rediseñado de acuerdo con los requisitos de la ingeniería social de turno.
En esta línea han ido las propuestas pedagógicas que han desarrollado las leyes educativas españolas de las últimas tres décadas. A la vista de sus catastróficos resultados, cabe pensar no solo que no son la solución, sino parte integrante del problema.
Quienes, a su vez, piensan que es por razones extrínsecas, aducen que estas pedagogías reformistas han convertido la universalización de la escolaridad en una uniformización igualitarista a la baja, minimalista, entendiendo erróneamente la igualdad de oportunidades como un punto de llegada, y no como el punto de partida que en realidad ha de ser. Se entiende entonces que este igualitarismo a quienes más perjudica es precisamente a aquellos en cuyo nombre se pretexta estar haciendo estas reformas: los menos favorecidos social y culturalmente, condenándolos a la marginalidad y a ocupaciones de baja cualificación, perpetuando y profundizando en la brecha social.
Siguiendo con esto, tampoco el origen del problema se encontraría en la presunta incapacidad del sistema educativo para adaptarse a los nuevos tiempos, ni en la tan proclamada escasez de medios para conseguirlo, sino en que al hacerse de la forma como se ha hecho, las reformas han agravado el problema en lugar de remediarlo. Porque con ello el sistema educativo ha dejado de ser lo que era, y ha renunciado, o se le ha hecho renunciar, a ejercer la función que venía ejerciendo, lo cual es muy distinto que adaptarlo a los nuevos tiempos.
Un clarísimo síntoma de esto es el cambio en la manera de decir «educación» aplicada al sistema escolar, que ahora no se corresponde ya con «enseñanza» o «instrucción» –las funciones propias del ámbito académico–, sino a «educación» a secas, sin que quede claro qué significa el ejercicio de esta función ni cuál es su cometido. Ello tanto en el mero terreno teórico como en el práctico. Sobre todo si lo que se está cambiando con el uso de una palabra para designar una realidad es también esta realidad.
Y si resulta que se está diciendo educación de «otra» manera, es obvio que nos estaremos refiriendo a algo distinto, aunque el término para designarlo sea homónimo. Pues bien, refiriéndonos a educación como la «decíamos» hasta ahora, hay términos sinónimos varios para referirnos a ella, como «enseñanza» o «instrucción», que no dejan lugar a posibles errores sobre a qué nos estamos refiriendo. Términos que hasta hace poco se habían utilizado indistintamente, o incluso preferentemente, para referirnos al ámbito escolar. Hoy en día están completamente erradicados y su eventual uso solo se hace para evocarlos peyorativamente. Como veremos, no se trata de una simple superposición terminológica. Que hayan desaparecido podrá ser cualquier cosa menos una casualidad.
Como tampoco lo es que, hasta hace poco, soliera decirse que la escuela «enseña» y la familia «educa», y que tal expresión cada vez se oiga menos y vaya quedando desarraigada en su uso social. Una distinción intuitiva de lo que le correspondía a cada institución en lo que atañe al proceso global de formación de un individuo. Paralelamente a este cambio en la manera de decir educación, la institución escolar va despojándose cada vez más de las funciones académicas, de transmisión de conocimientos, en beneficio de prestaciones asistenciales, de primar la inteligencia emocional sobre la cognitiva, y de aprendizajes meramente competenciales.
Consecuentemente con sus propios planteamientos de base, cabe reconocerlo, las pedagogías «innovadoras» sostienen que la escuela ya no tiene que «enseñar», sino que su finalidad es «educar». En su versión aparentemente más suavizada, que ya no «solo» tiene que «enseñar», sino «también» educar. Una tosca discriminación conceptual que consiste en disociar dos términos cuya relación consiste en que uno es un subconjunto del otro. Como si enseñar matemáticas no fuera «también» educar.
Asimismo, y dando a entender lo que subyace a este cambio terminológico, se añade que hay que cambiar lo que se enseña, ya sea porque no sirve, porque no gusta, o porque ha de adaptarse aquello que se enseñe a la función educadora con respecto a la cual las eventuales enseñanzas deben estar supeditadas. Y esto sería por lo visto educar, mientras que lo que se enseñaba hasta ahora no sería merecedor de tal consideración. Las razones del porqué permanecen de momento todavía pendientes de aclaración.
Se aduce para ello que, en la moderna sociedad de la información y del conocimiento, la institución escolar ha perdido la exclusiva del dominio que hasta ahora usufructuaba en régimen de monopolio. El conocimiento, o mejor, la información, es hoy en día accesible en ámbitos distintos al escolar, por lo tanto, esta función queda, al menos parcialmente, reemplazada por la más genérica de educar. En la línea de algunos destacados expertos educativos, lo que ocurre es que, de ser el sistema educativo el depositario de los conocimientos que se transmitían, ahora se queda en simple mediador entre la instancia a través de la cual se accede a estos conocimientos, y los alumnos, que acceden directamente a ella a través de internet.
Un planteamiento ramplonamente falaz. Entre otras razones porque este carácter de mediación de la escuela siempre fue así, de modo que proponerlo como novedad es como pretender haber inventado la pólvora en el siglo XXI. La diferencia estriba, en todo caso, en que antes la mediación que ejercía la escuela era entre el saber acumulado por el docente, y el discente al cual se le transmitía. Da igual, en este sentido, que los «almacenes» del saber estuvieran situados en la mente del profesor, en el libro de texto o en la enciclopedia universal. De todas maneras, más allá de la ramplonería con que se plantea, a este argumento subyacen categorizaciones de mucho más calado.
A estos «almacenes» se les añade ahora otro cuya irrupción ha sido ciertamente espectacular: internet. En realidad, en lo que concierne a la información almacenada, internet es una fuente más que añadir a las enciclopedias, a los libros de texto o a la mente del profesor. Pero con una diferencia substancial: su accesibilidad, tanto para bien como para mal. Dicho sea de paso, esto último tampoco es una novedad exclusiva de internet, sino que, como todo, dependerá del uso que se haga del medio. Solo que en el caso de internet el arco de posibilidades es mucho más extenso, mucho más amplio, y de recorrido más fácil.
En efecto, desde el punto de vista educativo, internet no es otra cosa que la posibilidad de disponer de la biblioteca universal en casa; lo cual por supuesto que no es poco. Algo inédito e impensable hace apenas tres décadas, y sin duda alguna digno de inexcusable aprovechamiento con finalidades educativas. Pero lo que se plantea al considerarlo la única o primordial fuente de información, con la escuela relegada a la función del moderno coaching, ya no de mediadora en la transmisión, es la reconversión del docente en una suerte de bibliotecario telemático. Y al igual que un bibliotecario