Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta
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El trato era calistenia por yoga. Habrían pasado unos 40 minutos de forcejeo en las barras cuando varios empezaron a hacer abdominales y en ese momento José empezó a despedirse diciendo que tenía que ir a trabajar, que no era un vago como todos ellos, mientras se propinaban golpes en joda con cada uno a forma de saludo.
—Después paso por el hotel –le dijo uno.
—Dejalo para la semana que viene, que mañana llega mi hermano –le respondió. Los dos empezaron a andar por la rambla a trote lento, callados, nada se iba a decir sobre sus amigos hasta la noche.
Corrieron por la playa hasta alejarse de los demás, se dio vuelta, los vio transformados en hormigas sobre el médano, ya estaban lo suficientemente lejos.
—Vamos para allá y me enseñás cómo es ese yoga que hacés vos – un poco más adelante empezaría la clase.
—Se trata de permanecer. Acá no hay repeticiones. –Se puso en posición de tabla. Aún le pesaban los brazos de colgarse en las barras, pero le mostraba cómo hacer ese asana. – No tan alto el culo, más recto. Tratá de acompañar con la respiración. Cuando inspirás, el abdomen se llena y se expande. En el doble de tiempo permanecés con los pulmones llenos y lo soltás en el mismo tiempo. Un ritmo 1, 2, 1.
José seguía las instrucciones, no pudiendo dar con el ritmo. Seguían quietos, inmóviles. José se tiró en la arena al grito de “¡Y dale, ya fue!”. Entre risas y rota la rutina, empezó el improvisado profesor a desplegar ante los ojos de José toda la demostración con mayor impacto, lo más vistoso que sabía hacer, porque se quedaba sostenido en una mano, o con solo dos apoyos y, desde ahí, con fuerza abdominal levantaba las dos piernas quedando sostenido en sus brazos. Una vertical sin envión, armada como de a tramos.
—Enseñame a parar de cabeza y a hacer eso. –Había un poco de juego de chicos en la arena ahí. Hizo lento el procedimiento para que José pudiera observarlo. Quedó invertido y se elevó sosteniéndose sobre sus antebrazos. Ahí fue José a intentarlo, se pasó de eje y cayó dando un golpe seco de espalda sobre la arena. Bajando los pies, el otro lo fue a socorrer, pero lo encontró cagado de risa. Se levantó con dificultad, riéndose, pidiendo que la clase fuese más gradual, la más para principiantes que pudiera darle. Parecía que le dolía todo. Cuando los años pasan, una caída que de niños es una pavada, de grande, es todo un tema.
—Hay una parte de práctica física, otra de relajación, otra de respiración y finalmente está la meditación. No son solo estas prácticas. –No sirviéndose de ninguna de las alternativas que se le proponían, José pospuso la clase para la mañana siguiente, o para la tarde. Como fuera, quería que eso terminara en ese momento. Era muy autoexigente. Solo él sabía cuánto lo limitaba esa forma de ser. Las cosas le salían perfectas desde el inicio o ya se imponía el sello de no ser para él. Postergar era una manera prolija de salir del brete en el que él mismo se ponía. El otro ni cuenta se daba de todo eso, solo veía una sonrisa tras una caída de las muchas que había tenido, solo se le ocurrió mencionar en voz alta que en esta práctica era importante aprender a caer. A José no le interesaba, quería cambiar de tema y volvió a correr, donde ya sabía que le ganaba.
Llegaron al hotel y fueron directo al comedor. Abrió la puerta, prendió los tubos fluorescentes y entraron hacia la cocina en busca de agua. Tomaron dos vasos, agua de la heladera, bebían haciendo ruido como niños, terminado el segundo vaso, el huésped agradeció el entrenamiento. José se puso contento y comenzó a decir una especie de eslogan del hotel, que el cliente era el centro de todo, y fue interrumpido por una palmada en la espalda.
—Nos vemos en un rato, amigo, gracias. –José dejó de hablar, el “amigo” le había sonado sincero y respondió con otro simple:
—Chau, amigo.
Luego de una ducha y el lavado de la remera de correr con jabón de tocador, la puso sobre la silla al sol que entraba por la ventana del cuarto. Goteaba aun, se imaginó que nunca se secaría con esa humedad ambiente y pensó en salir en busca de un lugar para colgarla al aire libre. Luego en agarrar el libro e irse a leer al sol. A él y a la remera un rato de sol les vendrían bien. Tomó el libro. Usó la toalla para secar un poco más la remera, envolviéndola, la usó finalmente para secar el piso y la revoleó dentro del baño. Para él era un principio básico. Si la ropa (fuera la que fuera) estaba en el piso, entonces debía lavarse, si no, no. No existían en su cabeza recipientes de ropa sucia o que simplemente no se arrojara al piso nunca, ni aun sucia. Y claramente, de una toalla que limpia el piso nada bueno podía seguir esperándose, había perdido en ese momento toda capacidad de secado limpio, a lo sumo podía volver a usarse como felpudo en el baño, para secar los pies al salir de la ducha, o frente a un apuro, quizás, luego de usar el bidé. Pero cada uno maneja sus renuncias a sus propios valores como puede. Negará siempre que alguna toalla volvió del piso.
Salió con la remera húmeda al hombro, el libro y el estuche de los lentes. Pasando por la ventana de la cocina vio a José y le pidió una lona o una silla de playa.
—A la derecha de la puerta de rejas, hay un armario. Abrilo y ahí tenés