La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé страница 16
Y no hará falta, claro, que el profesor de matemáticas sea un experto en esta materia, porque tampoco deberá enseñar gran cosa más allá de lo estrictamente propedéutico para que el alumno pueda acceder a la información que desee, cuando la ocasión lo requiera. Consiguientemente, si el profesor no ha de enseñar, tampoco es necesario que sepa nada más allá de lo estrictamente indispensable para su nueva función de bibliotecario telemático. Y esto, en el mejor de los casos; en el peor, un simple monitor de entretenimiento.
Siguiendo con esta argumentación, nuestros sistemas educativos son estructuras heredadas del pasado que perduran con sus inercias en una sociedad en la cual no encajan. Hoy no estamos ya en la sociedad industrial de los siglos XIX o XX, sino en la posindustrial, digital y de la información; en la sociedad interconectada. Y una escuela heredada de una sociedad que ya no existe es anacrónica, no cumple las funciones que el actual estado de cosas exige de ella y no ha lugar en él. Estamos sin duda alguna ante un nuevo paradigma educativo. El problema es hacia dónde nos conduce.
Asumiendo lo anterior, resulta entonces que esta nueva realidad altera completamente el contexto en que hasta ahora nos habíamos movido, abriendo un escenario en el cual la escuela «tradicional» haría las veces de decorado de cartón piedra filmográfico en medio de un sinfín de efectos especiales digitales; una institución que no puede seguir ejerciendo su función tradicional –carece de lugar y de sentido–, y menos aún bajo el modelo no menos tradicional que la caracteriza; luego, deberá repensarse, reconvertirse y adecuarse al lugar que le corresponde en el nuevo orden de cosas. Y este no pasa por la transmisión de contenidos de conocimiento, así que olvidémonos de «instrucción» o «enseñanza», términos que la evocan, y dejémoslo solo en «educación», aunque sea con el concepto podado por la amputación de una de sus extensiones.
Todo lo expuesto en los párrafos anteriores –excepto lo de la poda por amputación– ha llegado a funcionar como un auténtico mantra del pedagogismo hegemónico, que a fuerza de propaganda y de difundirse desde las más diversas instancias, ha cuajado hasta constituirse en el imaginario social como un lugar común que funciona acríticamente, como algo evidente e incuestionable en sí mismo, y de lo cual muchas veces ya ni se habla porque no hace falta, se da por consabido y supuesto tácitamente.
Pero volvamos a la presunta antinomia entre educación y enseñanza. Si decimos que el sistema educativo tiene como función la «enseñanza» –o la «instrucción»–, se puede entender más o menos a qué nos estamos refiriendo. Pero si decimos que su función es educar, entonces es inevitable que se nos antoje más inconcreta y errática; igual que las funciones de biblioteconomía telemática a que más arriba hemos aludido. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo en los centros, antaño de enseñanza, hoy «simplemente» educativos. Así las cosas, cuando se proclama que la escuela no ha de enseñar, sino educar, o no solo ha de enseñar, sino también educar ¿qué se nos está queriendo decir exactamente?
No se trata de una pregunta retórica, sino muy real y práctica; porque la cuestión no es ahora que «educación» sea un concepto con distintas extensiones, o «enseñanza» y «educación» sean unidades léxicas que solo parcialmente compartan un mismo campo semántico. Muy al contrario, se trata de un equívoco introducido artificiosamente y a la manera de la famosa frase de Lewis Carroll: «Las palabras tienen dueño»[2]. Y los dueños de las palabras han decidido no solo el significado que a partir de ahora tendrá «educación» en el sistema escolar, sino también aquel del que se le priva como sinónimo de «enseñanza» o «instrucción».
Este falso equívoco entre educación y enseñanza, con el primer término desplazando al segundo, es en realidad una falacia que se ha difundido de forma intencionada desde las propias instancias donde se construye el discurso «educativo», y que se aplica a los entresijos semánticos propios de la jerga pedagogista. Tan extendido está que hoy en día es prácticamente imposible eludirlo. Por supuesto que en la elaboración de esta jerga los equívocos y las connotaciones nunca son casuales ni, mucho menos aún, neutrales. Y esto es lo que ha ocurrido con los dos términos que aquí nos ocupan: enseñanza –o instrucción– y educación, que se nos han presentado intencionadamente tergiversados, al modo de la reina del cuento de Alicia. O al de Funes el memorioso[3], que decidió una nueva nomenclatura numérica en la cual 7013 se «decía» Máximo Pérez, o 7014 «El Ferrocarril»… Porque así lo han decidido los dueños de las palabras. En el caso del pobre Funes, nadie le hizo caso, en el de la reina de Alicia, sí, porque detentaba el poder.
Baste para acreditarlo imaginar qué ocurriría si, aun a niveles meramente testimoniales, a cualquier ofuscado ministro del ramo se le ocurriera restablecer el antiguo nombre republicano de «Ministerio de Instrucción Pública». Le lloverían chuzos de punta desde las más variadas instancias, a derecha y a izquierda, y se le acusaría de poco menos que querer convertir los centros «educativos» en cuarteles militares o en campos de concentración, o de querer reimplantar el castigo físico.
Y es así como se entendería, porque este es el mensaje subliminal que se ha difundido y construido en el imaginario social por parte de los dueños de las palabras. Una utilización perversa de las palabras que, en lugar de designar la realidad, la construyen o, incluso mejor, la decretan. Todo el discurso de la «posverdad»[4], tan actualmente en boga, encaja de lleno en ello.
Solo desde una noción muy ramplona de educación puede afirmarse que la escuela no educa o no haya educado, y menos aún que a partir de ahora lo hará, además si acaso de enseñar. Porque incurre en la falacia de pretender un falso antagonismo entre educar y enseñar, para reconciliar después ambos términos en una artificiosa síntesis superadora de la grosera realidad fenoménica de una escuela que enseñaba, pero que no educaba. O sea, que enseñaba mal, o que no enseñaba lo que debería enseñar. Huelga decir que la única grosería detectable en todo esto es la dialéctica de vuelo gallináceo con que se pretende superar un problema que solo lo es por un error conceptual de partida: la consideración de educación y enseñanza como términos contrapuestos o, como mínimo, en conflicto. O su intencionada contraposición.
En el capítulo I acotábamos el término educación en su acepción remitida al ámbito escolar académico. Veámoslo ahora en su globalidad.
La Real Academia Española nos da inicialmente cuatro entradas para el término «educación»[5]: 1) Acción y efecto de educar[6]; 2) Crianza, enseñanza y doctrina que se da a los niños y a los jóvenes; 3) Instrucción por medio de la acción docente; 4) Cortesía, urbanidad. En todos los casos, y desde ámbitos tan distintos como saber coger un cuchillo y un tenedor, ser un experto en física nuclear o guardar ciertas normas de urbanidad, parece que nos remitimos a un denominador común, que ya habíamos visto anteriormente, a algo aprendido bajo una cierta dirección, a un adiestramiento.
Exactamente de la misma manera que no nacemos sabiendo servirnos correctamente de un tenedor o sabiendo resolver ecuaciones matemáticas, tampoco aprendemos ambas cosas por nosotros mismos, sino que nos las han de enseñar. Es así de simple y de complicado a la vez. Qué haya que enseñar, cómo, dónde, cuándo y a quién, dependerá de factores tales como el conjunto de conocimientos de que la sociedad disponga en un momento histórico determinado, de la posición que cada individuo ocupe en la sociedad y de qué se espere de él, de sus intereses y preferencias, del tipo de sociedad y de cómo esté organizada… En fin. Pero en cualquier momento de la historia de la humanidad, la educación es el resultado de un conjunto de procesos de aprendizaje que constituyen el acervo básico que le ha de servir a un individuo para adaptarse, entender e interactuar en la sociedad en que vive.