Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta

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Latinoaméroca en gotas - Mario Diego Peralta

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mucho leerlo, por eso te preguntaba si lo vendían acá –agregó ella con tono ingenuo y escapando de la situación anterior, como si de pronto, habiendo pedido una pizza de muzzarella llegara el mozo con la fuente y nadie la recibiera. ¿Qué pasó con el tema del signo? Su día de suerte se esfumaba, ese gol en minuto dos del partido se lo habían anulado. ¿No habían pedido pizza acá? Estirando las emes, él exclama:

      —Mmm, no sep (agregando una p al final, haciéndose joven por usar jerga adolescente). –Desencantado, hace ademán de volver a retomar la lectura, poniéndose los lentes, cuando ella lo interrumpe diciendo:

      —Los de Escorpio son muy sexuales. –El telebin le jugó a favor.

      Le entregaron un auto con olor a nuevo, 0 km o para ser más preciso, con 51 km rodados apenas. Le alquilaron una nave espacial y había pagado por un karting. Caja automática, climatizador, alarma, cierre centralizado y lo más hermoso de todo, para cubrir la obligación del GPS contratado le entregaron un teléfono con wifi para que por donde fuera esa base de energía “wifiera” le provea a su celular buena conexión a internet. Estaría conectado siempre, ya no debería entrar en cuanta confitería, bar o restaurante encontrara en su camino a colgarse de sus wifis. Era un día donde todo se le estaba dando bien. Primero la chica, de la que pudo obtener su teléfono; y ahora esto del auto y la conexión. Ahora que tenía toda la conexión del mundo, ahora que había anulado el servicio orgullosamente en su domicilio, ahora no quería estar conectado a nada. Corroborando que en su celular el paquete de datos estuviera desactivado, subió el bolso al auto y encaró por un camino conocido rumbo el este.

      Solo repasaba que, hasta ese momento, tanto el pasaje como el alquiler de auto eran dos grandes anuncios de su presencia por ahí. Dos enormes pistas que cualquier investigador mínimamente avispado podía seguir. De ahí en más, debería seguir en formato innominado, nadie debería saber de él.

      Manejaba escuchando la música en una lista bajada en su celular sin conexión. Tenía toda la internet que quería a su disposición, no obstante cuando podía se abstenía de utilizarla. Había quedado sordo en otras oportunidades, cuando sin wifi se le acababa la música. Mucha bronca le daba esa necesidad que venía desarrollando desde hace algunos años con la tecnología, una relación basada en el interés, en el dinero propio que mes a mes le costaba cubrir la factura de internet y de celular, cada vez más importantes, gastaba más en eso que en la luz y el gas de un bimestre juntos. Escuchaba música andando por la rambla siguiendo alguna indicación de la gallega del GPS, más puesta por compañía y reaseguro que por no saber para dónde ir, porque tenía muy claro el camino. Él sabía bien cómo ir de Montevideo a Punta del Este, saliendo ya de la ciudad, tomando por la ruta interbalnearia, la música se escuchaba más fuerte y esa nave volaba.

      Eran las 4 de la tarde, con el tanque lleno de nafta carísima y uruguaya, con el estómago vacío, entró en el Fortín de Santa Rosa, llegando hasta el único hotel que conocía, al final de la calle de entrada, junto al mar.

      Sobre el mostrador de la recepción encontró un sobre con una llave de habitación con el número 5 tallado en madera, junto a una campanita, que hizo sonar varias veces esperando que alguien viniese a su encuentro. El frío del invierno no se sentía, aun estando frente al mar, la pequeña salamandra quemaba leña con vistosa llama. Nadie se acercaba, a nadie se escuchaba, el mar era el único dueño de todos los sonidos. El mar y el crepitar de la leña. Corrió el llavero de madera y vio que su nombre estaba escrito debajo, en un sobre. Lo tomó y lo abrió. Leyó, se dio vuelta, llevó su mirada al bosque frente al mar buscando a alguien, cargó su bolso al hombro y saliendo de la recepción buscó la habitación 5. La encontró fácil, puso la llave y dando una vuelta, abrió. La puerta y su panza peleaban por quién hacía más ruido. Él tenía un hambre voraz y le habían pedido que se acomode, mientras el encargado volvía con la pesca del día.

      El hotel es de estilo, encerrando un patio español interno lleno de verde invierno (seco). Miró a través de una ventana en la planta baja, vio un bar con 10 mesas de madera para 2 personas, con manteles rojos y otros cuadrillé por encima, con sillas de respaldos altos y asientos de mimbre, que hablaban de la capacidad del hotel, pequeño. Unos centros de mesa que parecen no haber sido movidos desde el verano, todo quieto como quedó en marzo al terminar la temporada, una heladera vitrina apagada, no había nadie, no había luz, no había calor. Solo frio y un poco de mugre. Maldijo el momento en que acostumbrado a viajar en familia había decidido reservar en ese hotel. Era posible que en invierno nada estuviera disponible, por eso buscó asegurarse donde dormir la primer noche.

      Hambre. Nadie en el hotel. Lo más sensato era subirse al auto y hacer unos kilómetros hasta la Tienda Inglesa de Atlántida en busca de provisiones. Así lo hizo. Su dieta vegetariana le acortaba las posibilidades de comida ya preparada. Adentro del súper estaba cálido, pero el frío de afuera se hacía sentir, no era una tarde de ensalada, no. Por suerte, tenían muchas alternativas, cero clientes y mucha comida. Una tortilla de papas, una porción de tarta de verdura con masa integral, dos tomates y el almuerzo ya estaba listo. Una caja de té, una yerba sin palito, un mate y un termo, que los suyos habían quedado en su casa de Buenos Aires. Y para la tarde, que ya era, pero lo pensó para la tarde que vendría luego de almorzar, para ese momento se compró unas nueces y almendras, pasas de uva y un Mantecol, el más grande que encontró, otro más y un tercero. Metió en el changuito dos Pilsen y un vino malbec, caro, sin momento del día preasignado para beberlo, sería para cuando le pintara. Caro el vino, caro todo de ese lado del rio luego de la última devaluación.

      Al pagar con la tarjeta de crédito, recordó que tenía el duplicado de todo en el bolso que había quedado en la habitación 5 del hotel, dentro de su culo de perro. Pagar con tarjeta también era dejar un rastro, estaba ocupado en darse cuenta de cada miga, de cada pista que dejaba en el camino.

      Con las bolsas en el baúl, volvió al hotel. Se dirigió a la cocina, entrando por el comedor y se sobresaltó cuando escuchó ruido de platos, la luz estaba prendida. Esa sobreadaptación que le habían dado los viajes muchas veces podía comprenderse como un exceso de confianza, y no pretendía dar esa primera imagen, pero era una práctica que le ahorraba tiempos y le hacía ganar amigos rápidamente, por eso la seguía aplicando.

      —Permiso, buenas tardes –dijo y entró en la cocina.

      —Pasá, pasá, buen día, perdón, buenas tardes –dijo José riendo, extendiendo su mano para darle la bienvenida– Yo hablé con vos por teléfono. Podés apoyar esas bolsas por donde quieras. Si algo necesita frío, la heladera está enchufada. –Y señaló el artefacto comercial que separaba la cocina del salón.

      No había en José tonada uruguaya, sonaba a porteño. Era un flaco alto, de un poco más de 1.80 m, con barba de tres días, recortada, bien cuidada, parecía tener unos treinta y pico. Llevaba puesto un buzo gris, jeans y zapatillas que hacían juego con el buzo. De sonrisa dispuesta, lo hizo sentir cómodo desde el primer momento.

      Le ayudó a poner las Pilsen y la comida en el frío. Le llamó la atención lo perfecto de su perfil, ambos repararon mutuamente en la nariz del otro.

      —¿Querés tomar algo? Tengo té, café…

      —Pensaba calentarme la tortilla y cortar un tomate al medio. ¿Te puedo pedir un plato y cubiertos?

      —¡Uh, las tortillas de la Tienda Inglesa, más pinta que gusto! ¡Estás hablando con el rey de las tortillas! En verdad son las patitas de pollo con puré, pero nadie las quiere –rió– Es mi especialidad con chorizo colorado, un día de estos hago y ya vas a ver. –Agarró la bandeja en la que venía la tortilla, le sacó el film, la puso sobre un plato y la metió en el microondas. Luego tomó un tomate de los suyos y sacando un táper de la alacena lo puso en remojo–. Listo, si querés andá a la mesa, que cuando esté listo te lo alcanzo.

      Sentado

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