La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé

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La escuela que dejó de ser - Xavier Massó Aguadé Educación

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suprimir el predicado y dejarlo en honesto y… nada más.

      Y no hará falta, claro, que el profesor de matemáticas sea un experto en esta materia, porque tampoco deberá enseñar gran cosa más allá de lo estrictamente propedéutico para que el alumno pueda acceder a la información que desee, cuando la ocasión lo requiera. Consiguientemente, si el profesor no ha de enseñar, tampoco es necesario que sepa nada más allá de lo estrictamente indispensable para su nueva función de bibliotecario telemático. Y esto, en el mejor de los casos; en el peor, un simple monitor de entretenimiento.

      Siguiendo con esta argumentación, nuestros sistemas educativos son estructuras heredadas del pasado que perduran con sus inercias en una sociedad en la cual no encajan. Hoy no estamos ya en la sociedad industrial de los siglos XIX o XX, sino en la posindustrial, digital y de la información; en la sociedad interconectada. Y una escuela heredada de una sociedad que ya no existe es anacrónica, no cumple las funciones que el actual estado de cosas exige de ella y no ha lugar en él. Estamos sin duda alguna ante un nuevo paradigma educativo. El problema es hacia dónde nos conduce.

      Asumiendo lo anterior, resulta entonces que esta nueva realidad altera completamente el contexto en que hasta ahora nos habíamos movido, abriendo un escenario en el cual la escuela «tradicional» haría las veces de decorado de cartón piedra filmográfico en medio de un sinfín de efectos especiales digitales; una institución que no puede seguir ejerciendo su función tradicional –carece de lugar y de sentido–, y menos aún bajo el modelo no menos tradicional que la caracteriza; luego, deberá repensarse, reconvertirse y adecuarse al lugar que le corresponde en el nuevo orden de cosas. Y este no pasa por la transmisión de contenidos de conocimiento, así que olvidémonos de «instrucción» o «enseñanza», términos que la evocan, y dejémoslo solo en «educación», aunque sea con el concepto podado por la amputación de una de sus extensiones.

      Todo lo expuesto en los párrafos anteriores –excepto lo de la poda por amputación– ha llegado a funcionar como un auténtico mantra del pedagogismo hegemónico, que a fuerza de propaganda y de difundirse desde las más diversas instancias, ha cuajado hasta constituirse en el imaginario social como un lugar común que funciona acríticamente, como algo evidente e incuestionable en sí mismo, y de lo cual muchas veces ya ni se habla porque no hace falta, se da por consabido y supuesto tácitamente.

      Pero volvamos a la presunta antinomia entre educación y enseñanza. Si decimos que el sistema educativo tiene como función la «enseñanza» –o la «instrucción»–, se puede entender más o menos a qué nos estamos refiriendo. Pero si decimos que su función es educar, entonces es inevitable que se nos antoje más inconcreta y errática; igual que las funciones de biblioteconomía telemática a que más arriba hemos aludido. Y esto es precisamente lo que está ocurriendo en los centros, antaño de enseñanza, hoy «simplemente» educativos. Así las cosas, cuando se proclama que la escuela no ha de enseñar, sino educar, o no solo ha de enseñar, sino también educar ¿qué se nos está queriendo decir exactamente?

      Baste para acreditarlo imaginar qué ocurriría si, aun a niveles meramente testimoniales, a cualquier ofuscado ministro del ramo se le ocurriera restablecer el antiguo nombre republicano de «Ministerio de Instrucción Pública». Le lloverían chuzos de punta desde las más variadas instancias, a derecha y a izquierda, y se le acusaría de poco menos que querer convertir los centros «educativos» en cuarteles militares o en campos de concentración, o de querer reimplantar el castigo físico.

      Solo desde una noción muy ramplona de educación puede afirmarse que la escuela no educa o no haya educado, y menos aún que a partir de ahora lo hará, además si acaso de enseñar. Porque incurre en la falacia de pretender un falso antagonismo entre educar y enseñar, para reconciliar después ambos términos en una artificiosa síntesis superadora de la grosera realidad fenoménica de una escuela que enseñaba, pero que no educaba. O sea, que enseñaba mal, o que no enseñaba lo que debería enseñar. Huelga decir que la única grosería detectable en todo esto es la dialéctica de vuelo gallináceo con que se pretende superar un problema que solo lo es por un error conceptual de partida: la consideración de educación y enseñanza como términos contrapuestos o, como mínimo, en conflicto. O su intencionada contraposición.

      En el capítulo I acotábamos el término educación en su acepción remitida al ámbito escolar académico. Veámoslo ahora en su globalidad.

      Exactamente de la misma manera que no nacemos sabiendo servirnos correctamente de un tenedor o sabiendo resolver ecuaciones matemáticas, tampoco aprendemos ambas cosas por nosotros mismos, sino que nos las han de enseñar. Es así de simple y de complicado a la vez. Qué haya que enseñar, cómo, dónde, cuándo y a quién, dependerá de factores tales como el conjunto de conocimientos de que la sociedad disponga en un momento histórico determinado, de la posición que cada individuo ocupe en la sociedad y de qué se espere de él, de sus intereses y preferencias, del tipo de sociedad y de cómo esté organizada… En fin. Pero en cualquier momento de la historia de la humanidad, la educación es el resultado de un conjunto de procesos de aprendizaje que constituyen el acervo básico que le ha de servir a un individuo para adaptarse, entender e interactuar en la sociedad en que vive.

      En

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