Latinoaméroca en gotas. Mario Diego Peralta
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— A la misma hora de ayer, entonces.
Del armario tomó solo una sillita playera de las más altas, pensando que la remera en el respaldo de las bajas rozaría la arena. Salió con esa silla sintiéndose más abuelo que nunca. Bajó por el mismo camino que a la mañana, atravesando el montecito de árboles rumbo a la playa, pero buscó un escondite en el médano, al reparo del viento y donde el sol entrara a través de los pinos. Se alejó un poco más y encontró el sitio que buscaba. Puso la silla y en su respaldo extendió la remera y se sentó en la arena a leer. El tiempo pasaba rápido cuando leía, volvió a releer la hoja que había empezado en el barco. Sin concentrarse mucho en la lectura, su cabeza volvía una y otra vez sobre esos pibes que entraron a esa casa en actitud sospechosa. Era sospechosa toda la actitud del resto que de pronto se dieron vuelta para esconderlos de sus ojos. ¿Sería así o solo era su imaginación? ¿Y el otro sería un transa? Todas imágenes turbias, todas marginales. Solitarias. ¿Quién era José? ¿Para qué exponerse en esos ambientes donde él no se sentía cómodo? Pero José no parecía ser así, francamente no lo sabía, pero desde el prejuicio, el resto seguramente serían “la mala junta”.
El argumento del libro fue ganando su interés más que su propia elucubración. Pasaron las horas y nuevamente fue el ruido de su panza el que lo sacó de ese trance, no había desayunado porque le gustaba hacer deporte en ayunas. Tocó la remera, estaba casi seca. La volvió a poner en su hombro y volvió para el hotel. El mediodía era soleado, un oasis en medio del frío costero. Siempre hay un día que sorprende en medio del invierno. Siempre puede haber un José buen tipo entre un montón de malandras que lo rodean.
Dejó la silla en el armario y fue directo para su habitación. Acomodó un poco la ropa, abrió la ventana para que se ventilara el cuarto, no había reja ni mosquitero, tenía que aprovechar cuando estaba dentro para hacerlo, si dejaba abierto cualquiera podía saltar por la ventana y meterse. No había mucho que ordenar, así que agarró un Mantecol del escritorio. ¿Eran dos o tres los que había comprado? Tiró el papel al tacho y sin terminar de comerlo, con mitad de barra fuera de la boca, volvió a cerrar la ventana, buscó las llaves del auto para salir de caza. Debía alimentarse. No había pagado con desayuno, solo la noche de alojamiento, rara vez hacía eso. Tenía mate y yerba, pero no agua caliente y no era cuestión de engañar al estómago con mate, era hora de almorzar.
Se subió al auto, que por estar al sol adentro estaba calentito y disfrutó manejar hasta Atlántida, buscando con la mirada algún restaurante abierto, alguna presa que atacar. “Era invierno y entresemana”, se acordó de la frase que José utilizaba para venderle las cenas. A propósito, hoy debía preguntarle cuánto le debía, no fuera cosa que le saliera con alguna barbaridad fuera de su presupuesto. En el centro, todos los locales parecían tener colgados los carteles de “ES INVIERNO” y otros, los de “ES ENTRESEMANA”. Nada estaba abierto. Andaba dando vueltas por una calle paralela a la principal, de las que solo tienen casas de vacaciones y ni un comercio, cuando vio por el espejo retrovisor salir corriendo a tres hombres desde el garaje de una casa y una alarma que empezó a sonar. Los vio pegar la vuelta en la esquina, eran tres, uno alto y dos más pequeños. Tenía mala memoria, pero los reconoció a la distancia, eran los amigos de José.
Pasó por el Supermercado Disco y estaba abierto. Entró la nave al estacionamiento y caminó hacia la entrada, un patrullero estaba mal estacionado, obstaculizando el acceso al local. Lo rodeó. Había un policía hablando por radio sentado en el asiento del acompañante y escuchó que le avisaban de un robo en la zona. Otro uniformado salía del supermercado comiendo unas papas fritas, llevando la bolsa en la mano. Solo había visto algo raro por el espejito del auto, pero que la situación tuviera un posible ribete policial ya lo ponía nervioso. No quería ningún acercamiento con la cana. Nada. Él no estaba ahí, si fuera necesario negaría que estuvo en Atlántida en ese momento.
El patrullero puso la sirena y salió arando. Él caminó para la zona de rotisería que estaba justo frente a la entrada, buscó opción vegetariana y la encontró. Pidió si se la podían envolver caliente. Al salir pasó por las heladeras, agarró una Patricia y en la verdulería pesó solo dos bananas.
Asomó el auto al mar cerca de donde esa mañana estuvieron haciendo gimnasia, ya nadie quedaba en las barras. Bajó la ventanilla y comió vegetariano. La Patricia no era tampoco gran cosa, se sentía infiel a la Pilsen innecesariamente. Juntó todos los deshechos en la bolsa del supermercado y salió del auto para tirarlos en el tacho de basura. Pensó dos cosas cuando su basura era la única en golpear el fondo limpio del recipiente. Primero, que era invierno y entresemana; nadie generaba basura. Y segundo, al ver la bolsa del Disco recordó que no había tenido que pagar por ella, ni mucho menos rogar por una caja de cartón, como últimamente ocurría en Buenos Aires, cuando a partir de la prohibición de dar bolsas a sus clientes, si olvidaba llevar su propia bolsa de tela, salía haciendo malabares con las cosas en las manos. Cosas que vienen envueltas en plástico. ¿Por qué no prohibirán su uso en el empaquetado? Si es mucho más lo que se usa para eso, casi todo en el supermercado es de plástico o viene envuelto en plástico. La incomodidad para el cliente sí pero no para el productor, que podría invertir para utilizar algo mejor o reciclable al menos. Miró el tacho de basura, agarró la bolsa de nuevo y, pensando que ningún recolector pasaría porque era invierno y entresemana, abrió el baúl de la nave y puso la bolsa dentro, la tiraría al llegar al hotel.
Una siesta larga y reparadora lo dejó casi al borde de la cena. El paquete de yerba intacto, único testigo del cambio de ropa que estaba haciendo para ir a comer. Llegaría un poco más temprano que el día anterior, pero aprovecharía para cargar el termo con agua caliente y tomarse algunos mates antes de cenar.
—¡Ahí está! –El termo sin la tapa estaba sobre el mostrador.
—Gracias, José–dijo, mientras ajustaba la tapa. Se alejó a preparar el mate en su lugar. En la misma mesa, en su silla. José desde la cocina elevaba la voz para que lo escuchara.
—¿Sabés que en verano algunos te cobran el agua caliente por acá? ¡En Uruguay! Donde el mate es como el aire. ¡Increíble! ¡Hay que ser conchudo! –Le causaba gracia escuchar esa puteada fuera de la Argentina. Mientras, seguía armando el mate. Cuando lo tuvo listo, se asomó a la cocina.
—¿Querés uno? –José levantó su brazo y le mostró el mate que tenía en su mano–. Ya me acostumbré a que cada uno con el suyo. A lo que no me acostumbro nunca es a la yerba. Mañana me trae mi hermano yerba de allá. –de quedarse, al día siguiente serían más en ese hotel. Era sábado, también podían venir otros clientes, lo que lo hizo caer en la cuenta de que solo había visto a José trabajar ahí, por lo que preguntó:
—¿Tu hermano viene a ayudarte los fines de semana? ¿Cómo te arreglás cuando hay más gente? –José cargó su mate y lo tomó todo de un saque. Cebándolo con su enojo. Recién ahí, después de tomarse todo el tiempo que quiso, le confirmó que sí, que su hermano venía a ayudarlo, pero que el dueño del hotel no le habilitaba presupuesto para pagarle, entonces salía de su bolsillo.
—Mi hermano va a ser siempre un niño, siento que siempre que pueda lo voy a tener que ayudar.
—¿Cuántos años tiene? –preguntó pensando en un adolescente.
—Dos más que yo. Él tenía su trabajo, pero el nivel de estrés al que lo sometía lo hizo renunciar. Al principio todo bien, era muy joven, había dejado la facultad para dedicarse a otro emprendimiento artístico. En esa época estaba en pareja. Mi hermano es un groso, es músico y trabaja muy bien con las manos. Aparte, ligó los mejores ojos que había en los genes de la familia, es muy fachero, siempre lo corretearon. Yo también había empezado la facultad –continuó diciendo Jose con cierta