Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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dolió infinitamente descubrir que jamás volvería a verla pese a que su cuerpo y su alma la reclamaban noche y día.

      No le preocupaba el vizconde; ni le inquietaba advertir cómo iba trepando fatigosamente por el empinado sendero precedido por sus tres enormes perros, porque por muy valiente hombre de armas que fuese, de poco le serviría entre aquellas montañas que ningún godo había conseguido coronar y por las que él era capaz de moverse con los ojos cerrados. Le preocupaba el hecho de que jamás volvería a tener entre sus brazos a la maravillosa criatura que en tan solo unos días había sabido hacerle olvidar su soledad de años; no aspiraría ya más su olor a hierba siempre limpia; no escucharía la suave voz que le susurraba al oído dulces palabras que no acertaba a entender, ni podría continuar diciéndole cosas que un millón de veces deseó decir a alguien sin tener quien le escuchara.

      El capitán seguía avanzando.

      Sus armas lanzaban destellos al ser heridas por el sol de la mañana, a menudo le llegaba, apagado, el ladrido de un perro, y en una de las ocasiones en que el vizconde cruzó justamente bajo él por la escarpada ladera del barranco, se preguntó qué ocurriría si de pronto decidiera empujar con el pie el peñasco más cercano permitiendo que rodara pendiente abajo arrastrando a otros muchos.

      Del señor de La Casona no quedaría probablemente nada.

      De sus perros tampoco.

      La tentación le asaltó unos segundos, revoloteó en torno a su rojiza melena y se posó sobre su hombro como una multicolor mariposa asustadiza, pero la espantó de un manotazo, consciente de que no era capaz de matar de ese modo a un ser humano, y continuó muy quieto mordisqueando una brizna de hierba mientras observaba la lenta progresión de su enemigo.

      Este alzó de improviso el rostro y le miró.

      Ni siquiera cien metros los separaban y al muchacho le impresionó la tremenda fortaleza del hombre, cuya espesa barba y ojos airados imponían indudable respeto.

      El capitán León de Luna aprestó su arma.

      Erguido en la cima del monte, el pastor apenas se inmutó, aunque sus manos se tensaron imperceptiblemente sobre el extremo de su inseparable pértiga observando cómo el otro le apuntaba, y tan solo en el preciso instante en que el vizconde se decidió a disparar dio un leve impulso con las piernas y trazó casi un semicírculo en el aire para ir a caer sobre una roca vecina.

      Su enemigo lanzó un corto reniego seguido de una leve exclamación de disgusto.

      –¡Sucio mono de mierda! –masculló.

      Azuzó a los perros, que se lanzaron furiosamente pendiente arriba, pero se escuchó el leve silbido de una honda que giraba, un pesado pedrusco surcó los aires, y el primer animal, un hermoso dogo criado para la guerra, entrenado por el más afamado de los adiestradores florentinos y curtido en cien combates, lo recibió de lleno en mitad de la frente, dio un salto hacia atrás lanzando un aullido de agonía y cayó rodando y rebotando de una roca a la siguiente para precipitarse al fin al fondo del barranco trescientos metros más abajo.

      Sus compañeros se detuvieron de inmediato, contemplaron atónitos la tremenda caída y se volvieron pidiendo consejo a su amo, que les gritó furioso que le rompieran el cuello al maldito bastardo hijo de puta.

      Pero pese a su valor y decisión las pobres bestias tan solo eran perros, sin aspiraciones a convertirse en pájaros o cabras, y cuando al fin alcanzaron la cima no pudieron hacer otra cosa que ladrar furiosamente mostrándole los dientes al astuto fugitivo, que con dos simples golpes de garrocha había atravesado sin aparente esfuerzo el abismo de una nueva quebrada para observarlos impertinente desde la orilla opuesta del profundo precipicio.

      –¡Dios bendito! –fue todo lo que pudo murmurar el capitán León de Luna al llegar junto a los animales y hacerse una idea de qué era lo qué había ocurrido y a qué clase de ser humano intentaba dar caza.

      Había oído contar infinitas historias sobre la inconcebible habilidad de los pastores de la isla a la hora de enfrentarse a las mil dificultades de una orografía en exceso caprichosa; habilidad heredada probablemente de unos simiescos aborígenes parte de cuya sangre aún corría por sus venas, pero jamás se le ocurrió imaginar que un hombre sin más ayuda que un largo palo flexible y unos desnudos pies que parecían aferrarse a las rocas como zarpas fuera capaz de cruzar un abismo semejante como si en realidad se tratara de un carnero salvaje.

      Calmó a los perros, dejó a un lado sus armas y tomó asiento decidido a recobrar el aliento y estudiar con detenimiento la situación replanteándose el problema.

      Al otro lado del barranco y a menos de cien metros de distancia, Cienfuegos le observaba.

      –¡Es inútil que huyas! –le gritó al fin furiosamente–. La isla es muy pequeña y acabaré atrapándote. Cuanto más difícil me lo pongas, peor será a la hora del castigo, porque ordenaré que te torturen hasta que llegues a maldecir haber nacido.

      El pastor ni respondió siquiera, ya que su precario conocimiento del más elemental y simple castellano, unido al fuerte acento aragonés del otro, le habían impedido captar la mayor parte de lo que había pretendido decirle, por lo que se limitó a tomar asiento a su vez sin dejar de vigilarlo, esforzándose por entender las razones que podría tener para matarle, ya que no recordaba haber hecho daño a nadie, no había descuidado las cabras, no había robado en las casas ni había bajado al pueblo a molestar a las mujeres.

      No había hecho más que bañarse en una limpia laguna y permitir que una hermosa desconocida lo acariciara dulcemente para acabar tumbándolo de espaldas para enseñarle secretos portentosos que jamás hubiera imaginado siquiera que existiesen.

      ¿Tenía acaso que haberla rechazado?

      Se trataba sin duda de una gran señora; una de esas damas a las que un simple cabrero tenía la obligación de obedecer en todo, y nunca se permitió otra cosa que atender sus caprichos, responder a sus demandas y permanecer cerca de la laguna aguardando sus órdenes.

      Pero allí estaba ahora el vizconde sentado junto a sus armas y sus perros, estudiando el terreno con sus ojos de hielo, atento a cada detalle, y buscando la forma de conseguir acorralarlo contra un abismo para lanzarle encima unas feroces bestias que lo destrozarían de inmediato a dentelladas.

      ¿Qué otra cosa podía hacer más que escapar?

      Miró a un cielo en el que el sol se encontraba ya muy cerca de su cenit, calculó con sumo cuidado el tiempo y la distancia y, por último, consciente de que podría conseguirlo, se irguió muy despacio y se alejó, sin volver el rostro, en dirección a las más agrestes cumbres de la isla.

      Su Excelencia el capitán León de Luna, vizconde de Teguise y señor de La Casona, hizo lo propio decidido a seguirlo a pesar de encontrarse íntimamente convencido de que jamás conseguiría darle alcance.

      Más tarde se preguntaría a menudo qué le impulsó a cometer a sabiendas un error tan evidente, y lo tuvo que achacar al hecho de que en aquel caluroso mediodía de septiembre no se le ofreció más opción que seguir adelante o regresar a La Casona y admitir que había fracasado en su afán de venganza a las ocho horas escasas de haberla iniciado.

      El agilísimo pastor, que tenía en apariencia mucho más de animal salvaje que de auténtico ser humano, y le recordaba por sus gestos a los bestiales aborígenes contra los que tantas veces se había enfrentado en la isla vecina, le obligó a caminar como no lo había hecho sin duda durante sus quince años de militar, y mientras trepaba por riscos que daban

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