La riqueza de las naciones. Adam Smith

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La riqueza de las naciones - Adam Smith Autores

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cuarto lugar, las variaciones en el precio del trabajo no sólo no se corresponden ni en lugar ni en tiempo con las del precio de los alimentos, sino que frecuentemente son opuestas.

      El cereal, el alimento del pueblo llano, es más caro en Escocia que en Inglaterra, de donde Escocia recibe todos los años grandes cantidades. Pero el grano inglés debe ser vendido más caro en Escocia, el país a donde va, que en Inglaterra, el país de donde viene; y en proporción a su calidad no puede ser vendido en Escocia más caro que el cereal escocés con el que compite en el mismo mercado. La calidad del grano depende básicamente de la cantidad de harina en flor o integral que rinde en el molino, y en este aspecto el cereal inglés es muy superior al escocés; aunque más caro en apariencia o en proporción a su volumen, es en general realmente más barato, en proporción a su calidad e incluso a su peso. El precio del trabajo, por el contrario, es más caro en Inglaterra que en Escocia. Si los pobres, entonces, pueden mantener a sus familias en una parte del Reino Unido, deberán hacerlo con mucha comodidad en la otra. La harina de avena constituye la mayor y mejor parte de la alimentación del pueblo llano en Escocia, una alimentación que es en general muy inferior a la de sus vecinos del mismo rango en Inglaterra. Esta diferencia no es la causa de las diferencias de sus salarios, sino la consecuencia; sin embargo, oigo a menudo la interpretación errónea según la cual es su causa. Pero no es por el hecho de tener un carruaje o ir andando que un hombre es rico y otro pobre; por el hecho de ser rico uno tiene un carruaje, y por ser pobre el otro va a pie.

      Durante el último siglo, en promedio, el cereal fue más caro en ambas partes del Reino Unido que en el presente. Esto es un hecho que no admite hoy ninguna duda razonable; y la prueba del mismo es si cabe todavía más evidente con respecto a Escocia que con respecto a Inglaterra. En Escocia existen los datos de las tasaciones públicas, valoraciones anuales hechas bajo juramento, según el estado real de los mercados de todos los diversos tipos de cereal en cada condado de Escocia. Si una prueba tan clara requiriese confirmación mediante un testimonio colateral, yo observaría que este fue el caso también en Francia y probablemente en la mayor parte de Europa. Con respecto a Francia existen las pruebas más claras. Pero aunque es patente que en ambas partes del Reino Unido el cereal fue más caro en el siglo pasado que en el actual, es también indudable que el trabajo era mucho más barato. Si los trabajadores más pobres pudieron sacar adelante a sus familias entonces, lo harán con mucho más comodidad hoy. En el siglo pasado, los jornales más habituales del trabajo ordinario en la mayor parte de Escocia eran de seis peniques en el verano y cinco en el invierno. Se sigue pagando casi el mismo precio, tres chelines por semana, en algunas comarcas de las Tierras Altas y en las islas occidentales. En la mayor parte de las Tierras Bajas de Escocia los salarios habituales del trabajo ordinario son hoy de ocho peniques al día; y de diez peniques, a veces un chelín en los alrededores de Edimburgo, en los condados que limitan con Inglaterra, probablemente debido a esa vecindad, y en otros sitios donde se ha registrado últimamente un aumento considerable en la demanda de trabajo, cerca de Glasgow, Carron, Ayrshire, etc. En Inglaterra las mejoras en la agricultura, la industria y el comercio comenzaron mucho antes que en Escocia. La demanda de trabajo, y en consecuencia su precio, debió necesariamente aumentar con esas mejoras. En el siglo pasado, en consecuencia, igual que en este, los salarios eran mayores en Inglaterra que en Escocia. También han aumentado considerablemente desde entonces, aunque debido a la mayor variedad de salarios pagados en diferentes lugares es más difícil determinar en cuánto lo han hecho. En 1614, la paga de un soldado raso era la misma que hoy, ocho peniques por día. Cuando se estableció por vez primera, debió haber correspondido al salario normal de los peones ordinarios, la clase del pueblo de donde se reclutan comúnmente los soldados rasos. Lord Hales, Justicia Mayor, que escribió en tiempos de Carlos II, estimó los gastos necesarios para la familia de un trabajador, compuesta de seis personas, el padre, la madre, dos niños capaces y otros dos no capaces de trabajar, en diez chelines por semana, o veintiséis libras por año. Afirmó que si no podían ganar este dinero con su trabajo, deberían conseguirlo con la mendicidad o el robo. Parece haber investigado esta cuestión con mucho cuidado. En 1688 el señor Gregory King, cuya destreza en la aritmética política fue tan alabada por el doctor Davenant, calculó que el ingreso corriente de trabajadores y sirvientes no domésticos en quince libras al año, para una familia que él supuso integrada en promedio por tres personas y media. Su estimación, por lo tanto, aunque en apariencia diferente de la del juez Hales, es en el fondo muy parecida. Ambos suponen que el gasto semanal de las familias es de unos veinte peniques por cabeza. Tanto el ingreso como el gasto pecuniarios de esas familias han aumentado notablemente desde esa época en la mayor parte del reino; en algunos lugares más que en otros, aunque quizás en ninguno tanto como han pretendido algunos exagerados informes sobre los salarios actuales, publicados recientemente. Debe subrayarse que el precio del trabajo no puede ser determinado con mucha precisión en ninguna parte; con frecuencia se pagan en un mismo lugar y por un mismo trabajo sumas diferentes, no sólo debido a la diversa destreza de los trabajadores, sino a la gentileza o dureza de los patronos. Allí donde los salarios no están fijados por la ley, lo único que podemos aspirar a determinar es cuáles son los más corrientes; y la experiencia nos demuestra que la ley nunca puede regularlos adecuadamente, aunque a menudo pretende hacerlo.

      La recompensa real del trabajo, la cantidad real de cosas necesarias y cómodas para la vida que procura al trabajador, ha crecido durante el siglo actual probablemente en una proporción aún mayor que su precio monetario. No sólo el cereal se ha abaratado algo, sino que muchas otras cosas de las que los pobres laboriosos obtienen un alimento variado, apetecible y saludable, se han abaratado muchísimo. Las patatas, por ejemplo, en el grueso del Reino Unido, no cuestan hoy ni la mitad de lo que costaban hace treinta o cuarenta años. Lo mismo podría decirse de los nabos, zanahorias, coles, bienes que antes sólo eran cultivados mediante la azada y hoy lo son mediante el arado. Las frutas y hortalizas de todas clases se han abaratado también. La mayor parte de las manzanas y hasta de las cebollas consumidas en Gran Bretaña eran en el siglo pasado importadas desde Flandes. Los apreciables avances en las manufacturas ordinarias de los tejidos de lana y lino permiten a los trabajadores pagar menos y vestirse mejor; y los registrados en las industrias de los metales les proporcionan mejores y más baratos instrumentos de trabajo, así como muchos muebles cómodos y agradables. Es verdad que el jabón, la sal, las velas, los cueros y los licores fermentados se han encarecido bastante, debido principalmente a los impuestos con que han sido gravados. Pero la cantidad de estos bienes que los trabajadores más pobres necesitan consumir es tan pequeña que el incremento en su precio no compensa la disminución en los precios de tantas otras cosas. La queja habitual de que el lujo se está extendiendo incluso hasta las clases más bajas del pueblo, y que los pobres no están satisfechos hoy con la misma comida, el mismo vestido y la misma vivienda que antes, nos convencerá de que no es sólo el precio monetario del trabajo lo que ha aumentado, sino su recompensa real.

      ¿Debe considerarse a esta mejora en las condiciones de las clases más bajas del pueblo como una ventaja o un inconveniente para la sociedad? La respuesta inmediata es totalmente evidente. Los sirvientes, trabajadores y operarios de diverso tipo constituyen la parte con diferencia más abundante de cualquier gran sociedad política. Y lo que mejore la condición de la mayor parte nunca puede ser considerado un inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Además, es justo que aquellos que proporcionan alimento, vestimenta y alojamiento para todo el cuerpo social reciban una cuota del producto de su propio trabajo suficiente para estar ellos mismos adecuadamente bien alimentados, vestidos y alojados.

      La pobreza, aunque desanima a los matrimonios, no siempre los impide; incluso parece que incentiva la procreación. Una mujer medio muerta de hambre en las Tierras Altas escocesas con frecuencia llega a tener más de veinte hijos, mientras que una dama mimada y elegante muchas veces es incapaz de tener ninguno y generalmente queda exhausta después de dos o tres. La esterilidad, tan extendida entre las señoras de alto rango, es muy rara en las de humilde condición. El lujo en el sexo bello, aunque quizás inflama el afán de placer, casi siempre debilita las facultades reproductivas, y a menudo las destruye por completo.

      Pero aunque la pobreza no impide la procreación, resulta extremadamente

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