Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta
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José estiró su brazo y sacó dos botellas de vino de la bodeguita de madera, de un lateral de la alacena. Las puso sobre el mostrador y le preguntó si le gustaban. Se venía otra noche de charla y ese era combustible necesario, ayudaba a que fluyeran los temas, las ganas de contar y confiar, dejando el mate para otro momento.
Cenaron, las copas se recargaron varias veces y la charla continuaba siempre por parte de José por esos lados del ya no ser. Pero ahí estaba trabajando, ayudando a su hermano, no lograba entender qué era lo que ya no era.
La infancia de ambos volvió al relato. Había primos en el campo y juegos con los vecinos. La imagen de un padre que le impone la ley, el deber ser, como todo padre a su hijo, con los miedos de cualquier padre y la torpeza digna de cualquier persona. Ya al tocar el tema niños, dijo que tenían un acuerdo con una amiga, que si a los 40 no habían tenido hijos, se harían uno mutuamente. La historia volvió 15 años atrás para contar un aborto espontáneo en una relación con una chica que fue importante en su vida. Y así, una tras otras volvieron las historias fantásticas a llenar el ambiente y José no paraba de hablar de amores que cantaban en francés, de sus amigos a los que él trataba como familia, de todos esos que parecían muchos en su relato, pero en su realidad, su vida transcurría entre extraños y gran parte del tiempo en soledad. José contaba sobre sus mentores, sobre los que lo llevaron a conocer la noche en Buenos Aires y era en ese punto donde el barco de la conversación empezaba a escorarse hasta el punto de darse vuelta y dejarlos desparramados en ese mar de vino. Las historias tenían ese lado marginal donde los amigos de la mañana encuadraban claramente. Pero tras una de esas, aparecía otra historia familiar, quizás en la montaña, donde se mostraba siempre atento a los sentimientos y necesidades de sus amigos y de la familia. Desconcertaba, rompía paradigmas. No existían los buenos muy buenos, ni los malos muy malos, pero en un momento de la charla necesitaron poner las cosas en términos más claros. ¿Qué había pasado esa mañana? ¿Quiénes eran esos que se separaron del grupo?
Para esa parte fue necesario que José prendiera uno de sus cigarrillos. Más cuando el turista le contó lo de la alarma en el centro de Atlántida, pareció no dudar que se trataría de ellos.
—En Buenos Aires yo salía a bailar desde los 16 años. De a poco fui conociendo a mucha gente de la noche. Salía jueves, viernes y sábado, y si podía domingos también. Caía desmayado el resto de los días, cumpliendo con mi trabajo en una empresa, de camisa y corbata, nueve horas diarias. Todos pensaban en mis ojos como de adicto y en verdad eran de muy mal dormido pero como yo seguía siéndoles útil, todo continuaba como si nada. De la noche fueron apareciendo amigos. No solo era la noche, sino que, para llegar como yo quería, tenía que estar con la ropa que quería, el pelo y la cara como quería y los zapatos que quería, me gastaba todo el sueldo, entre salidas, ropa y cosas de estética, peluquería y millones de pelotudeces que si yo te las digo ahora seguro que ni sabés de qué se tratan. Puesto a gastar, aparecen tantas giladas, cuando te querés dar cuenta, tenés el placar con 30 pares de zapatillas y no entra más nada. Hice un casting de modelo para la tele, me terminé haciendo un book, hasta en eso gasté guita.
—¿Me estás gastando? Es todo un curro eso. –Era difícil entender dónde estaba el límite entre verdad e historia fantástica en ese relato.
—Soy alto, tenía facha, me había operado la nariz. Me la creía y me la gastaba.
Un día, mi amiga, esa que te conté ayer, me invitó a una fiesta privada. Había gente que yo no conocía, me empilché con lo mejor que tenía y fui. Entramos en un caserón por Palermo, no sé muy bien la dirección porque habíamos estado tomando antes y medio que me llevo ella. Me fue presentando gente, había buena música, mozos que repartían fingerfoods, cositas para comer con la mano, todo rico. Afuera había una barra, donde me fui en busca de un trago. Me quedé hablando con los bartenders, viste que yo había sido barman. Hablamos de tragos, aproveché a pedirme los que sabía que eran más caros, me quedé charlando un rato con ellos, no conocía a nadie. En un momento la música se apagó y se escuchó una vuvuzela de cancha. Vuelve la música más fuerte y gritos de festejo. “¿Qué es eso?”, le pregunté a uno de los que atendía la barra, me empezaron a joder con que si era mi primera vez, que no me hiciera el virgen, que me iban a desvirgar, la confianza que da el exceso de alcohol. Se miraron entre ellos, rieron y uno me dijo: “Andá para adentro, fijate en la mesa del living”. ¡Qué pelotudo! Fui pensando en encontrarme una pata de cerdo del hambre que tenía, me habían dicho mesa y living, no se me ocurrió otra cosa que comida. Y entré, mucha gente se agolpaba contra la mesa. Para no parecer demasiado cagado de hambre y no arrugarme la camisa, me quedé apoyado contra la pared, mirando fotos de esa familia desconocida, de vez en cuando buscaba a mi amiga con la mirada, pero ni rastros de ella. Me acercaba un poco más a la mesa, viendo a la distancia si encontraba un hueco por donde mandarme discretamente. La música electrónica sonaba más fuerte, bailaban frente a mí, ellas y ellos, el que pasara, y yo sin hacer diferencias, bailando para mi, les jugaba haciéndome el sex symbol. Viendo que no aflojaba y que cada vez había más gente que venía a la mesa, me fui metiendo y ahí vi que la mesa no tenía comida, estaba llena de droga. Había quien se agarraba pastis, quien directo inhalaba. Muy loco todo, me acerqué más para ver bien de qué se trataba eso y uno de los socios de la empresa en la que yo trabajaba levanta la cabeza, aun con la nariz blanca empolvada. Lo vi y él me reconoció, solo atiné a sonreirle. A partir de ahí, mi vida se volvió un calvario. No sé si el chabón tendría miedo de que yo lo dejara expuesto en la compañía o ante su familia que trabajaba ahí también, pero me empezó a volver loco. Me hacía trabajar después de hora en proyectos que nunca se llevaban a la práctica, si llegaba tarde me descontaba el presentismo. El ascenso que me habían prometido se lo dieron a otro mucho más nuevo y un incapaz. No sé qué maquinó, para mí era solo un gordito vicioso, un drogón más, pero él no paraba de hacer de mis días laborales una tortura y yo no estaba dispuesto a renunciar, así que fui a RR. HH. de la compañía y lo denuncié, dije que me estaba acosando. Me sacaron del sector, me mandaron al teléfono, yo andaba muy loco todo el día, enfurecido, y todas las noches le contaba algo de esto muy angustiado a mi hermano. Él tenía unos amigos de la barra brava con los que siempre jodíamos diciendo: “No te hagas el gil que te mando a los muchachos”. Algo que siempre fue joda, porque siendo futbolero como era, yendo a la cancha seguido, esa gente estaba ahí, no era raro. Al menos él nunca me había contado que hubiera hecho algún trato con ellos o que les había encomendado algún laburo o algo así, eran simplemente los de la barra. Un día llegué angustiado por demás, esa vez llorando le conté a mi hermano. Él me preguntó de qué color era el auto de ese sorete. Yo seguía hablando y de a poco completaba toda la información que él quería saber, la hora a la que salía, el auto que tenía, dónde lo estacionaba. Creo que habían pasado dos o tres días de eso; si eso fue un lunes, el miércoles o el jueves llegué al trabajo y mi compañero Hernán me dijo: “¿Viste lo que le pasó al pelado?”
Y el silencio se impuso en el comedor del hotel. Los ojos de José se llenaron de lágrimas y su voz se cortó. El no podía o no quería hablar. El cliente prefería dejar escapar la situación. Con eso para él ya era suficiente. Todo ese tufo sórdido de pronto había dejado de ser entretenido. La lágrima le puso realidad al cuento, cuando la voz quebrada decía que hasta ahí todo podía ser fantasía, pero que lo que vendría de ahí en más ya no. No eran amigos, no tenía por qué seguir, le brindó el silencio necesario para escapar si así lo deseaba, ensayó un “no tenés que seguir contando si no querés”. Se cambió de silla, se puso a su lado y lo abrazó. José se dejó abrazar y así quedaron unos segundos.
Eran las 10 de la mañana, ya tenía todo listo y guardado. Quería evitar cruzarse con el hermano. Calculó el valor de las dos cenas. Atravesó el patio pisando hojas secas, guardó el bolso en el baúl del auto, sacó la bolsa