La riqueza de las naciones. Adam Smith

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La riqueza de las naciones - Adam Smith Autores

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de plata contuviese todo su peso legal, habría en ese caso un beneficio a obtener fundiéndola, para vender primero la pasta a cambio de monedas de oro, e intercambiar después este oro acuñado por plata acuñada, que se llevaría a la fundición nuevamente. Una modificación en la proporción actual parece ser el único método de prevenir estos inconvenientes.

      Los problemas serían quizás menores si la plata fuese tasada en monedas tanto por encima de su proporción adecuada con el oro como lo está hoy por debajo, siempre que al mismo tiempo se decretase que la plata no es de curso legal en cantidades superiores a una guinea, de la misma forma en que el cobre no es de curso legal para cambiar más de un chelín. En este caso, ningún acreedor podría ser engañado por el elevado valor de la plata acuñada, igual que ningún acreedor puede ser hoy estafado como consecuencia de la alta valoración del cobre. Los únicos que sufrirían con esta reglamentación serían los banqueros. Cuando se produce una carrera, intentan ganar tiempo pagando en monedas de seis peniques, y dicha reglamentación les impediría recurrir a un método tan poco honorable de eludir el pago inmediato. Se verían en consecuencia forzados a mantener siempre en sus cofres una cantidad mayor de efectivo que en la actualidad; y aunque esto indudablemente sería muy inconveniente para ellos, al mismo tiempo daría una gran seguridad a sus acreedores.

      Tres libras, diecisiete chelines y diez peniques y medio (el precio de acuñación del oro) ciertamente no contienen, incluso en nuestras excelentes monedas de oro actuales, más de una onza de oro de ley, y podría pensarse en consecuencia que no serían capaces de comprar más oro en pasta de ley. Pero el oro amonedado es más útil que el oro en bruto, y aunque en Inglaterra la acuñación es gratuita, de todas formas el oro que es llevado en pasta o barras a la Casa de la Moneda rara vez regresa acuñado a manos de su dueño antes de que pasen varias semanas; con el trabajo que tiene hoy la Casa de la Moneda, la demora puede ser de varios meses. Este retraso equivale a un pequeño impuesto, y vuelve al oro acuñado algo más valioso que una cantidad igual de oro en bruto. Por lo tanto, si en la moneda inglesa la plata fuese estimada según su adecuada proporción con el oro, el precio de la plata en pasta probablemente caería por debajo del precio de acuñación incluso sin ninguna reforma de la moneda de plata; porque incluso el valor de la presente moneda de plata lisa y desgastada es regulado por el valor de la excelente moneda de oro por la que puede cambiarse.

      Un pequeño señoreaje o impuesto sobre la acuñación tanto de oro como de plata probablemente incrementaría aún más la superioridad de estos metales en moneda sobre una cantidad igual de cualquiera de ellos en pasta. La acuñación en este caso elevaría el valor del metal acuñado en proporción al peso de este pequeño impuesto; por la misma razón de que el labrado aumenta el valor de los utensilios de oro y plata en proporción al precio de dicho labrado. La superioridad de la moneda sobre la pasta impedirá la fundición de las monedas y desanimará su exportación. Si por alguna necesidad pública fuese perentorio el exportar monedas, la mayor parte de las mismas volvería: en el extranjero se venderían sólo por su peso en pasta, pero dentro del país lo harían por más que su peso, y habría en consecuencia un beneficio a recoger al traerlas nuevamente al país. En Francia el señoreaje sobre la acuñación es de cerca del ocho por ciento y se dice que la moneda francesa, una vez exportada, vuelve al país espontáneamente.

      Las fluctuaciones ocasionales en el precio de mercado del oro y la plata en pasta responden a las mismas causas que las fluctuaciones semejantes en el precio de todas las demás mercancías. La frecuente pérdida de dichos metales debida a diversos accidentes en la tierra y en el mar, el continuo desgaste en dorados y niquelados, en galones y bordados, en el uso y deterioro de la moneda y los utensilios de plata; todo ello requiere, en los países que no posean minas propias, una permanente importación que repare estas pérdidas y desgastes. Los comerciantes importadores, como cualquier otro comerciante, intentan ajustar en la medida de lo posible sus ocasionales importaciones a lo que ellos esperan que sea la demanda inmediata más probable. Pero por más cuidado que pongan, a veces exageran su negocio y otras veces se quedan cortos. Cuando importan más metal del que se demanda, más que incurrir en el riesgo y los inconvenientes de re-exportarlo nuevamente, están a veces dispuestos a vender una parte por algo menos que el precio corriente o medio. Por otro lado, cuando importan menos de lo que se demanda, obtienen algo más que ese precio. Pero cuando más allá de estas fluctuaciones ocasionales, el precio de mercado del oro o de la plata en pasta se mantiene durante muchos años firme y constantemente algo por arriba o algo por debajo del precio de acuñación, podemos estar seguros de que esta firme y constante superioridad o inferioridad en el precio es el efecto de algo en el estado de la moneda, algo que en ese momento hace que una determinada cantidad de moneda valga más o menos que la cantidad precisa de metal que debería contener. La firmeza y constancia del efecto supone una firmeza y constancia proporcional en la causa.

      El dinero de cualquier país es, en un momento y lugar concretos, una medida más o menos precisa del valor en tanto la moneda corriente se ajuste más o menos exactamente a su ley, o contenga más o menos exactamente la cantidad determinada de oro o plata puros que debería contener. Si en Inglaterra, por ejemplo, cuarenta y cuatro guineas y media contuviesen precisamente el peso de una libra de oro de ley, u once onzas de oro puro y una de aleación, la moneda de oro de Inglaterra sería una medida tan exacta del valor efectivo de los bienes en cualquier momento y lugar dados como puede admitirlo la naturaleza de las cosas. Pero si debido al roce y al uso cuarenta y cuatro guineas y media contienen generalmente menos que el peso de una libra de oro, siendo además la disminución más acusada en algunas piezas que en otras, la medida del valor resulta susceptible de la misma clase de incertidumbre a la que están expuestos comúnmente todos los demás pesos y medidas. Como rara vez ocurre que se ajusten exactamente a su patrón, el comerciante acomoda el precio de sus bienes, lo mejor que puede, no a lo que esos pesos y medidas deberían ser sino a lo que en promedio la experiencia le indica que son en la práctica. Como consecuencia de un desorden parecido en la moneda, el precio de los bienes resulta análogamente ajustado no a la cantidad de oro o plata puros que la moneda debería contener, sino a la que en promedio la experiencia demuestra que efectivamente contiene.

      Debe destacarse que por precio monetario de los bienes entiendo siempre la cantidad de oro o plata puros por la cual se venden, sin consideración alguna sobre la denominación de la moneda. Pienso que seis chelines y ocho peniques, por ejemplo, en la época de Eduardo I, era el mismo precio monetario que una libra esterlina en los tiempos presentes, puesto que contenían, hasta donde es posible juzgar, la misma cantidad de plata pura.

      6 DE LAS PARTES QUE COMPONEN EL PRECIO DE LAS MERCANCÍAS

      En aquel estado rudo y primitivo de la sociedad que precede tanto a la acumulación del capital como a la apropiación de la tierra, la proporción entre las cantidades de trabajo necesarias para adquirir los diversos objetos es la única circunstancia que proporciona una regla para intercambiarlos. Si en una nación de cazadores, por ejemplo, cuesta habitualmente el doble de trabajo cazar un castor que un ciervo, un castor debería naturalmente intercambiarse por, o valer, dos ciervos. Es natural que lo que es el producto habitual de dos días o dos horas de trabajo valga el doble de lo que normalmente es el producto de un día o una hora de trabajo.

      Si un tipo de trabajo es más duro que otro, habrá naturalmente alguna ventaja a cambio de esa dureza mayor; y el producto de una hora de ese tipo de trabajo se intercambiará habitualmente por el producto de dos horas del otro.

      Si una clase de trabajo requiere un extraordinario grado de destreza e ingenio, el aprecio que los hombres tengan por tales talentos naturalmente dará valor a su producción, un valor superior al que se derivaría sólo del tiempo empleado en la misma. Esos talentos casi nunca pueden ser adquiridos sin una larga dedicación, y el mayor valor de su producción con frecuencia no es más que una compensación razonable por el tiempo y trabajo invertidos en conseguirlos. En el estado avanzado de la sociedad estas compensaciones por esfuerzo y destreza se hallan comúnmente incorporadas en los salarios del trabajo, y algo similar tuvo probablemente lugar en su estado más primitivo y rudo.

      En

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