Reflexiones sobre Historia Social desde Nuestra América. Gabriela Grosores

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Reflexiones sobre Historia Social desde Nuestra América - Gabriela Grosores

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podemos estudiarlos en los procesos de Amé­rica Latina con igual eficacia que a través de los ejemplos europeos. Con el transcurso de los años se fue afirmando este eje americano, a partir de la experiencia, por el valor que tenía esta afirmación y su desarrollo en una práctica y también por el interés que despertó en los miles de alumnos que eligieron cursar con nosotros.

      Otro gran quiebre, tanto epistemológico como metodológico, implicó polemizar con la pretensión de neutralidad y su falsa apariencia objeti­vista y explicitar el punto de vista que tomaría la cátedra. El tema de la neutralidad científica (discusión filosófica y política de envergadura) ha­bía sido desplazado por un énfasis en el concepto de “profesionalización” como objetivo y divisoria de aguas en la actividad historiográfica. Nuestra cátedra rompió con este principio y se posicionó con base en las tradicio­nes de “la historia más amplia” de Marc Bloch, “la historia como arma” de Moreno Fraginals, “la historia necesaria” de Pierre Vilar, “la historia como proyecto político” de Josep Fontana.

      La tercera ruptura con las cátedras hegemónicas consistió en una concepción del aprendizaje opuesto no tanto a lo que se preconiza, pero sí a lo que se practica en la universidad. Pensamos que hay otra mane­ra de aprender la historia, no solo desde los contenidos, también desde la forma. Nos planteamos una forma de desarrollar los contenidos que permitieran una elaboración propia de cada estudiante. El conocimiento científico se realiza colectivamente y se apropia individualmente a partir de lo que cada alumno es y quiere ser. La construcción social del cono­cimiento se da en el aula, es única e irrepetible y la tarea del alumno es apropiarse de esas herramientas que construimos colectivamente.

      En cuanto al contenido de la presente publicación, los textos de los docentes de la cátedra -Claudio Spiguel, Rubén Laufer y Gabriela Greso­res- fueron inicialmente desgrabaciones de clases, luego se convirtieron en fichas y ahora los editamos como secciones de este libro.

      La incorporación de los trabajos de Eduardo Azcuy Ameghino y Hora­cio Ciafardini reconoce no solo la centralidad de los mismos en el progra­ma de nuestra cátedra sino la importancia de ambos intelectuales, con sus ideas y acciones, para la comprensión de la necesidad de crear bastiones de resistencia, también en el ámbito universitario, a las corrientes ideológicas hegemónicas en la historia y las ciencias sociales.

      Por último, la inclusión del artículo de Fabiola Escárzaga nos permite aprovechar una síntesis apropiada para nuestros alumnos de un pensamiento diverso, complejo e imprescindible como el de José Car­los Mariátegui.

      1 Agradecemos la colaboración de Martín García Sastre en la corrección de originales.

      2 Queremos destacar también el papel que jugaron los docentes, adscriptos y alumnos de la materia Introducción a la Historia de las Sociedades de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Salta, con quienes, desde el 2009, venimos trabajando con un programa muy similar al de la cátedra paralela. Para ellos, nuestro agradecimiento.

      PROEMIO: “NO SOY UN ACULTURADO”

      Palabras de José María Arguedas en el acto de entrega del premio “Inca Garcilaso de la Vega”

      (Lima, Octubre 1968.)

      Acepto con regocijo el premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que dispusieron de medios más vastos para expresarse.

      La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o “extraño” e “impenetrable” pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la historia lo consideró un gran pueblo: se había convertido en una nación acorra­lada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual solo los acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o curiosidad. Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mu­cho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. Y bien sabemos que los muros aislantes de las na­ciones no son nunca completamente aislantes. A mí me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.

      Contagiado para siempre de los cantos y los mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, huma­na, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.

      Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que tal parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera juventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las que provenía estaban en conflic­to: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no solo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aun más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí jamás ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina de un partido, pero fue la ideología socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía que sentí desencadenarse durante la juventud.

      El otro principio

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