Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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estaremos todos muertos.

      Lo había dicho con tanta seguridad y firmeza que consiguió que un nudo subiera a la garganta de un cabrero que ya de por sí se sentía indefenso y profundamente preocupado por la innegable fragilidad de la vetusta nave.

      –¿Vamos a hundirnos? –inquirió con un hilo de voz.

      –Mañana –replicó el otro roncamente–. Al mediodía el mundo se habrá acabado y estaremos todos muertos.

      –¡Estás loco!

      Se alejó hacia proa maldiciendo en voz muy baja a un estúpido capaz de pasarse toda una tarde fregoteando pese a estar convencido de que se encontraba a las puertas de la muerte, para ir a tomar asiento sobre un montón de sogas esforzándose por serenarse e intentar poner un poco de orden en una mente que hora tras hora iba atiborrándose de nuevos conocimientos y contradictorias sensaciones.

      En el corto período de solo dos días le habían ocurrido muchísimas más cosas y había tratado a más personas que en el transcurso de los últimos cinco años, y de una noche a la siguiente su vida había dado un vuelco tan completo que menos le hubiera desconcertado encontrarse de improviso frente a un mundo boca abajo ya que ahora no existían tierras, montes, olorosos bosques y dulce soledad, sino tan solo un infinito mar azul oscuro, cuatro tablas crujientes, un hedor nauseabundo y una sucia masa humana que se apiñaba en un espacio increíblemente angosto.

      Arrancado por la fuerza de su entorno, aquel en el que había nacido, nunca soñó abandonar y al cual se había adaptado con absoluta perfección, el brusco cambio lo golpeaba con tan inesperada violencia y agresividad que le resultaba inaceptable que no se tratara de un absurdo y estúpido sueño, viéndose en la perentoria necesidad de asimilar de golpe conceptos y situaciones de los que con anterioridad ni siquiera tuvo jamás noticia alguna.

      Si apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarse con el resto de la tripulación y se sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos y las actitudes que parecían conformar la habitual manera de expresarse de las gentes del mar, difícil le resultaba por tanto hacerse una clara idea de en qué lugar se encontraba y qué era lo que en verdad estaba sucediendo en torno suyo.

      Alguien lloraba otra vez muy cerca.

      –¿Qué te ocurre?

      El hombre –casi un anciano– recostado en el palo, apuntó con su largo dedo hacia delante e inquirió con voz quebrada:

      –¿Ves algo?

      –Nada.

      –Es que no hay nada. Pronto moriremos.

      Permaneció muy quieto, estupefacto, convencido de que en aquel barco estaban todos locos, ya que si nada se veía se debía evidentemente a que la luna no había hecho aún su aparición sobre el horizonte y era ya noche cerrada, por lo que no conseguía entender qué relación podía tener un hecho tan natural con un próximo y apocalíptico final irremediable.

      A la luz del día aquellas gentes parecían comportarse de modo más o menos razonable –dentro de lo irracional que podía llegar a ser aventurarse sobre las aguas en semejante cáscara de nuez–, pero no cabía duda de que en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños temblorosos.

      ¿Miedo a qué? ¿A las tinieblas en sí mismas o a aquel inmenso océano que se abría ante la proa pero al que la mayoría de ellos deberían encontrarse ya habituados?

      Se acurrucó en su rincón advirtiendo que la cabeza parecía a punto de estallarle de tanto darle vueltas a palabras y conceptos que se encontraban más allá de su capacidad de raciocinio y permaneció así largo rato, como alelado, hasta que la luna hizo acto de presencia derramando una leve claridad sobre la abarrotada cubierta por la que vio avanzar a un hombre de pálido rostro y porte altivo que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos yacentes como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse a su paso.

      Vestía de oscuro y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo; como un frío distanciamiento o un aire de excesiva arrogancia que le recordó en cierta manera la forma de moverse y comportarse del capitán León de Luna.

      El desconocido ascendió los tres escalones del castillo de proa, llegó a su lado, se detuvo a tan corta distancia que le hubiera bastado alargar la mano para rozar sus botas, y buscó apoyo en un obenque para permanecer muy erguido con la vista clavada en la distancia.

      Olía a sotana.

      Recordaba perfectamente el inconfundible aroma que tanto le impresionara cuando el cura del pueblo lo aferró por el brazo dispuesto a arrastrarlo a la iglesia y bautizarlo, y ahora aquel ligero tufo a ropa pesada y polvorienta impregnada de mil efluvios ignorados lo asaltó de improviso llevando a su mente por una extraña asociación de ideas el firme convencimiento de que era aquel un hombre inaccesible, autoritario y serio, encerrado en sí mismo y en todo diferente al resto de la tripulación del vetusto navío.

      El desconocido se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se le antojó desmesurado.

      Musitaba algo en voz baja.

      Tal vez rezaba.

      O tal vez conjuraba a los demonios de las aguas profundas en un postrer intento de calmarlos y evitar que al día siguiente devoraran la nave como al parecer tantos temían.

      Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que se le antojó de amor profundo el blanco foque delantero y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba de popa sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna para que su inmensa fuerza impulsara firmemente la proa hacia delante.

      ¿Quién era?

      El capitán, tal vez, o tal vez un sacerdote que tuvieran la obligación de llevar todos los barcos para que sus oraciones les permitieran llegar a su destino.

      ¡Sabía tan poco de naves!

      Sabía en realidad tan poco de tantas cosas que empezaba a tomar conciencia de la inconcebible magnitud de su ignorancia, y de que, obligado como estaba a abandonar para siempre el seguro refugio de sus montañas, había llegado el momento de empezar a poner remedio a sus infinitas limitaciones.

      ¿Quién conseguía que aquella extraña máquina se mantuviese a flote? ¿Quién sabía cuál, de entre la compleja maraña de cuerdas, había que ajustar para que las velas se tensaran? ¿Por qué se movía la proa siempre hacia poniente sin que los caprichos del viento consiguieran que toda la embarcación girase de pronto a su compás?

      Cuando los alisios soplaban sobre las cimas de la isla, las hojas de los árboles volaban siempre hacia el Sur, y cuando en primavera la brisa llegaba de poniente, el polen de las flores se desparramaba por levante, pero allí se diría que el hombre había sabido dominar a su capricho los impulsos del viento, y eso era algo que tenía la virtud de intrigar profundamente a alguien tan observador de los fenómenos de la Naturaleza como había sido siempre el pelirrojo Cienfuegos.

      Al rato, el hombre que olía a cura dio media vuelta, descendió los cortos y crujientes escalones, cruzó la cubierta y se perdió en las sombras.

      Se escuchó un nuevo sollozo.

      –¡Este

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